Ya vestido y acicalado, regresó a su escritorio y levantó el teléfono que comunicaba automáticamente con la jefatura de las Fuerzas Armadas. No tardó en escuchar al general Román:
– ¿Sí, aló? ¿Es usted, Excelencia?
– Ven a la Avenida, esta tarde -dijo, muy seco, a modo de saludo.
– Por supuesto, jefe -se alarmó la voz del general Román-. ¿No prefiere que vaya ahora mismo al Palacio? ¿Ha pasado algo?
– Ya sabrás qué ha pasado -dijo, despacio, imaginando el nerviosismo del marido de su sobrina Mireya, al notar la aridez con que le hablaba-. ¿Alguna novedad?
– Todo normal, Excelencia -se atropelló el general Román-. Estaba recibiendo el informe de rutina de las regiones. Pero, si usted prefiere…
– En la Avenida -lo cortó él. Y colgó.
Lo regocijó imaginar el chisporroteo de preguntas, suposiciones, temores, sospechas, que había depositado en la cabeza de ese pendejo que era el ministro de las Fuerzas Armadas. ¿Qué le han dicho de mí al jefe? ¿Qué chisme, qué calumnia le llevaron mis enemigos? ¿Habré caído en desgracia? ¿Dejé de hacer algo que me ordenó? Hasta la tarde viviría en el infierno.
Pero, este pensamiento lo ocupó sólo unos segundos, pues otra vez retornó a su memoria el recuerdo vejatorio de la muchachita. Cólera, tristeza, nostalgia, se mezclaron en su espíritu, manteniéndolo en total desazón. Y, entonces se le ocurrió: «Un remedio igual a la enfermedad». El rostro de una hermosa hembra, deshaciéndose de placer en sus brazos, agradeciéndole lo mucho que la había hecho gozar. ¿No borraría eso la carita asombrada de esa idiota? Sí: ir esta noche a San Cristóbal, a la Casa de Caoba, lavar la afrenta en la misma cama y con las mismas armas. Esta decisión -se tocó la bragueta en una suerte de conjuro- le levantó el espíritu y lo alentó a seguir con la agenda del día.
– ¿Qué has sabido de Segundo? -preguntó Antonio de la Maza.
Apoyado en el volante, Antonio Imbert respondió, sin volverse:
– Lo vi ayer. Ahora me permiten visitarlo todas las semanas. Una visita corta, media hora. A veces, al hijo de puta del director de La Victoria se le antoja cortar las visitas a quince minutos. Por joder.
– ¿Cómo está?
¿Cómo podía estar alguien que, confiado en una promesa de amnistía, dejó Puerto Rico, donde tenía una buena situación trabajando para la familia Ferré, en Ponce, y volvía a su tierra a descubrir que lo esperaban para juzgarlo por el supuesto crimen de un sindicalista cometido en Puerto Plata hacía siglos, y condenarlo a treinta años de cárcel? ¿Cómo podía sentirse un hombre que si mató lo hizo por el régimen y al que, en premio, Trujillo tenía ya cinco años pudriéndose en una mazmorra?
Pero no le respondió así, pues Imbert sabía que Antonio de la Maza no le había hecho esa pregunta porque se interesara por su hermano Segundo, sino para romper la interminable espera. Se encogió de hombros:
– Segundo tiene huevos. Si la pasa mal, no lo demuestra. A veces, se da el lujo de levantarme el ánimo.
– No le habrás dicho nada de esto.
– Por supuesto que no. Por prudencia y para que no se haga ilusiones. ¿Y si falla?
– No va a fallar -intervino, desde el asiento de atrás, el teniente García Guerrero-. El Chivo viene.
¿Iba a venir? Tony Imbert consultó su reloj. Todavía podía venir, no había que desesperarse. Él no se impacientaba nunca, desde hacía muchos años. De joven, si, Por desgracia, y eso lo llevó a hacer cosas de las que se arrepentía con todas las células de su cuerpo. Como aquel telegrama de 1949 que envió, loco de rabia, cuando el desembarco de antitrujillistas encabezado por Horacio Julio Ornes en la playa de Luperón, dentro de la provincia de Puerto Plata, de la que era gobernador. «Usted ordene y yo quemo Puerto Plata, Jefe.» La frase que más lamentaba en su vida. La vio reproducida en todos los periódicos, pues el Generalísimo quiso que todos los dominicanos supieran hasta qué punto era un trujillista convencido y fanático el joven gobernador.
