Miguel Asturias - El señor presidente
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Relampagueó en su frente la idea de volver atrás, llamar a casa de Canales, prevenirle… (Entrevió a su hija que le sonreía agradecida.) Pero pasaba ya la puerta del fondín y Vásquez y sus hombres le reanimaron, aquél con su palabra y éstos con su presencia.
– Rempuje no más, que de mi parte queda lo que ordene. Sí, usté, estoy dispuesto a ayudarlo en todo, ¿oye?, y soy de los que no se rajan y tienen siete vidas, hijo de moro valiente.
Vásquez se esforzaba por ahuecar la voz de mujer para dar reciedumbre a sus entonaciones.
– Si usté no me hubiera traído la buena suerte -agregó en voz baja-, de fijo que no le hablaría como le estoy hablando. No, usté, créame que no. ¡Usté me enderezó el amor con la Masacuata, que ahora sí que se portó conmigo como la gente!
– ¡Qué gusto encontrármelo aquí, y tan decidido; así me cuadran los hombres! -exclamó Cara de Ángel, estrechando la mano del victimario del Pelele con efusión-. ¡Me devuelven sus palabras, amigo Vásquez, el ánimo que me robaron los policías; hay uno por cada puerta!
– ¡Venga a meterse un puyón para que se le vaya el miedo!
– ¡Y conste que no es por mí, que, por mí, sé decirle que no es la primera vez que me veo en trapos de cucaracha; es por ella, porque, como usted comprende, no me gustaría que al sacarla de su casa nos echaran el guante y fuéramos presos!
– Pero vea usté, ¿quién se los va a cargar, si no quedará un policía en la calle ni para remedio cuando vean que en la casa hay sagueyo? No, usté, ni para remedio, y podría apostar mi cabeza. Se lo aseguro, usté. En cuanto vean donde afilar las de gato, todos se meterán a ver qué sacan, sin jerónimo de duda.
– ¿Y no sería prudente que usted saliera a hablar con ellos, ya que tuvo la bondad de venir, y como saben que usted es incapaz…?
– ¡Cháchara, nada de decirles nada; cuando ellos vean la puerta de par en par vana pensar: «por aquí, que no peco»… y hasta con dulce, usté! ¡Más cuando me vuelen ojo a mí, que tengo fama desde que nos metimos, con Antonio Libélula, a la casa de aquel curita que se puso tan afligido al vernos caer del tabanco en su cuarto y encender la luz, que nos tiró las llaves del armario donde estaba la mashushaca, envueltas en un pañuelo para que no sonaran al caer, y se hizo el dormido! Sí, usté, esa vez sí que salí yo franco. Y más que los muchachos están decididos -acabó Vásquez refiriéndose al grupo de hombres de mala traza, callados y pulgosos, que apuraban copa tras copa de aguardiente, arrojándose el líquido de una vez hasta el garguero y escupiendo amargo al despegarse el cristal de los labios-… ¡Sí, usté, están decididos!…
Cara de Ángel levantó la copa invitando a beber a Vásquez a la salud del amor. La Masacuata agregóse con una copa de anisado. Y bebieron los tres.
En la penumbra -por precaución no se encendió la luz eléctrica y seguía como única luz en la estancia la candela ofrecida a la Virgen de Chinquiquirá- proyectaban los cuerpos de los descamisados sombras fantásticas, alargadas como gacelas en los muros de color de pasto seco, y las botellas parecían llamitas de colores en los estantes. Todos seguían la marcha del reloj. Los escupitajos golpeaban el piso como balazos. Cara de Ángel, lejos del grupo, esperaba recostado de espaldas a la pared, muy cerca de la imagen de la Virgen. Sus grandes ojos negros seguían de mueble en mueble el pensamiento que con insistencia de mosca le asaltaba en los instantes decisivos: tener mujer e hijos. Sonrió para su saliva recordando la anécdota de aquel reo político condenado a muerte que, doce horas antes de la ejecución, recibe la visita del Auditor de Guerra, enviado de lo alto para que pida una gracia, incluso la vida, con tal que se reporte en su manera de hablar. «Pues la gracia que pido es dejar un hijo», responde el reo a quemarropa. «Concedida», le dice el Auditor y, tentándoselas de vivo, hace venir una mujer pública. El condenado, sin tocar a la mujer, la despide y al volver aquél le suelta: «¡Para hijos de puta basta con los que hay!…»
Otra sonrisilla cosquilleó en las comisuras de sus labios mientras se decía: «¡Fui director del instituto, director de un diario, diplomático, diputado, alcalde, y ahora, como si nada, jefe de una cuadrilla de malhechores!… ¡Caramba, lo que es la vida! That is the life in the tropic!»
