El inválido vuelve a levantar y encoger los hombros, a pestañear y aletargarse. Entrecierra los párpados y se acurruca, dispuesto a echar un sueñecito.
Es verdad, nunca has sentido odio por Ramfis, Radhamés o Angelita, nada comparable al que te inspiran todavía Trujillo y la Prestante Dama. Porque, de algún modo, los tres hijitos han pagado en decadencia o muertes violentas su parte de los crímenes de la familia. Y, con Ramfis, nunca has podido evitar cierta benevolencia. ¿Por qué, Urania? Tal vez por sus crisis psíquicas, sus depresiones, sus accesos de locura, ese desequilibrio que la familia ocultó siempre, y que, luego de los asesinatos que ordenó en junio de 1959, obligaron a Trujillo a internarlo en Bélgica en un hospital psiquiátrico. En todas sus acciones, aun las más crueles, hubo en Ramfis algo caricatural, impostado, patético. Como los espectaculares regalos a las actrices de Hollywood a las que Porfirio Rubirosa se tiraba gratis (cuando no se hacía pagar por ellas). O por esa manera de estropear los planes que su padre fraguaba para él. No había sido grotesca, por ejemplo, la manera como Ramfis desbarató el recibimiento, que, para desagraviarle por el fracaso en la Academia Militar de Fort Leavenworth, le preparó el Generalísimo? Hizo que el Congreso -¿presentaste tú el proyecto de ley, papi?»- lo nombrara jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, y que, a su llegada, fuera reconocido como tal, en un desfile militar en la Avenida, al pie del obelisco. Todo estaba en orden, y las tropas formadas, aquella mañana, cuando el yate Angelita, que el Generalísimo envió a buscarlo a Miami, entró en el puerto sobre el río Ozama, y el propio Trujillo, acompañado de Joaquín Balaguer, fue a recibirlo al puerto de atraque, para conducirlo a la parada. Qué sorpresa, qué decepción, qué confusión se apoderaron del Jefe, al entrar al yate y descubrir el estado calamitoso, de nulidad babosa en que la orgía viajera había dejado al pobrecito Ramfis. Apenas se tenía de pie, incapaz de articular una frase. Su lengua floja e indócil emitía gruñidos en vez de palabras. Lucía los ojos saltados y vidriosos y las ropas vomitadas. Y aún peor que él estaban los amigotes y las mujeres que lo acompañaban. Balaguer lo decía en sus memorias: Trujillo se puso blanco, vibró de indignación. Ordenó que se cancelara el desfile militar y la juramentación de Ramfis como jefe del Estado Mayor Conjunto. Y, antes de partir, cogió una copa e hizo un brindis que quería ser una bofetada simbólica al badulaque (la borrachera le impediría enterarse): «Brindo por el trabajo, lo único que traerá prosperidad a la República».
Otro acceso de risa histérica hace presa de Urania y el inválido abre los ojos, aterrado.
– No te asustes -Urania se pone seria-. No puedo dejar de reírme, cuando imagino la escena. ¿Dónde estabas, en ese momento? Cuando tu Jefe descubría a su hijito borracho, rodeado de putas y amigotes también borrachos? ¿En la tribuna de la Avenida, vestido de frac, esperando al nuevo jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas? ¿Qué explicación se dio? ¿Se cancela el desfile por delirium tremens del general Ramfis?
