– Cuando dispongo de un sábado y domingo para mí, me quedo feliz en casita, leyendo la historia dominicana -y le parece que su padre asiente-. Una historia bastante peculiar, verdad. Pero, a mi, me descansa. Es mi manera de no perder las raíces. Pese a haber vivido allá el doble de años que aquí, no me he vuelto gringa. ¿Sigo hablando como dominicana, verdad, papá?
En los ojos del inválido ¿brilla una lucecita irónica.
– Bueno, una dominicana relativa, una de allá. Qué Se puede esperar de alguien que ha vivido más de treinta años entre gringos, que se pasa semanas sin hablar español. ¿Sabes que estaba segura de que no te vería más? Ni siquiera para enterrarte iba a venir. Era una decisión firme. Ya sé que te gustaría saber por qué la he roto. Para qué estoy aquí. La verdad, no lo sé. Fue un impulso. No lo pensé mucho. Pedí una semana de vacaciones y aquí estoy. Algo habré venido a buscar. Tal vez a ti. Averiguar cómo estabas. Sabía que mal, que, desde el derrame, ya no era posible hablar contigo. ¿Te gustaría saber qué siento? ¿Qué sentí al volver a la casa de mi niñez? ¿ Qué, al ver la ruina que eres?
Su padre de nuevo presta atención. Aguarda, con curiosidad, que ella siga. ¿Qué sientes, Urania? ¿Amargura? ¿Cierta melancolía? ¿Tristeza? ¿Un renacer de la antigua cólera? «Lo peor es que creo que no siento nada», piensa.
Suena el timbre de la puerta de calle. Queda repicando, vibrando fuerte en la ardiente mañana.
El pelo que le faltaba en la cabeza le sobresalía de las orejas, cuyas matas de vellos negrísimos irrumpían, agresivas, como grotesca compensación a la calvicie del Constitucionalista Beodo. ¿También él le había puesto ese apodo, antes de rebautizarlo, en su fuero intimo, la Inmundicia Viviente? El Benefactor no lo recordaba. Probablemente, sí. Era bueno poniendo apodos, desde su juventud. Muchos de esos sobrenombres feroces que estampillaba sobre la gente se hacían carne de sus víctimas y llegaban a reemplazar sus nombres. Así había ocurrido con el senador Henry Chirinos, a quien nadie en la República Dominicana, fuera de los periódicos, conocía ya por su nombre, sólo por su devastador apelativo: el Constitucionalista Beodo. Tenía la costumbre de acariciar las sebosas cerdas que anidaban en sus orejas y, aunque el Generalísimo, con su manía obsesiva por la limpieza, se lo había prohibido delante de él, ahora lo estaba haciendo, y, para colmo, alternaba esta asquerosidad con otra: atusarse los pelos de la nariz. Estaba nervioso, muy nervioso. Él sabía por qué: le traía un informe negativo sobre el estado de los negocios. Pero el culpable de que las cosas fueran mal no era Chirinos sino las sanciones impuestas por la OEA, que estaban asfixiando al país.
Si te sigues escarbando la nariz y las orejas, llamo a los ayudantes y te tranco -dijo, malhumorado-. Te he prohibido esas porquerías aquí. ¿Estás borracho?
El Constitucionalista Beodo dio un bote en su asiento, frente al escritorio del Benefactor. Apartó sus manos de la cara.
– No he bebido ni una gota de alcohol -se excusó, confundido-. Usted sabe que no soy bebedor diurno, jefe. sólo crepuscular y nocturno.
Vestía un traje que al Generalísimo le pareció un monumento al mal gusto: entre plomizo y verdoso, con resplandores tornasolados; como todo lo que se ponía, parecía embutido en su obeso cuerpo con calzador. Sobre su camisa blanca bailoteaba una corbata azulina con motas amarillas en la que la severa mirada del Benefactor detectó lamparones de grasa. Con disgusto, pensó que esas manchas se las había hecho comiendo, porque el senador Chirinos comía atragantándose enormes bocados que se zampaba como temiendo que sus vecinos le fueran a arrebatar su plato, y masticando con la boca semiabierta, de la que salía disparada una lluviecita de residuos.
