– Para servir al país, lo sé de sobra, Excelencia -juró el senador Chirinos. Estaba alarmado y Trujillo podía advertirlo en la fuerza con que aferraba contra su vientre el maletín con documentos, y la manera cada vez más untuosa con que le hablaba-. No quise sugerir nada en contrario, Jefe. ¡Dios me libre!
– Pero, es verdad, no todos los Trujillo son como Yo -suavizó la tensión el Benefactor, con una mueca decepcionada-. Ni mis hermanos, ni mi mujer, ni mis hijos tienen la misma pasión que yo por este país. Son unos codiciosos. Lo peor es que en estos momentos me hagan perder tiempo, cuidando de que no burlen mis órdenes.
Adoptó la mirada beligerante y directa con que intimidaba a la gente. La Inmundicia Viviente se encogía en su asiento.
– Ah, ya veo, alguno ha desobedecido -murmuró.
El senador Henry Chirinos asintió, sin atreverse a hablar.
– ¿Trataron de sacar divisas, de nuevo? -preguntó, enfriando la voz-. ¿Quién? ¿La vieja?
La fofa cara llena de gotas de sudor volvió a asentir, como a su pesar.
– Me llamó aparte, anoche, durante la velada poética -vaciló y adelgazó la voz hasta casi extinguirla-. Dijo que era pensando en usted, no en ella ni en sus hijos. Para asegurarle una vejez tranquila, si ocurre algo. Estoy seguro que es verdad, jefe. Ella lo adora.
– Qué quería.
– Otra transferencia a Suiza -el senador se atoraba-. Sólo un millón, esta vez.
– Espero por tu bien que no le dieras gusto -dijo Trujillo, con sequedad.
– No lo he hecho -balbuceó Chirinos, siempre con el desasosiego que deformaba sus palabras, el cuerpo presa de un ligero temblor-. Donde manda capitán no manda soldado. Y porque, con todo el respeto y la devoción que me merece doña María, mi primera lealtad es con usted. Esta situación es muy delicada para mí, jefe. Por estas negativas, voy perdiendo la amistad de doña María. Por segunda vez en una semana le he negado lo que me pide.
¿También la Prestante Dama temía que el régimen se desmoronara? Hacía cuatro meses exigió a Chirinos una transferencia de cinco millones de dólares a Suiza; ahora, de uno. Pensaba que en cualquier momento tendrían que salir huyendo, que había que tener bien forradas las cuentas en el extranjero, para gozar de un exilio dorado. Como Pérez Jiménez, Batista, Rojas Pinilla o Perón, esas basuras. Vieja avarienta. Como si no tuviera más que aseguradas las espaldas. Para ella, nada era suficiente. Había sido avara desde joven, y, con los años, más y más. ¿Se iba a llevar al otro mundo esas cuentas? Era en lo único que siempre se atrevió a desafiar la autoridad de su marido. Dos veces, esta semana. Complotaba a sus espaldas, ni más ni menos. Así compró, sin que Trujillo se enterara, esa casa en España, luego de la visita oficial que hicieron a Franco en 1954. Así había ido abriendo y cerrando cuentas cifradas en Suiza y en New York, de las que él terminaba enterándose, a veces casualmente. Antes, no había hecho demasiado caso, limitándose a echarle un par de carajos, para, luego, encogerse de hombros ante el capricho de la vieja menopáusica, a la que por ser su esposa legítima debía consideración. Ahora era distinto. Él había dado órdenes terminantes de que ningún dominicano, incluida la familia Trujillo, sacara un solo peso del país mientras duraran las sanciones. No iba a permitir esa carrera de ratas, tratando de escapar de un barco que, en efecto, terminaría por hundirse si toda la tripulación, empezando por los oficiales y el capitán, huían. Coño, no. Aquí se quedaban parientes, amigos y enemigos, con todo lo que tenían, a dar la batalla o dejar los huesos en el campo del honor. Como los marines, coño. ¡Vieja pendeja y ruin! Cuánto mejor habría sido repudiarla y casarse con alguna de las magníficas mujeres que habían pasado por sus brazos; la hermosa, la dócil Lina Lovatón, por ejemplo, a la que sacrificó también por este país malagradecido. A la Prestante Dama tendría que reñirla esta tarde y recordarle que Rafael Leonidas Trujillo Molina no era Batista, ni el cerdo de Pérez Jiménez, ni el cucufato de Rojas Pinilla, ni siquiera el engominado general Perón. Él no iba a pasar sus últimos años como estadista jubilado en el extranjero. Viviría hasta el último minuto en este país que gracias a él dejó de ser una tribu, una horda, una caricatura, y se convirtió en República.