Vuelve a reírse, bajo la profunda mirada del inválido. -Una familia para reír y para llorar, no para tomarla en serio -murmura Urania-. A veces sentirías vergüenza de todos ellos. Y miedo y remordimiento cuando te permitías, aunque fuera muy en secreto, esa audacia. Me gustaría saber qué hubieras pensado del final melodramático de los hijitos del jefe. O de esa historia sórdida de los últimos años de doña María Mart’ínez, la Prestante Dama, la terrible, la vengadora, la que pedía a gritos que se sacara los ojos y despellejara a los asesinos de Trujillo. ¿Sabes que terminó disuelta por la arterioesclerosis? ¿Que la codiciosa sacó a escondidas del jefe todos esos millones y millones de dólares? ¿Que tenía todas las claves de las cuentas cifradas en Suiza y que, conociéndolas, las había ocultado a sus hijitos? Con mucha razón, sin duda. Temía que le birlaran sus millones y la sepultaran en un asilo para que pasara allí sus últimos años sin fastidiarles la paciencia. Fue ella, ayudada por la arterioesclerosis, la que terminó embromándolos. Hubiera dado cualquier cosa por ver a la Prestante Dama, allá en Madrid, abrumada por las desgracias, ir perdiendo la memoria. Pero conservando, desde el fondo de su avaricia, suficiente lucidez para no revelar a sus hijitos los números de las cuentas suizas. Y por ver los esfuerzos de los pobrecitos para que la Prestante Dama, en Madrid, en casa del feíto y brutito Radhamés, o en Miami, en la de Angelita antes del misticismo, recordara dónde las había garabateado o escondido. ¿Te los imaginas, papá? Rebuscarían, abrirían, romperían, rasgarían, en busca del escondite. Se la llevaban a Miami, la devolvían a Madrid. Y nunca lo consiguieron. ¡Se fue a la tumba con el secreto! ¿Qué te parece, papá? Ramfis alcanzó a dilapidar algunos milloncitos que sacó del país en los meses que siguieron a la muerte de su padre, porque el Generalísimo, (¿fue eso verdad, papá?) se empeñó en no sacar ni un centavo del país para obligar a su familia y secuaces a morir aquí, dando la cara. Pero Angelita y Radhamés se quedaron en la calle. Y, arterioesclerosis mediante, la Prestante Dama murió pobre también, en Panamá, donde la enterró Kalil Haché, llevándola al cementerio en un taxi. ¡Legó los millones de la familia a los banqueros suizos! Para llorar o reírse a carcajadas, pero en ningún caso para tomarla en serio. ¿Verdad, papá?
Vuelve a soltar otra carcajada, que la hace lagrimear. Mientras se seca los ojos, lucha contra un esbozo de depresión que crece en su interior. El inválido la observa, acostumbrado a su presencia. Ya no parece pendiente de su monólogo.
– No creas que me he vuelto histérica -suspira-. Todavía, papá. Eso que estoy haciendo, divagar, escarbar recuerdos, no lo hago nunca. Éstas son mis primeras vacaciones en muchos años. No me gustan las vacaciones. Aquí, de niña, me gustaban. Desde que, gracias a las sisters, pude ir a la universidad en Adrian, nunca más. Me he pasado la vida trabajando. En el Banco Mundial jamás las tomé. Y, en el bufete, en New York, tampoco. No dispongo de tiempo para andar monologando sobre la historia dominicana.
Cierto, tu vida en Manhattan es agotadora. Todas sus horas están cronometradas, desde las nueve, en que entra a su despacho de Madison y la 74 Street. Para entonces, ha corrido tres cuartos de hora en Central Park si hace buen tiempo, o hecho aeróbics en el Fitness Center de la esquina al que está abonada. Su jornada es una sucesión de entrevistas, informes, discusiones, consultas, averiguaciones en el archivo, almuerzos de trabajo en el reservado del estudio o algún restaurante de los alrededores, y una tarde igualmente ocupada, que se prolonga con frecuencia hasta las ocho. Si el tiempo lo permite, regresa andando. Se prepara una ensalada y abre un yogur antes de ver las noticias en la televisión, lee un rato y se mete a la cama, tan cansada que las letras del libro o las imágenes del vidéo empiezan a bailotear antes de diez minutos. Nunca falta uno y a veces dos viajes por mes, dentro de Estados Unidos, o por América Latina, Europa y Asia; en los últimos tiempos, también Africa, donde, por fin, algunos inversores se atreven a arriesgar su dinero y para ello buscan asesoría jurídica en el bufete. Es su especialidad: el aspecto legal de las operaciones financieras de las empresas, en cualquier lugar del mundo. Una especialidad a la que ha derivado luego de trabajar muchos años en el Departamento jurídico del Banco Mundial. Los viajes son más abrumadores que las jornadas en Manhattan. Cinco, diez o doce horas volando, a México City, Bangkok, Tokio, Rawalpindi o Harare, y pasar de inmediato a dar o escuchar informes, discutir cifras, evaluar proyectos, cambiando de paisajes y de climas, del calor al frío, de la humedad a la sequedad, del inglés al japonés y al español y al urdu, al árabe y al hindi, valiéndose de intérpretes cuyas equivocaciones pueden provocar decisiones erróneas. Por eso, tener siempre los cinco sentidos alertas, un estado de concentración que la deja extenuada, de modo que, en las inevitables recepciones, apenas reprime los bostezos.
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