¿Por qué Horacio Julio Ornes, Félix Córdoba Boniche, Tulio Hostilio Arvelo, Gugú Henríquez, Miguelucho Feliú, Salvador Reyes Valdez, Federico Horacio y los otros eligieron Puerto Plata, aquel lejano 19 de junio de 1949? La expedición fue un rotundo fracaso. Uno de los dos aviones invasores ni siquiera pudo llegar y se regresó a la isla de Cozumel. El Catalina con Horacio Julio Ornes y sus compañeros llegó a acuatizar en la orilla fangosa de Luperón, pero, antes de que terminaran de desembarcar los expedicionarios, un guardacostas lo cañoneó e hizo trizas. Las patrullas del Ejército capturaron en pocas horas a los invasores. Aquello sirvió para una de esas fantochadas que le gustaban a Trujillo. Amnistió a los capturados, incluido Horacio julio Ornes, y, en demostración de poderío y magnanimidad, permitió que de nuevo se exiliaran. Pero, mientras hacía este gesto generoso para el exterior, a Antonio Imbert, el gobernador de Puerto Plata, y a su hermano, el mayor Segundo Imbert, comandante militar de la plaza, los destituyó, encarceló y hostigó, mientras se llevaba a cabo una represión inmisericorde de supuestos cómplices, que fueron arrestados, torturados y muchos fusilados en secreto. «Cómplices que no eran cómplices», piensa. «Creían que todos se levantarían al verlos desembarcar. No tenían a nadie, en realidad.» Cuántos inocentes pagaron por aquella fantasía.
¿Cuántos inocentes pagarían si fallaba lo de esta noche? Antonio Imbert no era tan optimista como Amadito o Salvador Estrella Sadhalá, quienes, desde que supieron por Antonio de la Maza que el general José René Román, jefe de las Fuerzas Armadas, estaba comprometido en la conjura, se hallaban convencidos de que muerto Trujillo todo iría sobre ruedas, pues los militares, obedeciendo órdenes de Román, detendrían a los hermanísimos del Chivo, matarían a Johnny Abbes y a los trujillistas acérrimos e instalarían una junta cívico-militar. El pueblo se echaría a las calles a matar caliés, dichoso de haber alcanzado la libertad. ¿Saldrían así las cosas? Las decepciones, desde la estúpida emboscada en que cayó Segundo, habían vuelto a Antonio Imbert alérgico a los entusiasmos apresurados. Él quería ver el cadáver de Trujillo a sus pies; lo demás, le importaba menos. Librar a este país de ese hombre, eso era lo principal. Removido ese obstáculo, aun cuando las cosas no salieran tan bien de inmediato, se abriría una puerta. Eso justificaba lo de esta noche, aunque ellos no salieran vivos.
No, Tony no había dicho una palabra sobre esta conspiración a su hermano Segundo en las visitas semanales que le hacía a La Victoria. Hablaban de la familia, de la pelota, el boxeo, Segundo tenía ánimos para contarle anécdotas de la rutina carcelaria, pero el único tema importante lo evitaban. En la última visita, al despedirse, Antonio le susurró: «Las cosas van a cambiar, Segundo». A buen entendedor, pocas palabras. ¿Habría adivinado? Como Tony, Segundo que, a costa de revolcones, de trujillista entusiasta pasó a ser un desafecto y, luego, un conspirador, había llegado hacía tiempo a la conclusión de que la única manera de poner punto final a la tiranía era acabando con el tirano; todo lo demás, inútil. Había que liquidar a la persona en la que convergían todos los hilos de esa tenebrosa telaraña.
– ¿Qué hubiera pasado si aquella bomba estalla en la Máximo Gómez, a la hora del paseo del Chivo? -fantaseó Amadito.
– Fuegos artificiales de trujillistas en el cielo -respondió Imbert.
– Yo hubiera podido ser uno de los que volaban, si estaba de guardia -se rió el teniente.
– Hubiera encargado una gran corona de rosas para tu sepelio -dijo Tony.
Читать дальше