– A Dios no lo ofenden las palabras sino los pensamientos obscenos -se resignó el Turco a seguirle la cuerda-. Los pendejos que preguntan pendejadas tal vez no lo ofendan. Pero, lo aburrirán muchísimo.
– ¿Comulgaste esta mañana para llegar al gran acontecimiento con el alma sacramentada? -siguió azuzándolo Imbert.
– Comulgo todos los días, hace diez años -asintió Salvador-. No sé si tengo el alma como debe tenerla un cristiano. Sólo Dios sabe eso.
«La tienes», pensó Amadito. Entre todas las personas que había conocido en sus treinta y un años de vida, el Turco era la que más admiraba. Estaba casado con Urania Mieses, una tía de Amadito a la que éste quería mucho. Desde que era cadete en la Academia Militar Batalla de Las Carreras, que dirigía el coronel José León Estévez (Pechito), marido de Angelita Trujillo, acostumbraba pasar sus días de salida en la casa de los Estrella Sadhalá. Salvador se había vuelto importantísimo en su vida; le confiaba sus problemas, inquietudes, sueños, dudas, y pedía su consejo antes de cualquier decisión. Los Estrella Sadhalá organizaron la fiesta para celebrar la graduación de Amadito como espada de honor -¡el primero en una promoción de treinta y cinco oficiales!-, a la que asistieron sus once tías abuelas maternas, y, años más tarde, también, lo que el joven teniente creyó sería la mejor noticia que recibiría jamás: la admisión de su solicitud para ingresar a la unidad más prestigiosa de las Fuerzas Armadas: los ayudantes militares, encargados de la custodia personal del Generalísimo.
Amadito cerró los ojos y aspiró la brisa salada que entraba por las cuatro ventanillas abiertas. imbert, el Turco y Antonio de la Maza permanecían callados. A Imbert y De la Maza los había conocido en la casa de la Mahatma Gandhi, y la casualidad hizo que fuera testigo de la pelea entre el Turco y Antonio, tan violenta que él ya esperaba tiros, y, meses después, de la reconciliación de Antonio y Salvador en aras de un mismo propósito: matar al Chivo. Quién le hubiera dicho a Amadito, aquel día de 1959, cuando Urania y Salvador le prepararon aquella fiesta donde se bebieron tantas botellas de ron, que antes de dos años estaría, en esta noche tibia y estrellada del martes 30 de mayo de 1961, esperando al mismísimo Trujillo para matarlo. Cuántas cosas habían pasado desde aquel día en que, a poco de llegar a la Mahatma Gandhi 21, Salvador lo tomó del brazo y se lo llevó al más apartado rincón del jardín, con aire grave.
– Tengo que decirte algo, Amadito. Por el cariño que te tengo. Que te tenemos todos en esta casa.
Hablaba tan bajo que el joven adelantó la cabeza para oírlo.
– ¿A qué viene eso, Salvador?
– A que no quiero perjudicarte en tu carrera. Viniendo aquí, puedes tener problemas.
– ¿Qué clase de problemas?
La expresión del Turco, casi siempre calmada, se crispó. Un brillo de alarma asomó en sus ojos.
– Estoy colaborando con los muchachos del 14 de junio. Si lo descubren, sería gravísimo para ti. Un oficial del cuerpo de ayudantes militares de Trujillo. ¡Figúrate!
El teniente nunca hubiera imaginado a Salvador de conspirador clandestino, ayudando a la gente que se había organizado para luchar contra Trujillo luego de la invasión castrista del 14 de junio, en Constanza, Maimón y Estero Hondo, que costó tantas vidas. Sabía que el Turco detestaba al régimen y, aunque Salvador y su mujer se cuidaban delante de él, algunas veces se les habían escapado expresiones contra el gobierno. Se callaban de inmediato, pues sabían que Amadito, aunque no le interesaba la política, profesaba, como cualquier oficial del Ejército, una lealtad perruna, visceral, al Jefe Máximo, Benefactor y Padre de la Patria Nueva, que desde hacía tres décadas presidía los destinos de la República y las vidas y muertes de los dominicanos.
– Ni una palabra más, Salvador. Ya me lo has dicho. Ya lo he oído. Ya me olvidé de lo que oí. Voy a seguir viniendo, como siempre. Esta es mi casa.
Salvador lo miró con esa mirada limpia, que a Amadito le contagiaba una sensación gratificante de la vida.
