Carlos Zafón - Las Luces De Septiembre

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Irene y su familia se trasladan a vivir a bahía azul, donde su madre trabaja como ama de llaves de un misterioso fabricante de juguetes donde vive recluido en una gigantesca mansión poblado por seres mecánicos y sombras del pasado. Un enigma en torno a unas extrañas luces que brillan entre la niebla que rodea el islote del faro, una criatura de pesadilla que se oculta en el bosque, el misterio unirán a Ismael e Irene para siempre durante un mágico verano.
Un misterio que los llevará a vivir la más emocionante de las aventuras en un laberíntico de luces y sombras.

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La fuerza de aquella imagen la golpeó con violencia. La mirada de aquel muchacho de apenas seis o siete años parecía haber sido testigo de un horror que apenas podía comprender. Hannah sintió frío, un frío intenso que irradiaba de su propio interior.

Sus ojos trataron de descifrar el texto borroso que rodeaba la imagen. «Un niño de ocho años es hallado tras haber pasado siete días encerrado en un sótano, abandonado, en la oscuridad», se leía en el pie de foto. Hannah observó de nuevo el rostro del pequeño. Había algo vagamente familiar en sus facciones, tal vez en sus ojos…

En ese preciso instante, Hannah creyó oír el eco de una voz, una voz que susurraba a su espalda. Se volvió, pero no había nadie allí. La joven dejó escapar un suspiro. Los haces vaporosos que emanaban de las velas atrapaban en el aire miles de motas de polvo y sembraban una niebla púrpura a su alrededor. Se aproximó hasta el umbral de uno de los ventanales y abrió con los dedos una franja entre la cortina de vaho que velaba el cristal. El bosque estaba sumido en la bruma. Las luces del estudio de Lazarus, en el extremo del ala oeste, estaban encendidas, y su silueta se podía distinguir recortada entre el cálido halo dorado que parpadeaba tras los cortinajes. Una aguja de luz penetró a través del claro entre el vaho y tendió un cable de claridad a lo largo de la habitación.

Esta vez, la voz sonó de nuevo, más clara y cercana. Susurraba su nombre. Hannah se enfrentó a la habitación en penumbra y por primera vez advirtió el brillo que despedía un pequeño frasco de cristal. El frasco, negro como obsidiana, estaba resguardado en una diminuta hornacina en la pared, envuelto en un espectro de reflejos.

La chica se acercó lentamente hasta aquel lugar y examinó el frasco. A primera vista, semejaba una botella de perfume, pero jamás había visto un ejemplar tan bello corno aquél, ni una talla en cristal tan elaborada corno la que exhibía el frasco. Un tapón en forma de prisma desprendía un arco iris a su alrededor. Hannah sintió un deseo irrefrenable de tornar aquel objeto en sus manos y acariciar con sus dedos las líneas perfectas del cristal.

Con cuidado extremo, rodeó el frasco con las manos. Pesaba más de lo que esperaba, y el cristal ofrecía un tacto helado, casi doloroso al contacto con la piel. Lo alzó a la altura de los ojos y trató de entrever en su interior. Cuanto sus ojos pudieron advertir era una negrura impenetrable. Sin embargo, al trasluz, Hannah experimentó la ilusión de que algo se movía en el interior. Un espeso líquido negro, tal vez un perfume…

Sus dedos temblorosos asieron el tapón de cristal tallado. Algo se agitó en el interior del frasco. Hannah dudó un instante. Pero la perfección de aquel objeto parecía prometer la fragancia más embriagadora que pudiera imaginar. Hizo girar el tapón lentamente. La negrura en el interior del frasco se agitó de nuevo, pero ella ya no le prestaba atención. Finalmente, el tapón cedió.

Un sonido indescriptible, el aullido del gas escapando a presión, inundó la estancia. En apenas un segundo, una masa de negrura se expandió en el aire desde la boca del frasco, como una mancha de tinta en un estanque. Hannah sintió que le temblaban las manos y que aquella voz susurrante la envolvía. Cuando volvió a mirar el frasco, comprobó que el cristal era transparente y que lo que fuera que había ocupado su interior se había liberado gracias a ella. La muchacha dejó el frasco de nuevo en su lugar. Sintió una fría corriente de aire recorriendo la habitación, extinguiendo las llamas de las velas una a una. A medida que la oscuridad se extendía por la estancia, una nueva presencia se hizo visible entre la negrura. Una silueta impenetrable se esparcía sobre los muros pintándolos de tinieblas.

Una sombra.

