Miguel Asturias - El señor presidente
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… Un puente pasaba como violineta por las bocas de las ventanillas……Luz y sombra, escalas, fleco de hierro, alas de golondrinas…
… La cerca al puente, el puente al camino, el camino al río, el río a la montaña, la montaña…
Cara de Ángel abandonó la cabeza en el respaldo del asiento de junco. Seguía la tierra baja, plana, caliente, inalterable de la costa con los ojos perdidos de sueño y la sensación confusa de ir en el tren, de no ir en el tren, de irse quedando atrás del tren, cada vez más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, cada vez más atrás, cada vez más atrás, cada vez más atrás, más y más cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada ver cada ver cada ver cada ver…
De repente abría los ojos -el sueño sin postura del que huye, la zozobra del que sabe que hasta el aire que respira es colador de peligros- y se encontraba en su asiento, como si hubiera saltado al tren por un hueco invisible, con la nuca adolorida, la cara en sudor y una nube de moscas en la frente.
Sobre la vegetación se amontonaban cielos inmóviles, empanzados de beber agua en el mar, con las uñas de sus rayos escondidas en nubarrones de felpa gris.
Una aldea vino, anduvo por allí y se fue por allá, una aldea al parecer deshabitada, una aldea de casas de alfeñique en tuza de milperíos secos entre la iglesia y el cementerio. ¡Que la fe que construyó la iglesia sea mi fe, la iglesia y el cementerio; no quedaron vivos más que la fe y los muertos! Pero la alegría del que se va alejando se le empañó en los ojos. Aquella tierra de asidua primavera era su tierra, su ternura, su madre, y por mucho que resucitara al ir dejando atrás aquellas aldeas, siempre estaría muerto entre los vivos, eclipsado entre los hombres de los otros países por la presencia invisible de sus árboles en cruz y de sus piedras para tumbas.
Las estaciones seguían a las estaciones. El tren corría sin detenerse, zangoloteándose sobre los rieles mal clavados. Aquí un pitazo, allá un estertor de frenos, más allá un yagual de humo sucio en la coronilla de un cerro. Los pasajeros se abanicaban con los sombreros, con los periódicos, con los pañuelos, suspendidos en el aire caliente de las mil gotas de sudor que les lloraba el cuerpo, exasperados por los sillones incómodos, por el ruido, por la ropa que les picaba como si tejida con paticas de insectos les saltara por la piel, por la cabeza que les comía como si les anduviera el pelo, sedientos como purgantes, tristes como de muerte.
Se apeó la tarde, luego de luz rígida, luego de sufrimiento de lluvias exprimidas, y ya fue de desempedrarse el horizonte y de empezar a lucir a lo lejos, muy lejos, una caja de sardinas luminosas en aceite azul.
Un empleado del ferrocarril pasó encendiendo las lámparas de los vagones. Cara de Ángel se compuso el cuello, la corbata, consultó el reloj… Faltaban veinte minutos para llegar al puerto; un siglo para él, que ya no veía las horas de estar en el barco sano y salvo, y echóse sobre la ventanilla a ver si divisaba algo en las tinieblas. Olía a injertos. Oyó pasar un río. Más adelante tal vez el mismo río…
El tren refrenó la marcha en las calles de un pueblecito tendidas como hamacas en la sombra, se detuvo poco a poco, bajaron los pasajeros de segunda clase, gente de tanate, de mecha y yesca, y siguió rodando cada vez más despacio hacia los muelles. Ya se oían los ecos de la reventazón, ya se adivinaba la indecisa claridad de los edificios de la aduana hediendo a alquitrán, ya se sentía el respirar entredormido de millones de seres dulces y salados…
Cara de Ángel saludó desde lejos al Comandante del Puerto que esperaba en la estación -¡mayor Farfán!…- feliz de encontrarse en paso tan difícil al amigo que le debía la vida -¡mayor Farfán!…
Farfán le saludó desde lejos, le dijo por una de las ventanillas que no se ocupara de sus equipajes, que ahí venían unos soldados a llevárselos al vapor, y al parar el tren subió a estrecharle la mano con vivas muestras de aprecio. Los otros pasajeros se apeaban más corriendo que andando.
