Mario Llosa - La Fiesta del Chivo

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¿Por qué regresa Urania Cabral a la isla que juró no volver a pisar? ¿Por qué sigue vacía y llena de miedo desde los catorce años? ¿Por qué no ha tenido un sólo amor? En La Fiesta del Chivo, la esperada y magistral nueva novela de Mario Vargas Llosa, asistimos a un doble retorno. Mientras Urania visita a su padre en Santo Domingo, volvemos a 1961, cuando la capital dominicana aún se llamaba Ciudad Trujillo. Allí un hombre que no suda tiraniza a tres millones de personas sin saber que se gesta una maquiavélica transición a la democracia. Vargas Llosa, un clásico contemporáneo, relata el fin de una era – la Era Trujillo- dando voz, entre otros personajes históricos, al impecable e implacable dictador, apodado el Chivo, y al sosegado y hábil doctor Joaquín Balaguer, sempiterno presidente de la República Dominicana.
La Fiesta del Chivo reconstruye el último día del dictador en unos capítulos, en otros narra la tensa espera de los conspiradores, y en otros más se adentra por los recuerdos y los secretos de Urania. El doctor Balaguer, en un principio un presidente pelele, acaba convirtiéndose en auténtico jefe de Estado cuando, muerto Trujillo, su decorativo cargo se carga de realidad. Su divisa es: `ni un instante, por ninguna razón, perder la calma`. En este cuadro que bien puede representar lo ocurrido en otras dictaduras también aparecen otros personajes entregados en cuerpo y alma al dictador. Como, por ejemplo, el coronel Abbes García, un sádico demente con una inteligencia luciferina, Ramfis Trujillo, hijo vengador que nunca fue generoso con los enemigos, el senador Henry Chirinos, al que todos llaman el Constitucionalista Beodo y Trujillo ha rebautizado como La Inmundicia Viviente. Y el senador Agustín Cabral, el ministro Cabral, Cerebrito Cabral en tiempos de Trujillo, hasta que cayó en desgracia y se vio envuelto en un proceso kafkiano. Con un ritmo y una precisión difícilmente superables, Vargas LLosa muestra que la política puede consistir en abrirse camino entre cadáveres, y que un ser inocente puede convertirse en un regalo truculento. La fiesta del Chivo es heredera de un subgénero literario que ha servido como pocos para retratar el siglo que termina, y en especial la conflictiva realidad latinoamericana: la novela sobre un dictador, como Tirano Banderas, de Valle-Inclán, El señor presidente, de Miguel Angel Asturias, Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos, o El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez. Esta obra es una excelente prueba del portentoso talento de Vargas Llosa, de su capacidad para crear personajes inolvidables, para captar matices y atmósferas, para narrar, para describir, para convertir en literatura cuanto toca.

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– Una buena hoja de servicios, teniente -lo oyó decir.

– Muchas gracias, Excelencia.

La cabeza plateada se movió y aquellos ojos grandes, fijos, sin brillo y sin humor, buscaron los suyos. «Yo nunca he tenido miedo en la vida», confesó después el muchacho a Salvador. «Hasta que me cayó encima esa mirada, Turco. Es verdad. Como si me escarbara la conciencia. Hubo un largo silencio, mientras aquellos ojos examinaban su uniforme, su correaje, sus botones, su corbata, su quepis. Amadito comenzó a sudar. Sabía que el menor descuido indumentario provocaba al jefe un disgusto tal que podía irrumpir en violentas recriminaciones.

– Esa hoja de servicios tan buena no puede mancharla casándose con la hermana de un comunista. En mi gobierno no se juntan amigos y enemigos.

Hablaba con suavidad, sin quitarle de encima la mirada taladrante. Pensó que en cualquier momento la chillona vocecita soltaría un gallo.

– El hermano de Luisa Gil es uno de esos subversivos del 14 de junio. ¿Lo sabía?

– No, Excelencia.

– Ahora lo sabe -se aclaró la garganta, y, sin cambiar de tono, añadió-: Hay muchas mujeres en este país. Búsquese otra.

– SI, Excelencia.

Lo vio hacer un signo de asentimiento, dando por terminada la entrevista.

– Permiso para retirarme, Excelencia.

Hizo sonar los tacos y saludó. Salió con paso marcial, disimulando la zozobra que lo embargaba. Un militar obedecía las órdenes, sobre todo si venían del Benefactor y Padre de la Patria Nueva, quien había distraído unos minutos de su tiempo para hablarle en persona. Si le había dado esa orden a él, oficial privilegiado, era por su propio bien. Debía obedecer. Lo hizo, apretando los dientes. Su carta a Luisa Gil no tenía una sola palabra que no fuera verdad:

«Con mucho pesar, y aunque por ello sufran mis sentimientos, debo renunciar a mi amor por ti, y anunciarte adolorido que no podemos casarnos. Me lo prohíbe la superioridad, en razón de las actividades antitrujillistas de tu hermano, algo que me habías ocultado. Entiendo por qué lo hiciste. Pero, por eso mismo, espero que tú también entiendas la difícil decisión que me veo obligado a tomar en contra de mi voluntad. Aunque siempre te recordaré con amor, no volveremos a vernos. Te deseo suerte en la vida. No me guardes rencor». ¿Lo habría perdonado la bella, la alegre, la espigada muchacha de La Romana? Aunque no hubiera vuelto a verla, no la había reemplazado en su corazón. Luisa se había casado con un próspero agricultor de Puerto Plata. Pero, si ella llegó a perdonarle la ruptura, nunca le habría perdonado lo otro, si llegaba a saberlo. Él tampoco se lo perdonaría jamás. Aunque, dentro de unos momentos, tuviera a sus pies el cadáver del Chivo cosido a balazos -en esos ojos fríos de iguana quería reventarle las balas de su pistola- tampoco se lo perdonaría. «Eso, al menos, Luisa nunca lo sabrá.» Ni ella ni nadie, fuera de los que urdieron la emboscada.

