Mario Llosa - Los jefes, Y Otros Cuentos
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– Ya estamos cerca de la reventazón, entonces -dijo, al fin, Miguel.
– Si. Hemos nadado rápido.
– Nunca había visto tanta neblina.
– ¿Estás muy cansado? -preguntó Rubén.
– ¿Yo? Estás loco. Sigamos.
Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde. Rubén había dicho "bueno, sigamos".
Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casí no avanzaba, tenia la pierna derecha seminmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando, gritó "¡Rubén!". Este seguia nadando. "¡Rubén, Rubén!". Giró y comenzó a nadar hacía la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, seria bueno en el futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos "voy a la iglesia sólo a ver a una hembrita”y tuvo una certidumbre como una puñalada: Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce limites, y mientras azotaba el mar con los brazos -sus piernas colgaban como plomadas transversales-, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y Ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante critico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos
diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: "¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!".
Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya; sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba.
– Tengo calambre en el estómago -chillaba Rubén-. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito.
Flotaba hacía Rubén, y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores y los hunden con ellos, y se alejó pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: "no te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos. Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a ja!ar de la cabeza, no me toques". Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible por ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, "me voy a morir, sálvame, Miguel", o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenia a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenia la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insolita.
– Hermanito -susurró Miguel-, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.
Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos, movió la cabeza débilmente.
– Grita, hermanito -repitió Miguel-. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer.
Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: "¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!".
Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendia, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegia contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus manos se frotaba también.
– ¿Estás mejor?
– Si, hermanito, ya estoy bien. Salgamos.
Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacía adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, en pie en la galería de las mujeres, mirándolos.
– Oye -dijo Rubén.
– Si.
– No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.
– ¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes.
Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.
– Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias -decía Tobías.
– Hace más de una hora que están adentro -dijo el Escolar-. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa?
Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:
– Nada. Llegamos a la revenuzón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.
Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.
– Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés.
Miguel no respondió. Sonríendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaria esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.
UN VISITANTE
Los arenales lamen la fachada del tambo y allí acaban: desde el hueco que sirve de puerta o por entre los carrizos, la mirada resbala sobre una superficie blanca y lánguida hasta encontrar el cielo. Detrás del tambo, la tierra es dura y áspera, y a menos de un kilómetro comienzan los cerros bruñidos, cada uno más alto que el anterior y estrechamante unidos; las cumbres se incrustan en las
nubes como agujas o hachas. A la izquierda, angosto, sinuoso, estirándose al borde de la arena y creciendo sin tregua hasta desaparecer entre dos lomas, ya muy lejos del tambo, está el bosque; matorrales, plantas salvajes y una hierba seca y rampante que lo oculta todo, el terreno quebrado, las culebras, las minúsculas ciénagas. Pero el bosque es sólo un anuncio de la selva, un simulacro: acaba al final de una hondonada, al pie de una maciza montaña, tras la cual se extiende la selva verdadera. Y doña Merceditas lo sabe; una vez, hace años, trepó al vértice de esa montaña y contempló desde allí, con ojos asombrados, a través de los manchones de nubes que flotaban a sus pies, la plataforma verde, desplegada a lo ancho y a lo largo, sin un claro.
Ahora, doña Merceditas dormita echada sobre dos costales. La cabra, un poco más allá, escarba la arena con el hocico, mastica empeñosamente una raja de madera o bala al aire tibio de la tarde. De pronto, endereza las orejas y queda tensa. La mujer entreabre los ojos
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