Sirvió las copas y dijo: «Salud». Amadito bebió, con avidez. ¿Cuántos tragos? Tres, cinco, pronto perdió la noción de tiempo y de lugar. Además de beber, bailó, con una india a la que acarició y metió a un cuartito iluminado por una bombilla cubierta por un celofán rojo, que se mecía sobre una cama con una colcha llena de colorines. No pudo tirársela. «Por lo borracho que estoy, mamacita», se disculpó. La verdadera razón era el nudo en el estómago, el recuerdo de lo que acababa de hacer. Por fin, se armó de coraje para decir al coronel y al mayor que se iba, pues se sentía descompuesto con tanto trago.
Salieron los tres hasta la puerta. Allí estaba, esperando a Johnny Abbes, su Cadillac negro blindado, con chofer, y un jeep con una escolta de guardaespaldas armados. El coronel le dio la mano.
– ¿No tiene curiosidad por saber quién era ése?
– Prefiero no saberlo, mi coronel.
La cara fofa de Abbes García se distendió en una risita irónica, mientras se secaba la cara con su pañuelo color fuego:
– Qué fácil sería, si uno hiciera estas cosas sin saber de quién se trata. No me joda, teniente. Si uno se tira al agua, tiene que mojarse. Era uno del 14 de junio, el hermanito de su ex novia, creo. ¿Luisa Gil, no? Bueno, hasta cualquier rato, ya haremos cosas juntos. Si me necesita, sabe dónde encontrarme.
El teniente volvió a sentir la mano del Turco en su rodilla.
– Es mentira, Amadito -quiso animarlo Salvador-. Pudo ser cualquier otro. Te engañó. Para destrozarte del todo, para hacerte sentir más comprometido, más esclavo. Olvídate de lo que te dijo. Olvídate de lo que hiciste.
Amadito asintió. Muy despacio, señaló el revólver de su cartuchera.
– La próxima vez que dispare, será para matar a Trujillo, Turco -dijo-. Tú y Tony Imbert pueden contar conmigo para cualquier cosa. Ya no necesitan cambiar de tema cuando yo llegue a esta casa.
– Atención, atención, ése viene derechito -dijo Antonio de la Maza, levantando el cañón recortado a la altura de la ventana, listo para disparar.
Amadito y Estrella Sadhalá empuñaron también sus armas. Antonio Imbert encendió el motor. Pero, el automóvil que venía por el Malecón hacia ellos, deslizándose despacio, buscando, no era el Chevrolet sino un pequeño Volkswagen. Fue frenando, hasta descubrirlos. Entonces, viró en la dirección contraria, hacia donde ellos estaban estacionados. Se detuvo a su lado, con las luces apagadas.
– ¿No va a subir a verlo? -dice por fin la enfermera. Urania sabe que la pregunta pugna por salir de los labios de la mujer desde que, al entrar a la casita de César Nicolás Penson, ella, en vez de pedirle que la llevara a la habitación del señor Cabral, se dirigió a la cocina y se preparó un café. Lo paladea a sorbitos desde hace diez minutos.
– Primero, voy a terminar mi desayuno -responde, sin sonreír, y la enfermera baja la vista, confundida-. Estoy tomando fuerzas para subir esa escalera.
– Ya sé que hubo un distanciamiento entre usted y él, algo he oído -se disculpa la mujer, sin saber qué hacer con las manos-. Era sólo por preguntar. Al señor ya le di su desayuno y lo afeité. Se despierta siempre muy temprano.
Urania asiente. Ahora está tranquila y segura. Examina una vez más la ruindad que la rodea. Además de deteriorarse la pintura de las paredes, el tablero de la mesa, el lavador, el armario, todo parece encogido y descentrado. ¿Eran los mismos muebles? No reconocía nada.
– ¿Viene alguien a visitarlo? De la familia, quiero decir.
– Las hijas de la señora Adelina, la señora Lucindita y la señora Manolita vienen siempre, a eso del mediodía -la mujer, alta, entrada en años, en pantalones debajo del uniforme blanco, de pie en el umbral de la cocina, no disimula su incomodidad-. su tía venía a diario, antes. Pero, desde que se quebró la cadera, ya no sale.