Y, por supuesto, Salvador Estrella Sadhalá, a cuya casa de la Mahatma Gandhi 21 el teniente Garc’ía Guerrero llegó esa madrugada, devastado por el odio, el alcohol y la desesperación, directamente del burdel de Pucha Vittini, alias Pucha Brazobán, en la parte alta de la calle Juana Saltitopa, donde lo llevaron, luego de aquello, el coronel Johnny Abbes y el mayor Roberto Figueroa Carrión, para que con unos cuantos tragos y un buen culo se olvidara del mal rato. «Mal rato», «sacrificio por la Patria», «prueba de voluntad», «óbolo de sangre al Jefe»: esas cosas le hab’ían dicho. Después, lo felicitaron por hacerse merecedor del ascenso. Amadito dio una chupada al cigarrillo y lo arrojó a la carretera: un minúsculo fuego de artificio al estrellarse contra el asfalto. «Si no piensas en otra cosa, vas a llorar», se dijo, avergonzado ante la idea de que Imbert, Antonio y Salvador lo vieran romper en sollozos. Creerían que se había acobardado. Apretó los dientes hasta hacerse daño. Nunca había estado tan seguro de nada, como de esto. Mientras el Chivo viviera, él no viviría, sería la desesperación ambulante que era desde aquella noche de enero de 1961 en que el mundo se le desmoronó, y, para no dispararse un tiro en la boca, corrió a la Mahatma Gandhi 21, a refugiarse en la amistad de Salvador. Le contó todo. No de inmediato. Porque cuando el Turco abrió la puerta, sorprendido por esos golpes al amanecer que los sacaron de la cama y del sueño a él, su mujer y los niños, y se encontró en el umbral con la silueta desbaratada y apestando a alcohol de Amadito, éste no podía pronunciar palabra. Abrió los brazos y estrechó a Salvador. «¿Qué pasa, Amadito? ¿Quién se murió?» Lo llevaron a su dormitorio, lo echaron en la cama, dejaron que se desahogara balbuceando incoherencias. Urania Mieses le preparó una infusión de yerbabuena, que le hizo tomar a sorbos, como a niñito.

– No nos cuentes nada de lo que podrías arrepentirte -lo atajó el Turco.

Tenía sobre el pijama un kimono con ideogramas. Estaba sentado en una esquina de la cama, mirando a Amadito con cariño.

– Te dejo solo con Salvador -lo besó su tía Urania en la frente, levantándose-. Para que hables con más confianza, para que le digas lo que te daría pena contarme a mí.

Amadito se lo agradeció. El Turco apagó la luz central. La pantalla de la lamparilla del velador tenía unos dibujos que el resplandor del foco enrojecía. ¿Nubes? ¿Animales? El teniente pensó que, si estallaba un incendio, no se movería.

– Duerme, Amadito. Con la luz del día, las cosas te parecerán menos trágicas.

– Será igual, Turco. Día y noche seguiré teniéndome asco. Peor, cuando se me quiten los tragos.

Comenzó ese mediodía, en el cuartel general de los ayudantes militares, contiguo a la Estancia Radhamés. Acababa de regresar de Boca Chica, adonde el enlace del Jefe del Estado Mayor Conjunto con el Generalísimo Trujillo, mayor Roberto Figueroa Carrión, lo envió a entregar un sobre sellado al general Ramfis Trujillo, en la Base de la Fuerza Aérea Dominicana. El teniente entró al despacho del mayor a dar cuenta de su misión y éste lo recibió con expresión traviesa. Le mostró la carpeta de tapas rojas que tenía sobre el escritorio.

– ¿A que no sabes qué hay aquí?

– ¿Una semanita de permiso para irme a la playa, mi mayor?

– ¡Tu ascenso a teniente primero, muchacho! -se alegró su jefe, alcanzándole la carpeta.

– Me quedé con la boca abierta, porque no me tocaba -Salvador no se movía-. Me faltan ocho meses para solicitar ascenso. Pensé: «Un premio consuelo, por haberme negado el permiso para casarme».

Salvador, al pie de la cama, hizo una mueca, incómodo. -¿Acaso no sabías, Amadito? Tus compañeros, tus jefes, ¿no te habían hablado de la prueba de la lealtad?

– Creí que eran habladurías -negó Amadito, con convicción, con furia-. Te lo juro. La gente no va por ahí, jactándose de eso. No lo sabía. Me tomó desprevenido.

– ¿Era eso verdad, Amadito? Una mentira más, una mentira piadosa más, en esas sartas de mentiras que había sido la vida desde que entró a la Academia Militar. Desde que nació, puesto que había nacido casi al mismo tiempo que la Era. Claro que tenías que haber sabido, sospechado; claro que, en la Fortaleza de San Pedro de Macorís, y, luego, entre los ayudantes militares, habías oído, intuido, descubierto, a partir de las bromas, guaperías, aspavientos, bravuconadas, que los privilegiados, los elegidos, los oficiales a los que se confiaba los puestos de mayor responsabilidad eran sometidos a una prueba de lealtad a Trujillo, antes de ser ascendidos. Sabías muy bien que aquello existía. Pero, ahora, el segundo teniente García Guerrero sabía también que nunca quiso enterarse con detalles de qué se trataba aquella prueba. El mayor Figueroa Carrión le estrechó la mano y le repitió algo que, de tanto oirlo, había terminado por creérselo:

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