Miguel Asturias - El señor presidente

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Esta es la novela más famosa de Miguel Ángel Aturias (1899 – 1974), el gran escritor guatemalteco que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1967. Recreando un mundo tropical más allá del dato sociológico o descriptivo, en la plenitud de experiencias sensuales que se vierten en él, El Señor Presidente se convierte en una aventura fascinante y única.

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Un grito inmóvil llenaba el espacio, un grito aceitoso, lacerante, descarnado.

– ¡Dios mío, qué le estarán haciendo a ese Señor Crucificado! -se quejó Vásquez. El grito de la Chabelona, cada vez más agudo, le abría hoyo en el pecho.

– ¡Señor! -recalcó la fondera con retintín-, ¿no oís que es mujer? ¡Para vos que todos los hombres tienen acento de cenzontle señorita!

– No me digás así…

El Auditor ordenó que se catearan las casas vecinas a la del general. Grupos de soldados, al mando de cabos y sargentos, se repartieron por todos lados. Registraban patios, habitaciones, dependencias privadas, tapancos, pilas. Subían a los tejados, removían roperos, camas, tapices, alacenas, barriles, armarios, cofres. Al vecino que tardaba en abrir la puerta se le echaban abajo a culatazos. Los perros ladraban furibundos junto a los amos pálidos. Cada casa era una regadera de ladridos…

– ¡Como registren aquí! -dijo Vásquez, que casi había perdido el habla de la angustia-. ¡En la que nos hemos metido!… Y quisiera fuera por algo, pero por embelequeros…

La Masacuata corrió a prevenir a Camila.

– Yo soy de opinión -vino diciendo Vásquez detrás- que se tape la cara y se vaya de aquí…

Y a reculones volvió a la puerta sin esperar respuesta.

– ¡Esperen! ¡Espérense! -dijo al poner el ojo en la rendija-. ¡El Auditor ya dio contraorden, ya no están registrando, nos hemos salvado!

De dos pasos se plantó la fondera en la puerta para ver con propios ojos lo que Lucio le anunciaba con tanta alegría.

– ¡Mirujeá tú, Señor Crucificado!… -susurró la fondera.

– ¿Quién es ésa, vos?

– ¡La posolera, no estás viendo! -y agregó retirando el cuerpo de la mano codiciosa de Vásquez-. ¡Estate quieto, vos, hombre! ¡Estate quieto! ¡Estate quieto! ¡A la perra con vos!

– ¡Pobre, choteá cómo la traen!

– ¡Como si el tranvía le hubiera pasado encima!

– ¿Por qué harán turnio los que se mueren?

– ¡Quitá, no quiero ver!

Una escolta, al mando de un capitán con la espada desenvainada, había sacado de casa de Canales a la Chabelona, la infeliz sirvienta. El Auditor ya no pudo interrogarla. Veinticuatro horas antes, esta basura humana ahora agonizante era el alma de un hogar donde por toda política el canario urdía sus intrigas de alpiste, el chorro en la pila sus círculos concéntricos, el general sus interminables solitarios, y Camila sus caprichos.

El Auditor saltó al carricoche seguido de un oficial. Humo se hizo el vehículo en la primera esquina. Vino una camilla cargada por cuatro hombres desguachipados y sucios, para llevar al anfiteatro el cadáver de la Chabelona. Desfilaron las tropas hacia uno de los castillos y la Masacuata abrió el establecimiento. Vásquez ocupaba su habitual banquita, disimulando mal la pena que le produjo la captura de la esposa de Genaro Rodas, con la cabeza hecha un horno de cocer ladrillos, el flato del tóxico por todas partes, hasta sentir que le volvía la borrachera por momentos, y la sospecha de la fuga del general.

Niña Fedina acortaba mientras tanto el camino de la cárcel en lucha con los de la escolta, que a cada paso la bajaban a empellones de la acera a mitad de la calle. Se dejaba maltratar sin decir nada, pero, de pronto, andando, andando, como rebasada su paciencia, le dio a uno de todos un bofetón en la cara. Un culatazo, respuesta que no esperaba, y otro soldado que le pegó por detrás, en la espalda, le hicieron trastabillar, golpearse los dientes y ver luces.