– Le juro que no tengo una gota de alcohol en el cuerpo -repitió-. Sólo el café puro del desayuno.
Probablemente, era cierto. Al verlo entrar al despacho hacía un momento, balanceando su elefantiásica figura y avanzando despacito, tentando el suelo antes de asentar la planta, pensó que estaba beodo. No; debía de haber somatizado las borracheras, pues, aun sobrio, se conducía con la inseguridad y los temblores del alcohólico.
– Estás macerado en alcohol, aunque no bebas pareces borracho -dijo, examinándolo de arriba abajo. -Es verdad -se apresuró a reconocer Chirinos, haciendo un ademán teatral-. Yo soy un poeta maudit, Jefe. Como Baudelaire y Rubén Darío.
Tenía piel cenicienta, doble papada, pelos ralos y grasientos y unos ojillos hundidos detrás de los párpados hinchados. La nariz, aplastada desde el accidente, era de boxeador, y la boca casi sin labios añadía un rasgo perverso a su insolente fealdad. Siempre había sido desagradablemente feo, tanto que, diez años atrás, cuando el choque de auto del que sobrevivió de milagro, sus amigos pensaron que la cirugía estética lo mejoraría. Lo empeoró.
Que siguiera siendo hombre de confianza del Benefactor, miembro del estrecho círculo de íntimos, como Virgilio Alvarez Pina, Paíno Pichardo, Cerebrito Cabral (ahora en desgracia) o Joaquín Balaguer, era una prueba de que, a la hora de elegir sus colaboradores, el Generalísimo no se dejaba guiar por sus gustos o disgustos personales. Pese a la repugnancia que siempre le inspiraron su físico, su desaseo y sus modales, Henry Chirinos, desde el comienzo de su gobierno, había sido privilegiado con aquellas delicadas tareas que Trujillo confiaba a gente, además de segura, capaz. Era uno de los más capaces, entre los que habían accedido a ese club exclusivo. Abogado, fungía de constitucionalista. Muy joven, fue con Agustín Cabral el principal redactor de la Constitución que hizo dar Trujillo en los inicios de la Era, y de todas las enmiendas hechas desde entonces al texto constitucional. Había redactado, también, las principales leyes orgánicas y ordinarias, y sido ponente de casi todas las decisiones legales adoptadas por el Congreso para legitimar las necesidades del régimen. Nadie como él para dar, en discursos parlamentarios preñados de latinajos y de citas -a menudo en francés-, apariencia de fuerza jurídica a las más arbitrarias decisiones del Ejecutivo, o para rebatir, con demoledora lógica, toda propuesta que Trujillo desaprobara. Su mente, organizada como un código, inmediatamente encontraba una argumentación técnica para dar visos de legalidad a cualquier decisión de Trujillo, ya fuera un fallo de la Cámara de Cuentas, de la Corte Suprema o una ley del Congreso. Buena parte de la telaraña legal de la Era había sido tejida por la endiablada habilidad de ese gran rábula (así lo llamó una vez, delante de Trujillo, el senador Agustín Cabral, su amigo y enemigo entrañable dentro del círculo de favoritos).
Por todos esos atributos, el perpetuo parlamentario Henry Chirinos fue todo lo que se podía ser en los treinta años de la Era: diputado, senador, ministro de justicia, miembro del Tribunal Constitucional, embajador plenipotenciario y encargado de negocios, gobernador del Banco Central, presidente del Instituto Trujilloniano, miembro de la junta Central del Partido Dominicano, y, desde hacía un par de años, el cargo de mayor confianza, veedor de la marcha de las empresas del Benefactor. Como tal, estaban subordinados a él Agricultura, Comercio y Finanzas. ¿Por qué encargar tamaña responsabilidad a un alcohólico consuetudinario? Porque, además de leguleyo, sabía de economía. Lo hizo bien al frente del Banco Central, y en Finanzas, por unos meses. Y porque, en estos últimos años, debido a las múltiples acechanzas, necesitaba en ese puesto a alguien de absoluta confianza, al que pudiera enterar de los enredos y querellas familiares. En eso, esta bola de grasa y alcohol era insustituible.
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