Llenó la bañera con sales y burbujas y se hundió en ella con la intensa satisfacción de cada amanecer. Porfirio se dio siempre buena vida. Su matrimonio con Bárbara Hutton duró un mes, lo indispensable para sacarle un millón de dólares al contado y otro en propiedades. ¡Si Ramfis o Radhamés fueran al menos como Porfirio! Ese güevo viviente chorreaba ambición. Y, como todo triunfador, tenía enemigos. Siempre andaban deslizándole chismes, aconsejándolo que sacara a Rubirosa de la carrera diplomática pues sus escándalos mancillaban la imagen del país. Envidiosos. Qué mejor propaganda para la República Dominicana que un güevo así. Desde que estaba casado con Flor de Oro querían que le arrancara la cabeza al mulato fornicador que sedujo a su hija, ganándose su admiración. No lo haría. Él conocía a los traidores, los husmeaba antes de que supieran que iban a traicionar. Por eso estaba todavía vivo y tanto judas se pudría en La Cuarenta, La Victoria, en isla Beata, en las barrigas de los tiburones o engordaba a los gusanos de la tierra dominicana. Pobre Ramfis, pobre Radhamés. Menos mal que Angelita tenía algo de carácter y permanecía junto a él.
Salió de la bañera y se dio un chaparrón en la ducha. El contraste de agua caliente y fría lo animó. Ahora sí estaba con ánimos. Mientras se echaba desodorante y talco prestó atención a Radio Caribe, que expresaba las ideas y consignas del «malvado inteligente, como llamaba a Johnny Abbes cuando estaba de buen humor.
Despotricaba contra «la rata de Miraflores», «la escoria venezolana», y el locutor, poniendo la voz que correspondía para hablar de un maricón, afirmaba que, además de hambrear al pueblo venezolano, el Presidente Rómulo Betancourt había traído la sal a Venezuela, pues ¿no acababa de estrellarse otro avión de la Línea Aeropostal Venezolana con un saldo de sesenta y dos muertos? El mariconazo ese no se saldría con la suya. Consiguió que la OEA le impusiera las sanciones, pero ganaba el que reía último. Ni la rata del Palacio de Miraflores, ni Muñoz Marín, el narcómano de Puerto Rico, ni el pistolero costarricense de Figueres, lo inquietaban. La Iglesia, sí. Perón se lo advirtió, al partir de Ciudad Trujillo, rumbo a España: «Cuídese de los curas, Generalísimo. No fue la rosca oligárquica ni los militares quienes me tumbaron; fueron las sotanas. Pacte o acabe con ellas de una vez». A él no lo iban a tumbar. Jodían, eso sí. Desde ese negro 25 de enero de 1960, hacía un año y cuatro meses exactamente, no habían dejado un solo día de joder. Cartas, memoriales, misas, novenas, sermones. Todo lo que la canalla ensotanada hacía y decía contra él rebotaba en el exterior, y los periódicos, radios y televisiones hablaban de la inminente caída de Trujillo, ahora que «la Iglesia le viró la espalda».
Se puso el calzoncillo, la camiseta y las medias, que Sinforoso había doblado la víspera, junto al ropero, al lado del colgador donde lucía el traje gris, la camisa blanca de cuello y la corbata azul con motas blancas que llevaría esta mañana. ¿A qué dedicaba sus días y sus noches el obispo Reilly en el Santo Domingo? ¿A tirarse monjas? Eran horribles, algunas con pelos en la cara. Él se acordaba, Angelita estudió en ese colegio, el de la gente decente. Sus nietecitas también. Cómo lo habían adulado esas monjas, hasta la Carta Pastoral. Tal vez Johnny Abbes tenía razón y era hora de actuar. Puesto que los manifiestos, los artículos, las protestas de las radios y la televisión, de las instituciones, del Congreso, no los escarmentaban, golpear. ¡El pueblo lo hizo! Desbordó a los guardias puestos allí para proteger a los obispos extranjeros, irrumpió en el Santo Domingo y en el obispado de La Vega, sacó de los pelos al gringo Reilly y al español Panal, y los linchó. Vengó la afrenta a la patria. Se enviarían pésames y excusas al Vaticano, al Santo Padre Juan Pendejo -Balaguer era un maestro escribiéndolas- y se castigaría ejemplarmente a un puñado de culpables, elegidos entre criminales comunes. ¿Escarmentarían los otros cuervos, cuando vieran los cadáveres de los obispos descuartizados por la ira popular? No, no era el momento. Nada de dar un pretexto para que Kennedy diera gusto a Betancourt, Muñoz Marín y Figueres y ordenara un desembarco. Guardar la cabeza fría y proceder con cautela, como un marina.