Hannah retrocedió despacio hacia la puerta.

Sus manos temblorosas se posaron sobre el frío pomo a su espalda. Abrió lentamente la puerta sin apartar los ojos de la oscuridad y se dispuso a salir de la habitación a toda prisa. Algo avanzaba hacia ella, podía sentido.

La muchacha tiró del pomo para sellar la habitación y uno de los relieves de la puerta se enganchó en la cadena que rodeaba su cuello. Simultáneamente, un sonido grave y escalofriante resonó a sus espaldas, el siseo de una gran serpiente. Hannah sintió lágrimas de terror deslizándose por sus mejillas. La cadena se rompió y la muchacha pudo oír cómo la medalla caía en la oscuridad. Libre de la presa, Hannah se enfrentó al túnel de sombras que se abría ante ella. En uno de los extremos, la puerta que conducía a la escalinata del ala posterior estaba abierta. El silbido fantasmal se escuchó de nuevo. Más cerca. Hannah corrió hacia el umbral de la escalinata. Segundos más tarde identificó el sonido de la manija que empezaba a girar en la penumbra. Esta vez, el pánico arrancó un alarido de su garganta y la muchacha se lanzó escaleras abajo.

El camino de descenso hasta la planta baja se hizo infinito. Hannah saltaba los escalones de tres en tres, jadeando y tratando de no perder el equilibrio. Cuando llegó a la puerta que conducía a la parte trasera del jardín de Cravenmoore, sus tobillos y rodillas estaban repletos de golpes, pero apenas percibía el dolor. La adrenalina encendía un reguero de pólvora a través de sus venas y la empujaba a seguir corriendo. La puerta, que nunca se utilizaba, estaba cerrada. Hannah golpeó el cristal con el codo y la forzó desde el exterior. No sintió el corte en el antebrazo hasta que llegó a las sombras del jardín.

Corrió hacia el umbral del bosque mientras el aire fresco de la noche acariciaba sus ropas empapadas en sudor frío y las adhería a su cuerpo. Antes de internarse en la senda que cruzaba el bosque de Cravenmoore, Hannah se volvió hacia la casa esperando ver a su perseguidor cruzando las sombras del jardín. No había rastro de la aparición. Respiró profundamente. El aire frío le quemaba la garganta y clavaba en sus pulmones un punzón candente. Estaba dispuesta a correr de nuevo cuando avistó aquella silueta adherida a la fachada de Cravenmoore. Un rostro corpóreo emergió de la lámina de negrura, y la sombra descendió reptando entre las gárgolas como una gigantesca araña.

Hannah se lanzó a través del laberinto de oscuridad que cruzaba el bosque. La luna sonreía ahora entre los claros y teñía la neblina de azul. El viento encendía las voces siseantes de miles de hojas a su alrededor. Los árboles aguardaban a su paso como espectros petrificados, sus brazos le tendían un manto de amenazadoras garras. Y corrió desesperadamente hacia la luz que la guiaba al final de aquel túnel fantasmagórico, una puerta a la claridad que parecía alejarse de ella cuanto mayor era su esfuerzo por alcanzada.

Un estruendo entre la maleza inundó el bosque.

La sombra estaba atravesando la espesura, destrozando cuanto se oponía a su paso, un taladro mortífero esculpiendo una senda hacia ella. Un grito se ahogó en la garganta de la muchacha. Las ramas y la maleza habían abierto decenas de cortes en sus manos, sus brazos y su rostro. La fatiga le golpeaba el alma como un mazo que nublaba sus sentidos, y le susurraba interiormente que se rindiese al cansancio, que se tendiese a esperar… Pero tenía que seguir. Tenía que escapar de aquel lugar. Unos metros más y alcanzaría la carretera que conducía al pueblo. Allí encontraría algún coche, alguien que la recogería y la ayudaría. Su salvación estaba a tan sólo unos segundos, más allá del límite del bosque.

Las luces lejanas de un coche bordeando la Playa del Inglés barrieron las tinieblas de la espesura. Hannah se incorporó y lanzó un grito de socorro. A su espalda, un torbellino pareció atravesar la maleza y ascender entre las ramas de los árboles. Hannah alzó la mirada hacia la cúpula de ramas que velaban el rostro de la luna. Lentamente, la sombra se desplegó. Ella sólo dejó escapar un último gemido. Filtrándose como lluvia de alquitrán, la sombra se abatía sobre Hannah desde las alturas. La muchacha cerró los ojos y conjuró el rostro de su madre, sonriente y parlanchina.

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