– Vamos a tomarnos una cerveza, entonces. No nos pongamos tristes.
Y, por supuesto, a las primeras personas a las que presentó a su novia, cuando se enamoró y empezó a pensar en casarse, fueron, luego de la tía abuela Meca -su preferida entre las once hermanas de su madre-, Salvador y Urania. ¡Luisita Gil! Vez que la recordaba, el remordimiento le torcía las tripas y lo sublevaba la cólera. Sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Salvador se lo prendió con su encendedor. La linda morenita, la graciosa, la coqueta Luisita Gil. Luego de unas maniobras, había ido con dos compañeros a dar un paseo en un barquito a vela, en La Romana. En el embarcadero, dos muchachas compraban pescado fresco. Les buscaron conversación y fueron con ellas a escuchar la retreta municipal. Ellas los invitaron a un matrimonio. Sólo Amadito pudo ir, pues tenía día libre, sus compañeros debieron volver al cuartel. Se enamoró como un loco de esa morenita espigada y ocurrente, de ojos chispeantes, que bailaba el merengue como una vedette de La Voz Dominicana. Y ella de él. A la segunda salida, a un cine y a una boite, pudo besarla y acariciarla. Era la mujer de su vida, nunca podría estar con nadie más. El apuesto Amadito había dicho estas cosas a muchas mujeres desde sus días de cadete, pero esta vez las dijo de verdad. Luisa lo llevó a conocer a su familia, en La Romana, y él la invitó a almorzar donde la tía Meca, en Ciudad Trujillo, y, un domingo, donde los Estrella Sadhalá: quedaron encantados con Luisa. Cuando les dijo que pensaba pedirla, lo animaron: era un encanto de mujer. Amadito la pidió formalmente a sus padres. De acuerdo con el reglamento, solicitó autorización para casarse al comando de los ayudantes militares.
Fue su primer encontronazo con una realidad que hasta entonces, pese a sus veintinueve años, sus espléndidas notas, su magnífico expediente de cadete y oficial, ignoraba totalmente. («Como la mayoría de los dominicanos», pensó.) La respuesta a su solicitud demoraba. Le explicaron que el cuerpo de ayudantes la pasaba al SIM, para que éste investigara a la persona. En una semana o diez días tendría el visto bueno. Pero la respuesta no le llegó ni a los diez, ni a los quince ni a los veinte días. El día veintiuno, el jefe lo llamó a su despacho. Fue la única vez que cambió unas palabras con el Benefactor, pese a haber estado tantas veces cerca de él, en actos públicos, la primera en que este hombre al que veía a diario en la Estancia Radhamés le puso la vista encima.
El teniente García Guerrero había oído hablar desde niño, en su familia -sobre todo a su abuelo, el general Hermógenes García-, en la escuela y, más tarde, de cadete y oficial, de la mirada de Trujillo. Una mirada que nadie podía resistir sin bajar los ojos, intimidado, aniquilado por la fuerza que irradiaban esas pupilas perforantes, que parecía leer los pensamientos más secretos, los deseos y apetitos ocultos, que hacía sentirse desnudas a las gentes. Amadito se reía con tanta vagabundería. El jefe sería un gran estadista, cuya visión, voluntad y capacidad de trabajo había hecho de la República Dominicana un gran país. Pero, no era Dios. Su mirada sólo podía ser la de un mortal.
Le bastó entrar al despacho, chocar los tacos y anunciarse con la voz más marcial que pudo sacar de su garganta -«¡Teniente segundo García Guerrero, a la orden, Excelencia!»- para sentirse electrizado. «Pase», dijo la aguda voz del hombre que, sentado en el otro extremo de la habitación, ante un escritorio forrado de cuero rojo, escribía sin alzar la cabeza. El joven dio unos pasos y permaneció firme, sin mover un músculo ni pensar, viendo los cabellos grises alisados con esmero y el impecable atuendo -chaqueta y chaleco azul, camisa blanca de inmaculado cuello y puños almidonados, corbata plateada sujeta con una perla- y sus manos, sujetando una hoja de papel que la otra cubría con trazos rápidos, de tinta azul. En la izquierda, alcanzó a ver el anillo con la piedra preciosa tornasolada que, según los supersticiosos, era un amuleto que, de joven, cuando, como miembro de la Guardia Constabularia, perseguía a los «gavilleros» sublevados contra el ocupante militar norteamericano, le dio un brujo haitiano, asegurándole que mientras no se la quitara sería invulnerable al enemigo.
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