Pero lo que la razón le dictaba no convencía a sus glándulas. Tuvo que dejar de vestirse, cegado. La rabia ascendía por todos los vericuetos de su cuerpo, río de lava trepando hasta su cerebro, que parecía crepitar. Con los ojos cerrados, contó hasta diez. La rabia era mala para el gobierno y para su corazón, lo acercaba al infarto. La otra noche, en la Casa de Caoba, la rabia lo llevó al borde del síncope. Se fue calmando. Siempre supo controlarla, cuando hizo falta: disimular, mostrarse cordial, afectuoso, con las peores basuras humanas, esas viudas, hijos o hermanos de los traidores, si era necesario. Por eso iba a cumplir treinta y dos años llevando en las espaldas el peso de un país.
Estaba empeñado en la complicada tarea de sujetarse las medias con las ligas, para que no tuvieran arrugas. Ahora, qué agradable era dar curso a la rabia cuando no había en ello riesgo para el Estado, cuando se podía dar su merecido a las ratas, sapos, hienas y serpientes. Las panzas de los tiburones eran testigos de que no se había privado de ese gusto. ¿No estaba, allá en México, el cadáver del pérfido gallego José Almoina? ¿Y el del vasco jesús de Galíndez, otra sierpe que picaba la mano en que comía? ¿Y el de Ramón Marrero Aristy, quien creyó que, por ser escritor famoso, podía dar informes a The New York Times contra el gobierno que le pagaba borracheras, ediciones y putas? ¿Y los de las tres hermanitas Mirabal, que jugaban a comunistas y heroínas, no estaban ahí, testimoniando que cuando él soltaba la rabia no había represa que la atajase? Hasta Valeriano y Barajita, los loquitos de El Conde, podían dar fe al respecto.
Se quedó con el zapato en el aire, recordando a la celebérrima parejita. Toda una institución en ciudad colonial. Moraban bajo los laureles del parque Colón, entre los arcos de la catedral, y, a la hora de más afluencia, aparecían en las puertas de las elegantes zapaterías y joyerías de El Conde, haciendo su número de locos para que la gente les tirara una moneda o algo de comer. Él había visto muchas veces a Valeriano y Barajita, con sus harapos y absurdos adornos. Cuando Valeriano se creía Cristo, arrastraba una cruz; cuando Napoleón, blandía su palo de escoba, rugía órdenes y cargaba contra el enemigo. Un casé de Johnny Abbes informó que el loco Valeriano se había puesto a ridiculizar al jefe, llamándolo Chapita. Le dio curiosidad. Fue a espiar, desde un auto con vidrios oscuros. El viejo, con su pecho lleno de espejitos y tapas de cerveza, se pavoneaba, luciendo sus medallas con aire de payaso, ante un corro de gente asustada, dudando entre reírse o escapar. «Aplaudan a Chapita, pendejos», gritaba Barajita, señalando el pecho rutilante del loco. Él sintió, entonces, la incandescencia corriendo por su cuerpo, cegándole, urgiéndolo a castigar al atrevido. Dio la orden, en el acto. Pero, a la mañana siguiente, pensando que, después de todo, los locos no saben lo que hacen, y que, en vez de castigar a Valeriano, había que echar mano a los graciosos que habían aleccionado a la pareja, ordenó a Johnny Abbes, en un amanecer oscuro como éste: «Los locos son locos. Suéltalos». Al jefe del Servicio de Inteligencia Militar se le agestó la cara: «Tarde, Excelencia. Los echamos a los tiburones ayer mismo. Vivos, como usted mandó».
Se puso de pie, ya calzado. Un estadista no se arrepiente de sus decisiones. Él no se había arrepentido jamás de nada. A ese par de obispos los echaría vivos a los tiburones. Inició la etapa del aseo de cada mañana que hacía con verdadera delectación, recordando una novela que leyó de joven, la única que tenía siempre presente: Quo Vadis? Una historia de romanos y cristianos, de la que nunca olvidó la imagen del refinado y riquísimo Petronio, Arbitro de la elegancia, resucitando cada mañana gracias a los masajes y abluciones, ungüentos, esencias, perfumes y caricias de sus esclavas. Si él tuviera tiempo, hubiera hecho lo que el Arbitro: toda la mañana en manos de masajistas, pedicuristas, manicuristas, peluqueros, bañadores, luego de los ejercicios para despertar los músculos y activar el corazón. Se hacía un masaje corto al mediodía, después del almuerzo, y, con más calma, los domingos, cuando podía distraer dos o tres horas a las absorbentes obligaciones. Pero, no estaban los tiempos para relajarse con las sensualidades del gran Petronio. Debía contentarse con estos diez minutos echándose el perfumado desodorante Yardley que le enviaba de New York Manuel Alfonso -pobre Manuel, cómo seguiría, luego de la operación-, y la suave crema humectante francesa para la tez Bienfait du Matín, y el agua de colonia, también Yardley, con una ligera fragancia a maizales con que se friccionó el pecho. Cuando estuvo peinado y hubo retocado los extremos del bigotillo semimosca que llevaba hacía veinte años, se talqueó la cara con prolijidad, hasta disimular bajo una delicadísima nube blanquecina aquella morenez de sus maternos ascendientes, los negros haitianos, que siempre había despreciado en las pieles ajenas y en la suya propia.
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