Dos campanadas se arrancaron de las piedras de la Merced.
– ¡Todo el mundo a la calle! -gritó Cara de Ángel, y sacando el revólver dijo a la Masacuata antes de salir-: ¡Ya regreso con mi tesoro!
– ¡Manos a la obra! -ordenó Vásquez, trepando como lagartija por una ventana a la casa del general, seguido de dos de la pandilla-. ¡Y… cuidado quién se raja!
En la casa del general aún resonaban las dos campanadas del reloj.
– ¿Vienes, Camila?
– ¡Sí, papaíto!
Canales vestía pantalón de montar y casaca azul. Sobre su casaca limpia de entorchados se destacaba, sin mancha, su cabeza cana. Camila llegó a sus brazos desfallecida, sin una lágrima, sin una palabra. El alma no comprende de felicidad ni la desgracia sin deletrearlas antes. Hay que morder y morder el pañuelo salóbrego de llanto, rasgarlo, hacerle dientes con los dientes. Para Camila todo aquello era un juego o una pesadilla; verdad, no, verdad no podía ser; algo que estuviera pasando, pasándole a ella, pasándole a su papá, no podía ser. El general Canales la envolvió en sus brazos para decirle adiós.
– Así abracé a tu madre cuando salí a la última guerra en defensa de la patria. La pobrecita se quedó con la idea de que yo no regresaría y fue ella la que no me esperó.
Al oír que andaban en la azotea, el viejo militar arrancó a Camila de sus brazos y atravesó el patio, por entre arriates y macetas con flores, hacia la puerta de la cochera. El perfume de cada azalea, de cada geranio, de cada rosal, le decía adiós. Le decía adiós el búcaro rezongón, la claridad de las habitaciones. La casa se apagó de una vez, como cortada a tajo del resto de las casas. Huir no era digno de un soldado… Pero la idea de volver a su país al frente de una revolución libertadora…
Camila, de acuerdo con el plan, salió a la ventana a pedir auxilio:
– ¡Se están entrando los ladrones! ¡Se están entrando los ladrones! Antes de que su voz se perdiera en la noche inmensa acudieron los primeros gendarmes, los que cuidaban el frente de la casa, soplando los largos dedos huecos de los silbatos. Sonido destemplado de metal y madera. La puerta de la calle se franqueó en seguida. Otros agentes vestidos de paisanos asomaron a las esquinas, sin saber de qué se trataba, mas por aquello de las dudas, con el «Señor de la Agonía» bien afilado en la mano, el sombrero sobre la frente y el cuello de la chaqueta levantado sobre el pescuezo. La puerta de par en par se los tragaba a todos. Río revuelto. En las casas hay tanta cosa indispuesta con su dueño… Vásquez cortó los alambres de la luz eléctrica al subir al techo, y corredores y habitaciones eran una sola sombra dura. Algunos encendían fósforos para dar con los armarios, los aparadores, las cómodas. Y sin hacer más ni más las registraban de arriba abajo, después de hacer saltar las chapas a golpe vivo, romper los cristales a cañonazos de revólver o convertir en astillas las maderas finas. Otros, perdidos en la sala, derribaban las sillas, las mesas, las esquineras con retratos, barajas trágicas en la tiniebla, o manoteaban un piano de media cola que había quedado abierto y que se dolía como bestia maltratada cada vez que lo golpeaban.
A lo lejos se oyó una risa de tenedores, cucharas y cuchillos regados en el piso y en seguida un grito que machacaron de un golpe. La Chabelona ocultaba a Camila en el comedor, entre la pared y uno de los aparadores. El favorito la hizo rodar de un empellón. La vieja se llevó en las trenzas enredado el agarrador de la gaveta de los cubiertos, que se esparcieron por el suelo. Vásquez la calló de un barretazo. Pegó al bulto. No se veían ni las manos.
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