Advirtió que el Constitucionalista Beodo seguía temblando. Se le habían formado unos espumarajos en la boca. Sus ojillos, detrás de las dos bolas de grasa de sus párpados, se abrían y cerraban, frenéticos.
– Hay algo más, entonces. ¿Qué?
– La semana pasada, le informé que habíamos conseguido evitar que bloquearan el pago del Lloyd’s de Londres por el lote de azúcar vendido en Gran Bretaña y los Países Bajos. Poca cosa. Unos siete millones de dólares, de los cuales cuatro corresponden a sus empresas, y lo restante a los ingenios de los Vicini y al Central Romano. Según sus instrucciones, pedí al Lloyd's que transfiera esas divisas al Banco Central. Esta mañana me indicaron que habían recibido contraorden.
– ¿De quién?
– Del general Ramfis, Jefe. Telegrafió que se enviase el total del adeudo a París.
– ¿Y el Lloyd's de Londres está lleno de comemierdas que obedecen las contraórdenes de Ramfis?
El Generalísimo hablaba despacio, haciendo esfuerzos por no estallar. Esta estúpida bobería le quitaba demasiado tiempo. Además, le dolía que, delante de extraños, por más que fueran de confianza, quedaran al desnudo las lacras de su familia.
– No han servido aún el pedido del general Ramfis, Jefe. Están desconcertados, por eso me llamaron. Les reiteré que el dinero debe ser enviado al Banco Central. Pero, como el general Ramfis tiene poderes de usted, y en otras e siones ha retirado fondos, sería conveniente hacer saber al Lloyd's que hubo un malentendido. Una cuestión de imagen, jefe.
– Llámalo y dile que se disculpe con el Lloyd's. Hoy mismo.
Chirinos se movió en el asiento, incómodo.
– Si usted lo ordena, lo haré -musitó-. Pero, permítame un ruego, Jefe. De su antiguo amigo. Del más fiel de sus servidores. Ya tengo ganada la ojeriza de doña María. No me convierta también en enemigo de su hijo mayor.
El malestar que sentía era tan visible que Trujillo le sonrió.
– Llámalo, no temas. No voy a morirme todavía. Voy a vivir diez años más, para completar mi obra. Es el tiempo que necesito. Y tú seguirás conmigo, hasta el último día- Porque, feo, borracho y sucio, eres uno de mis mejores colaboradores -hizo una pausa y, mirando a la Inmundicia Viviente con la ternura con que un mendigo mira a su perro sarnoso, añadió algo inusual en su boca-: Ojalá alguno de mis hermanos o hijos valiera lo que tú, Henry.
El senador, anonadado, no atinó a responder.
– Lo que ha dicho compensa todos mis desvelos -balbuceó, bajando la cabeza.
– Has tenido suerte de no casarte, de no tener familia -prosiguió Trujillo-. Muchas veces habrás creído que es una desgracia no dejar descendencia. ¡Pendejadas! El error de mi vida ha sido mi familia. Mis hermanos, mi propia mujer, mis hijos. ¿Has visto calamidades parecidas? Sin otro horizonte que el trago, los pesos y tirar. ¿Hay uno solo capaz de continuar mi obra? ¿No es una vergüenza que Ramfis Y Radhamés, en estos momentos, en vez de estar aquí, a mi lado, jueguen al polo en París?
Chirinos escuchaba con los ojos bajos, inmóvil, la cara grave, solidaria, sin decir palabra, temeroso sin duda de comprometer su futuro si deslizaba una opinión contra los hijos y hermanos del Jefe. Era raro que éste se abandonara a reflexiones tan amargas; nunca hablaba de su familia, ni siquiera a los íntimos, y menos en términos tan duros.
– La orden sigue en pie -dijo, cambiando de tono al mismo tiempo que de tema-. Nadie, y menos un Trujillo, saca dinero del país mientras haya sanciones.
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