Carlos Zafón - Las Luces De Septiembre

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Irene y su familia se trasladan a vivir a bahía azul, donde su madre trabaja como ama de llaves de un misterioso fabricante de juguetes donde vive recluido en una gigantesca mansión poblado por seres mecánicos y sombras del pasado. Un enigma en torno a unas extrañas luces que brillan entre la niebla que rodea el islote del faro, una criatura de pesadilla que se oculta en el bosque, el misterio unirán a Ismael e Irene para siempre durante un mágico verano.
Un misterio que los llevará a vivir la más emocionante de las aventuras en un laberíntico de luces y sombras.

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El repiqueteo de la lluvia arañando en los cristales despertó a Hannah. Era medianoche. La habitación estaba sumida en una tiniebla azul y la luz de la tormenta lejana sobre el mar dibujaba espejismos de sombras a su alrededor. El tintineo de uno de los relojes parlantes de Lazarus sonaba mecánicamente desde la pared, los ojos sobre el rostro sonriente mirando a un lado y a otro sin cesar. Hannah suspiró. Detestaba pasar la noche en Cravenmoore.

A la luz del día, la casa de Lazarus Jann se le antojaba como un interminable museo de prodigios y maravillas. Caída la noche, sin embargo, los cientos de criaturas mecánicas, los rostros de las máscaras y los autómatas se transformaban en una fauna espectral que jamás dormía, siempre atenta y vigilante en las tinieblas de la casa, sin dejar de sonreír, sin dejar de mirar a ninguna parte.

Lazarus dormía en una de las habitaciones del ala oeste, contigua a la de su esposa. Al margen de ellos dos y de la propia Hannah, la casa estaba únicamente poblada por las decenas de creaciones del fabricante de juguetes, en cada pasillo, en cada habitación. En el silencio de la madrugada, Hannah podía oír el eco de las entrañas mecánicas de todos ellos. A veces, cuando el sueño la rehuía, permanecía durante horas imaginándolos inmóviles, con los ojos de cristal brillando en la oscuridad.

Apenas había cerrado los párpados de nuevo cuando oyó por primera vez aquel sonido, un impacto regular amortiguado por la lluvia. Hannah se incorporó y cruzó la habitación hasta el umbral de claridad de la ventana. La jungla de torres, arcos y techumbres anguladas de Cravenmoore yacía bajo el manto de la tormenta. Los hocicos lobunos de las gárgolas escupían ríos de agua negra al vacío. Cómo aborrecía ese lugar…

El sonido llegó de nuevo a sus oídos y la mirada de Hannah se posó sobre la hilera de ventanales del ala oeste. El viento parecía haber abierto una de las ventanas del segundo piso. Los cortinajes ondeaban en la lluvia y los postigos golpeaban una y otra vez. La muchacha maldijo su suerte. La sola idea de salir al pasillo y cruzar la casa hasta el ala oeste le helaba la sangre.

Antes de que el miedo la disuadiera de su deber, se enfundó una bata y unas zapatillas. No había luz, así que tomó uno de los candelabros y prendió la llama de las velas. Su parpadeo cobrizo trazó un halo fantasmal a su alrededor. Hannah colocó su mano sobre el frío pomo de la puerta de la habitación y tragó saliva. Lejos, los postigos de aquella habitación oscura seguían golpeando una y otra vez. Esperándola.

Cerró la puerta de su habitación a su espalda y se enfrentó a la fuga infinita del pasillo que se adentraba en las sombras. Alzó el candelabro y penetró en el corredor, flanqueado por las siluetas suspendidas en el vacío de los juguetes aletargados de Lazarus. Hannah concentró la mirada al frente y apresuró el paso. El segundo piso albergaba muchos de los viejos autómatas de Lazarus, criaturas que se movían torpemente, cuyas facciones a menudo resultaban grotescas y, en ocasiones, amenazadoras. Casi todos estaban enclaustrado s en vitrinas de cristal, tras las cuales cobraban vida repentinamente, sin aviso, a las órdenes de algún mecanismo interno que los despertaba de su sueño mecánico al azar.

Hannah cruzó frente a Madame Sarou, la adivina que barajaba entre sus manos apergaminadas los naipes del tarot, escogía uno y lo mostraba al espectador. Pese a todos sus esfuerzos, la doncella no pudo evitar mirar la efigie espectral de aquella gitana de madera tallada. Los ojos de la gitana se abrieron y sus manos extendieron un naipe hacia ella. Hannah tragó saliva. El naipe mostraba la figura de un diablo rojo envuelto en llamas.

