Almudena Grandes - Las Edades De Lulú

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Las Edades De Lulú: краткое содержание, описание и аннотация

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Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de quince años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiencia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con treinta años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

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Noté que me abandonaba, lentamente, pero permaneció allí dentro al mismo tiempo, el hueco que había abierto se resistía a cerrarse.

Me dio la vuelta, moviéndome con suavidad. Yo no le ayudé en absoluto, mi cuerpo era un peso completamente muerto, no me movía, seguía quieta, con los ojos cerrados, lloraba todavía.

Me apartó las lágrimas de los ojos, acariciándome la cara con una mano. Se inclinó sobre mí y me besó en los labios. No le devolví el beso. Me besó otra vez.

– Te quiero.

Sus labios recorrieron mi barbilla, descendieron por mi garganta, se cerraron en torno a mis pezones, su lengua prosiguió hacia abajo, resbalaba a lo largo de mi cuerpo, atravesó el ombligo y recorrió mi vientre. Sus manos me doblaron las piernas y las separaron después.

Me sentí avergonzada, muy infeliz. Mi sexo estaba húmedo.

Sus dedos se posaron encima de mis labios y los aplastaron, uno contra otro. Relajaron un instante la presión para juntarse de nuevo, iniciando un movimiento de pinza que se desplazó poco a poco cada vez más arriba, produciendo un sonido sordo, parecido a un gorgoteo. Cuando llegó al final, su mano estiró mis labios para desnudar completamente mi sexo, dejando al descubierto la piel rosa, tirante, que me escocía como una herida a medio cerrar.

La aplacó con la lengua, recorriéndola despacio, de arriba a abajo, y luego se concentró en el insignificante vértice de carne al que se reducía ya todo mi cuerpo, resbalando, presionando, acariciándolo, notaba el extremo de su lengua, dura, frotándose contra él, y mi carne que engordaba, engordaba escandalosamente, y palpitaba, entonces lo atrapó entre sus labios y lo chupó, volvió a hacerlo, y lo sorbió para adentro, lo mantuvo dentro de su boca y siguió lamiéndolo, y eso me obligó a moverme, a doblarme, a impulsar mi cuerpo en vilo hacia él, ofreciéndome por fin, para no desperdiciar ningún matiz.

Introdujo dos dedos en mi sexo y comenzó a agitarlos siguiendo el mismo ritmo que yo imprimía a mi cuerpo contra su lengua. Poco después, deslizó otros dos dedos un poco más abajo, a lo largo del canal que él mismo había abierto previamente.

El recuerdo de la violencia añadió una nota irresistible al placer que me poseía, desencadenando un final exquisitamente atroz.

Su lengua siguió allí, firme, hasta que cesó la última de mis pequeñas sacudidas. Sus dedos aún me penetraban cuando apoyó la cabeza encima de mi ombligo.

Hemos hecho tablas, pensé, hemos intercambiado placeres individuales, me ha devuelto lo que antes me había arrebatado.

Este pensamiento me reconfortó.

Era un punto de vista, discutible desde luego, pero no dejaba de ser un punto de vista.

– Te quiero.

Entonces recordé que ya me lo había dicho antes, te quiero, y me pregunté qué significaría eso exactamente.

Se tumbó a mi lado, me besó y se dio la vuelta, quedándose boca abajo. Me encaramé trabajosamente encima de él, me dolía todo el cuerpo, coloqué mis piernas encima de las suyas, cubrí sus brazos con los míos y apoyé la cabeza en el ángulo de su espalda.

Me recibió con un gruñido gozoso.

– ¿Sabes, Pablo?, te estás convirtiendo en un individuo peligroso -me sonreí para mis adentros-. Últimamente, cada vez que te veo, me tiro una semana sin poder sentarme.

Todo su cuerpo se agitó debajo del mío. Era agradable. No había terminado de reírse, cuando me llamó.

– Lulú…

Le respondí con algo vagamente parecido a un sonido. Estaba demasiado absorta en mis sensaciones. Nunca lo había hecho antes, tenderme encima de un hombre, de aquella manera, pero me produjo una impresión deliciosa, su piel estaba fría y el relieve de su cuerpo bajo el mío, diametralmente opuesto al habitual, resultaba sorprendente.