La tía Adelina era bastante menor que su padre, tendría unos setenta y cinco años a lo más. Así que se rompió la cadera. ¿Seguiría tan beata? Era de comunión diaria, entonces.
– ¿Está en su dormitorio? -Urania bebe el último sorbo de café-. Bueno, dónde va a estar. No, no me acompañe.
Sube la escalera de pasamanos descolorido y sin los maceteros con flores que ella recordaba, siempre con la sensación de que la vivienda se ha encogido. Al llegar al piso superior, nota las losetas desportilladas, algunas flojas. Ésta era una casita moderna, próspera, amueblada con gusto; ha caído en picada, es un tugurio en comparación con las residencias y condominios que vio la víspera en Bella Vista. Se detiene ante la primera puerta -éste era su cuarto- y, antes de entrar, toca con los nudillos un par de veces.
La recibe una luz viva, que irrumpe por la ventana abierta de par en par. La resolana la ciega unos segundos; después, va delineándose la cama cubierta con una colcha gris, la cómoda antigua con su espejo ovalado, las fotografías de las paredes -¿cómo conseguiría la foto de su graduación en Harvard?- y, por último, en el viejo sillón de cuero de respaldar y brazos anchos, el anciano embutido en un pijama azul Y Pantuflas. Parece perdido en el asiento. Se ha apergaminado y encogido, igual que la casa. La distrae un objeto blanco, a los pies de su padre: una bacinilla, medio llena de orina.
Entonces tenía sus cabellos negros, salvo unas elegantes canas en las sienes; ahora, los ralos mechones de su calva son amarillentos' sucios. Sus ojos eran grandes, seguros de sí, dueños del mundo (cuando no estaba cerca el jefe); pero, esas dos ranuras que la miran fijamente son pequeñitas, ratoniles y asustadizas. Tenía dientes y ahora no; le deben haber sacado la dentadura postiza (ella pagó la factura hace algunos años), pues tiene los labios hundidos y las mejillas fruncidas casi hasta tocarse. Se ha sumido, sus pies apenas rozan el suelo. Para mirarlo ella tenía que alzar la cabeza, estirar el cuello; ahora, si se pusiera de pie, le llegaría al hombro.
– Soy Urania -murmura, acercándose. Se sienta en la cama, a un metro de su padre-. ¿Te acuerdas de que tienes una hija?
En el viejecillo hay una agitación interior, movimientos de las manitas huesudas, pálidas, de dedos afilados, que descansan sobre sus piernas. Pero los diminutos ojillos, aunque no se apartan de Urania, se mantienen inexpresivos.
– Yo tampoco te reconozco -murmura Urania-. No sé por qué he venido, qué hago aquí.
El viejecillo ha comenzado a mover la cabeza, de arriba abajo, de abajo arriba. Su garganta emite un quejido áspero, largo, entrecortado, como un canto lúgubre. Pero, a los pocos momentos se calma, sus ojos siempre clavados en ella.
– La casa estaba llena de libros -Urania ojea las paredes desnudas-. ¿Qué fue de ellos? Ya no puedes leer, claro. ¿Tenías tiempo de leer, entonces? No recuerdo haberte visto leyendo nunca. Eras un hombre demasiado ocupado. Yo también ahora, tanto o más que tú en esa época. Diez, doce horas en el bufete o visitando clientes. Pero me doy tiempo para leer un rato cada día. Tempranito, viendo amanecer entre los rascacielos de Manhattan, o, de noche, espiando las luces de esas colmenas de vidrio. Me gusta mucho. Los domingos leo tres o cuatro horas, después de Meet the Press, en la tele. La ventaja de haberme quedado soltera, papá. ¿Sabías, no? Tu hijita se quedó para vestir santos. Así decías tú:
«¡Qué gran fracaso! ¡No pescó marido!». Yo tampoco, papá. Mejor dicho, no quise. Tuve propuestas. En la universidad. En el Banco Mundial. En el bufete. Figúrate que todavía se me aparece de pronto un pretendiente. ¡Con cuarenta y nueve años encima! No es tan terrible ser solterona. Por ejemplo, dispongo de tiempo para leer, en vez de estar atendiendo al marido, a los hijitos.
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