Unos metros más allá, el torso del hombre de las máscaras oscilaba de un lado a otro. El autómata deshojaba su rostro invisible una y otra vez, descubriendo diferentes máscaras. Hannah desvió la mirada y se apresuró. Había cruzado ese pasillo centenares de veces a la luz del día. Eran tan sólo máquinas sin vida y no merecían su atención; mucho menos, su temor.

Con este pensamiento tranquilizador en mente, dobló el extremo del corredor que conducía al ala oeste. La pequeña orquesta en miniatura del Maestro Firetti reposaba a un lado del pasillo. Por una moneda, las figuras de la banda interpretaban una peculiar versión de la Marcha turca de Mozart.

Hannah se detuvo frente a la última puerta del corredor, una inmensa lámina de madera de roble labrada. Cada una de las puertas de Cravenmoore poseía un relieve distinto, tallado en la madera, que escenificaba cuentos célebres: los hermanos Grimm inmortalizados en jeroglíficos de ebanistería palaciega. A ojos de la chica, sin embargo, los grabados eran sencillamente siniestros. Jamás había entrado en aquella estancia; una más entre las numerosas habitaciones de la casa en las que ella no había puesto los pies. Y no lo haría a menos que fuese necesano.

La ventana golpeaba al otro lado de la puerta. El aliento helado de la noche se filtraba entre las junturas de ésta, acariciando su piel. Hannah dirigió una última mirada al largo corredor a sus espaldas. Los rostros de la orquesta oteaban las sombras. Se oía claramente el sonido del agua y la lluvia, como miles de pequeñas arañas correteando sobre el tejado de Cravenmoore. La muchacha inspiró profundamente y, posando la mano sobre el pomo de la puerta, penetró en la habitación.

Una bocanada de aire gélido la envolvió, selló la puerta a sus espaldas con violencia y extinguió las llamas de las velas. Las cortinas de gasa ondeaban impregnadas de lluvia como mortajas al viento. Hannah se adentró unos pasos en la habitación y se apresuró a cerrar la ventana, asegurando el cierre que el viento había aflojado. La muchacha palpó el bolsillo de su batín con dedos temblorosos y extrajo la cajetilla de fósforos para prender de nuevo las llamas de las velas. Las tinieblas cobraron vida a su alrededor, ante la lumbre danzante del candelabro. Tras ellas, la claridad desvelaba lo que a sus ojos le pareció la habitación de un niño. Un pequeño lecho junto a un escritorio. Libros y ropas infantiles tendidas sobre una silla. Un par de zapatos pulcramente alineados bajo la cama. Un diminuto crucifijo pendiente de uno de los mástiles del lecho.

Hannah avanzó unos pasos. Había algo extraño, algo desconcertante que no acertaba a descubrir acerca de aquellos objetos y muebles. Sus ojos sondearon de nuevo la habitación infantil. No había niños en Cravenmoore. Nunca los había habido. ¿Qué sentido tenía aquella cámara?

Repentinamente, la idea vino a su mente. Ahora comprendía lo que la había desconcertado en un principio. No era el orden. Ni la pulcritud. Era algo tan sencillo, tan simple, que resultaba difícil incluso detenerse a pensar en ello. Aquélla era la habitación de un niño. Pero faltaba algo… Juguetes. No había ni un solo juguete en toda la estancia.

Hannah alzó el candelabro y descubrió algo más sobre los muros. Papeles. Recortes. La muchacha posó el candelabro sobre la mesa del escritorio infantil y se aproximó a ellos. Un mosaico de viejos recortes y fotografías cubría la pared. El rostro blanquecino de una mujer dominaba un retrato; sus facciones eran duras, cortadas, y sus ojos negros irradiaban un aura amenazadora. El mismo rostro aparecía en otras imágenes. Hannah concentró sus ojos sobre un retrato de la misteriosa dama con un niño en los brazos.

Su mirada recorrió el muro y reparó en los pedazos de viejos periódicos, cuyos titulares no parecían tener ninguna relación. Noticias acerca de un terrible incendio en una factoría de París y sobre la desaparición de un personaje llamado Hoffmann durante la tragedia. El rastro obsesivo de aquella presencia parecía impregnar toda la colección de recortes, alineados como lápidas en los muros de un cementerio de memorias y recuerdos. Y en el centro, rodeado por decenas de otros pedazos ilegibles, la primera página de un periódico fechado en 1890. Sobre ella, el rostro de un niño. Sus ojos estaban llenos de terror, los ojos de un animal apaleado.

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