– Lulú… -comprendí que ahora hablaba en serio.

No me sorprendió, incluso lo esperaba, pese a mi exhibición previa, estaba preparada para digerir una nueva despedida, era inevitable.

A pesar de todo, acerqué mi boca a su oído. No estaba segura de que mi voz no me traicionara.

– ¿Sí?

– ¿Quieres casarte conmigo?

Habíamos jugado al mus de pareja muchas veces años atrás. Era el mejor mentiroso que había conocido jamás. Estaba segura, casi segura de que iba de farol, pero acepté su oferta, de todos modos.

Encontré un sitio Para aparcar a la primera, algo realmente sorprendente en viernes. Cuando estaba cerrando la puerta del coche, uno de ellos tropezó

conmigo.

– Perdón -el tono de su voz, dulce y afectada, me pareció inequívoco.

Les miré con atención mientras bajaban la cuesta.

Eran dos. El único que se había disculpado tenía el pelo castaño, rapado por encima de las orejas. Un flequillo largo y lacio, teñido de rubio, le tapaba completamente un ojo. El otro, cuya cara no pude ver, era moreno. Se había recogido el pelo, rizado, en una pequeña coleta, a la altura de la nuca.

Caminaban acompasadamente, por el centro de la calzada empedrada. El más pequeño se retiraba constantemente el flequillo de la cara. Llevaba una camisa muy bonita, con reflejos brillantes pantalones oscuros, ajustados al cuerpo. Su amigo, que me pareció mucho más interesante, por lo menos de espaldas, estaba muy moreno. Un foulard naranja, atado a modo de cinturón, ponía el toque un punto llamativo a su sobrio atuendo, una camiseta negra de tirantes, profundamente escotada, y unos pantalones también negros, muy anchos, con una goma en los tobillos.

Les seguí a distancia. Tenía tiempo de sobra.

Dos esquinas más allá, un tío apoyado en un coche, debajo de una farola, les saludó levantando el brazo. Este iba vestido de blanco, totalmente de blanco, desde las alpargatas hasta la cinta del pelo.

Era muy guapo y muy joven.

Conservaba el aire frágil de los adolescentes.

Me paré delante de un escaparate y les miré a través del cristal. El más bajo llegó primero y depositó un ligero beso en los labios del jovencito. Este se levantó, entonces, y se dirigió hacia el que iba vestido de negro, que se hallaba cruzado de brazos, en medio de la acera. Se colgó de su cuello y le besó en la boca. Pude ver cómo se mezclaban sus lenguas mientras se abrazaban arrebatadamente.

Siguieron caminando hacia abajo, los tres, el del flequillo solo, a un lado, los otros dos entrelazados por la cintura, el moreno acariciaba con una mano de vez en cuando el trasero del que iba vestido de blanco, propinándole pequeños azotes.

Yo les seguía, sin un propósito determinado. Estaba encantada de haberlos encontrado, había tenido suerte.

Torcieron por una callejuela. Atisbé desde la esquina y vi cómo entraban en un bar que yo había frecuentado bastante, en los tiempos de la facultad.

Me hizo gracia, no me imaginaba aquel nido de rojos convertido en un salón de gays.

Pasé por delante de la puerta y no les vi. Un par de cuarentonas con pinta de funcionarias progresistas, lo que en otro tiempo se hubiera llamado solteronas modernas, ocupaban un par de taburetes, en la barra. A su lado había una pareja de jovencitos, chico y chica, que coqueteaban apaciblemente.

Entré para llamar por teléfono.

Ellos estaban de pie, en una esquina. Eché un vistazo al local. Allí había de todo, gente de todos los plumajes, así que decidí quedarme. Me acodé en la barra y pedí una copa.

– ¿Sí? -escuché la voz de mi hermano, al otro lado de la línea.

– ¡Marcelo? Oye, soy yo, mira, lo siento mucho pero no voy a poder ir a cenar -procuré hablar con la boca pastosa-. Llevo toda la tarde tomando copas con una amiga recién separada y estoy bastante mal ¿sabes?, prefiero irme a casa a dormir, dile a Mercedes que lo siento muchísimo, que la semana que viene…

– Pato -parecía preocupado. Ya sabía lo que me iba a preguntar-… Pato, ¿estás bien?

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