– ¡Calzonudos!… ¡Para lo que les sirven las armas!… ¡Deberían tener más vergüenza! -intervino una mujer que volvía del mercado con el canasto lleno de verduras y frutas.

– ¡Shó! -le gritó un soldado.

– ¡Será tu cara, machetón!

– ¡Vaya, señora! Señora, siga su camino; ligerito siga su camino; ¿o no tiene oficio? -le gritó un sargento.

– ¡Seré como ustedes, cebones!

– ¡Cállese -intervino el oficial-, o la rompemos!

– ¡La rompemos, qué mismas! ¡Eso era lo único que nos faltaba, ishtos que ái andan y que parecen chinos de tan secos, con los codos de fuera y los pantalones comidos del fundillo! ¡Repasearse quisieran en uno y que uno se quedara con el hocico callado! ¡Partida de piojosos…, ajar a la gente por gusto!

Y entre los transeúntes que la miraban asustados, poco a poco se fue quedando atrás la desconocida defensora de la esposa de Genaro Rodas. En medio de la patrulla seguía hacia la cárcel, trágica, descompuesta, sudorosa, barriendo el suelo con las barbas de su pañolón de burato.

El carricoche del Auditor de Guerra asomó a la esquina de casa del licenciado Abel Carvajal, en el momento en que éste salía de bolero y leva hacia palacio. El Auditor dejó el carruaje bamboleándose al saltar del estribo a medio andén. Carvajal había cerrado la puerta de su casa y se calzaba un guante con parsimonia cuando lo capturó el colega. Un piquete de soldados lo condujo por el centro de la calle, vestido con traje de ceremonia, hasta la Segunda Sección de Policía, adornada por fuera con banderitas y cadenas de papel de China. Derechito lo pasaron al calabozo en que seguían presos el estudiante y el sacristán.

XIV ¡Todo el orbe cante!

Las calles iban apareciendo en la claridad huidiza del alba entre tejados y campos que trascendían a frescura de abril. Por allí se descolgaban las mulas de la leche a todo correr, las orejas de los botijos de metal repiqueteando, perseguidas por el jadeo y el látigo del peón que las arreaba. Por allí les amanecía a las vacas que ordeñaban en los zaguanes de las casas ricas y en las esquinas de los barrios pobres, entre parroquianos que en vía de restablecimiento o aniquilamiento, con ojos de sueños hondos y vidriosos, hacían tiempo a la vaca preferida y se acercaban a su turno, personalmente, a recibir la leche, ladeando el vaso con divino modo para que de tal suerte se hiciera más líquido que espuma. Por allí pasaban las acarreadoras del pan con la cabeza hundida en el tórax, comba la cintura, tensas las piernas y los pies descalzos, pespunteando pasos seguidos e inseguros bajo el peso de enormes canastos, canasto sobre canasto, pagodas que dejaban en el aire olor a hojaldres con azúcar y ajonjolí tostado. Por allí se oía la alborada en los días de fiesta nacional, despertador que paseaban fantasmas de metal y viento, sonidos de sabores, estornudos de colores, mientras aclara no aclara sonaba en las iglesias, tímida y atrevida, la campana de la primera misa, tímida y atrevida, la campana de la primera misa, tímida y atrevida porque si su tantaneo formaba parte del día de fiesta con gusto a chocolate y a torta de canónigo, en los días de fiesta nacional olía a cosa prohibida.

Fiesta nacional…

De las calles ascendía con olor a tierra buena el regocijo del vecindario, que echaba la pila por la ventana para que no levantaran mucho polvo al paso de las tropas que pasaban con el pabellón hacia Palacio -el pabellón oloroso a pañuelo nuevo-, ni los carruajes de los señorones que se echaban a la calle de punta en blanco, doctores con el armario en la leva traslapada, generales de uniforme relumbrante, hediendo a candelero -aquéllos tocados con sombreros de luces, éstos con tricornio de plumas-, ni el trotecito de los empleados subalternos, cuya importancia se medía en el lenguaje de buen gobierno por el precio del entierro que algún día les pagaría el Estado.

¡Señor, Señor, llenos están los cielos y la tierra de vuestra gloria! El Presidente se dejaba ver, agradecido con el pueblo que así correspondía a sus desvelos, aislado de todos, muy lejos, en el grupo de sus íntimos.

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