– Pero ¿qué es de su buena vida?… ¿Cómo le va?…
– ¿Y a usted, mi mayor? Aunque no se lo debía preguntar, porque se le ve en la cara…
– El Señor Presidente me telegrafió para que me pusiera a sus órdenes a efecto, señor, de que nada le haga falta.
– ¡Muy amable, mayor!
El vagón había quedado desierto en pocos instantes. Farfán sacó la cabeza por una de las ventanillas y dijo en voz alta:
– Teniente, vea que vengan por los baúles. ¿Qué es tanta dilación?…
A estas palabras asomaron a las puertas grupos de soldados con armas. Cara de Ángel comprendió la maniobra demasiado tarde…
– ¡De parte del Señor Presidente -le dijo Farfán con el revólver en la mano-, queda usté detenido!
– ¡Pero, mayor!… Si el Señor Presidente… ¿Cómo puede ser?… ¡Venga… vamos… venga conmigo… hágame favor… venga… permítame… vamos a telegrafiar!
– ¡Las órdenes son terminantes, don Miguel, y es mejor que se esté quieto!
– Como usted quiera, pero yo no puedo perder el barco, voy en comisión, no puedo…
– ¡Silencio, si me hace el favor, y entregue ligerito todo lo que lleva encima!
– ¡Farfán!
– ¡Que entregue, le digo!
– ¡No, mayor, óigame!
– ¡No se oponga, vea, no se oponga!
– ¡Es mejor que me oiga, mayor!
– ¡Dejémonos de plantas!
– ¡Llevo instrucciones confidenciales del Señor Presidente…, y usted será responsable!…
– ¡Sargento, registre al señor!… ¡Vamos a ver quién puede más! Un individuo con la cara disimulada en un pañuelo surgió de la sombra, alto como Cara de Ángel, pálido como Cara de Ángel, medio rubio como Cara de Ángel; apropióse de lo que el sargento arrancaba al verdadero Cara de Ángel (pasaporte, cheques, argolla de matrimonio -por un escupitajo resbaló dedo afuera el aro en que estaba grabado el nombre de su esposa-, mancuernas, pañuelos…) Y desapareció enseguida.
La sirena del barco se oyó mucho después. El prisionero se tapó los oídos con las manos. Las lágrimas le cegaban. Habría querido romper las puertas, huir, correr, volar, pasar el mar, no ser el que se estaba quedando -¡qué río revuelto bajo el pellejo, qué comezón de cicatriz en el cuerpo!-, sino el otro, el que con sus equipajes y su nombre se alejaba en el camarote número 17 rumbo a Nueva York.
XXXIX El puerto
Todo sosegaba en el recalmón que precedió al cambio de la marea, menos los grillos húmedos de sal con pavesa de astro en los élitro,, los reflejos de los faros, imperdibles perdidos en la oscuridad, y el prisionero que iba de un lado a otro, como después de un tumulto, con el pelo despenicado sobre la frente, las ropas en desorden, sin probar asiento, ensayando gestos como los que se defienden dormidos, entre ayes y medias palabras, de la mano de Dios que se los lleva, que los arrastra porque se necesitan para las llagas, para las muertes de repente, para los crímenes en frío, para que los despierten destripados.
«¡Aquí el único consuelo es Farfán! -se repetía-. ¡Dónde no fuera el comandante! ¡Por lo menos que mi mujer sepa que me pegaron dos tiros, me enterraron y parte sin novedad!»
Y se oía la machacadera del piso, un como martillo de dos pies, a lo largo del vagón clavado con estacas de centinelas de vista en la vía férrea, aunque él andaba muy lejos, en el recuerdo de los pueblecitos que acababa de recorrer, en el lodo de sus tinieblas, en el polvo cegador de sus días de sol, cebado por el terror de la iglesia y el cementerio, la iglesia y el cementerio, la iglesia y el cementerio. ¡No quedaron vivos más que la fe y los muertos!
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