Penny Vincenzi - Reencuentro

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Una noche de 1987, alguien abandona a una niña recién nacida en el aeropuerto de Heathrow. Un año antes, tres chicas, Martha, Clio y Jocasta, se habían conocido por casualidad en un viaje y habían prometido volver a encontrarse, aunque pasará mucho tiempo antes de que cumplan la promesa. Para entonces, Kate, la niña abandonada, ya será una adolescente. Vive con una familia adoptiva que la quiere, aunque ahora Kate desea conocer a su madre biológica. Es decir, una de aquellas tres jóvenes, ahora mujeres acomodadas. Pero ¿qué la llevó a una situación tan desesperada?
La trama que desgrana este libro se sitúa allí donde confluyen entre estas cuatro vidas. Y es que Kate verá cumplido su deseo aunque, como enseñan algunas fábulas, a veces sea mejor no desear ciertas cosas…

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– ¿Y?

– Y allí sólo había un hombre muy borde que me ha dicho que los sábados no había nadie, y yo he dicho que quién era él, y ha dicho que sólo había ido un momento. He dicho que no le veía la diferencia. Que sólo quería saber los nombres de gente que trabajaba allí hace quince años, y me ha dicho que esa información era confidencial y que no se podía facilitar a cualquiera. Me ha dicho que escribiera una solicitud y que la tendría en cuenta. Y ya está.

– Bueno -dijo Helen con cautela-, ¿por qué no escribes?

– Mamá, son unos idiotas. No saben nada de nada. Y no quieren ayudar.

– ¿Le has contado a alguien por qué querías saberlo?

– Por supuesto que no. No pienso ir por ahí en plan penoso buscando a mi madre. No quiero que me tengan lástima.

– Kate, cariño -dijo Helen-. Creo que tendrás que hacerlo. De otro modo tus razones podrían considerarse dudosas. Piénsalo un momento.

Kate la miró y luego dijo:

– No, mamá, ni hablar. Lo haré a mi manera. Sé lo que me hago.

– Está bien -dijo Helen.

No hizo nada más durante unos meses. Después se fue a Heathrow y se acercó al mostrador de información y preguntó cómo podía ponerse en contacto con una de las personas que limpiaban.

– ¿Tienes algún nombre? -dijo la rubia teñida, dejando de teclear el ordenador un momento.

– No.

Kate suspiró.

– Entonces no sé cómo podemos ayudarte.

– Tendrá una lista de personas.

– Aunque la tuviera, si no me das un nombre, ¿de qué te serviría la lista? ¿Es una queja o qué?

– No -dijo Kate.

– ¿Entonces qué?

– No… no puedo decírselo.

– En ese caso -dijo, volviendo a teclear-, no creo que pueda ayudarte. Puedes escribir al departamento de RH si quieres.

– ¿Qué es RH?

– Recursos Humanos. Si me disculpas, hay gente que espera. Diga, señor.

Indicó a Kate que se apartara para poder hablar con el hombre que estaba detrás de ella.

Kate sintió la misma desesperación que la primera vez. Fue a una cafetería, pidió una coca-cola y se sentó buscando con la mirada al personal de limpieza. Algunos eran muy mayores. Seguro que estaban allí hacía quince años. Seguro que se conocían todos. Seguro. Acabó la coca-cola y se acercó a una asiática de mediana edad que limpiaba mesas. Le preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando allí.

– Demasiado tiempo, guapa, demasiado. -Le sonrió cansadamente.

– ¿Quince años?

– Oh, no.

– ¿Conoce a alguien que sí?

– Puedo preguntarlo. ¿Por qué quieres saberlo?

– No se lo puedo explicar. Lo siento. Pero no es nada… malo.

– Lo intentaré.

Kate esperó un buen rato, observándola. Preguntó a algunos compañeros de la mujer; algunos sonreían, otros arqueaban las cejas como las enfermeras, y todos menearon la cabeza. Finalmente un hombre con aspecto oficial fue hacia la mujer asiática y le preguntó algo. Ella dejó de sonreír y señaló en la dirección de Kate. El hombre se acercó a ella.

– Disculpe, señorita. ¿Puedo ayudarla?

– No -dijo Kate-, estoy buscando a alguien.

– ¿A quién busca?

– A alguien que trabajaba aquí hace quince años.

– ¿Y para qué busca a esa persona?

– Lo siento, pero no puedo decírselo.

– En ese caso, debo pedirle que deje de hacer perder el tiempo a mis empleados. Si tiene alguna solicitud, puede presentarla a través de los canales previstos. Escriba al departamento de Recursos Humanos. Pero no la ayudarán si no les da una razón satisfactoria.

Kate cogió el metro hasta Ealing y pasó la tarde en su habitación. Aquel día no dejó que Helen entrara.

Y ése, otra vez, más sollozos. Helen se armó de valor y llamó a la puerta. No podía dejarla así, y además creía saber por qué lloraba. Al día siguiente era el cumpleaños de Kate.

– ¿Kate? Cariño, ¿puedo ayudarte?

– No, gracias -dijo ella, después de un rato.

– ¿No puedo escucharte al menos?

– He dicho que no.

– Bien. Entonces…

Sonó el teléfono. Agradecida, Helen fue a cogerlo.

– Era la abuela -comentó, volviendo a la habitación de Kate-. Quiere invitarnos a todos a cenar mañana, para celebrar tu cumpleaños. ¿No es estupendo? Al Joe Allen's, en Covent Garden. Dice que es muy divertido.

– ¿Al Joe Allen's? -Kate se esforzó por parecer desinteresada, pero no lo logró-. Bien por la abuela. Es una caña.

– Me alegro de que te guste. En fin, ¿seguro que no quieres contarme nada?

– ¡Mamá! ¡Te he dicho que no! -Pero sonrió a Helen y le dio un breve abrazo-. Estoy bien. En serio.

Aliviada, Helen bajó a comunicarle a Jim la invitación de Jilly. No le hizo mucha gracia y dijo que creía que no debían ir.

– Siempre hemos celebrado los cumpleaños en casa. Es una tradición familiar. Y tú ya le habías hecho un pastel. ¿Qué vas a hacer con él?

– Nos lo comeremos antes de marcharnos. O a la vuelta. Jim, creo que es importante que vayamos. Y es muy generoso de su parte. Por favor, ¿puedo llamarla y decirle que sí?

Un silencio. Por fin:

– Bueno -dijo Jim de mala gana.

– Bien, gracias.

Fue a llamar a Jilly para decirle que todos irían encantados. Por Dios, qué difícil era la vida. Y desde luego la velada tampoco sería pan comido. Por mucho que se esforzaran por disimular, siempre afloraba la tensión entre su madre y Jim. Sin embargo, valía la pena hacerlo por Kate. Como tantas cosas…

Jilly había fingido desde el principio con todo el mundo que le gustaba mucho Jim. En realidad, le parecía aburrido, pretencioso y vulgar. Incluso su aspecto era vulgar, con su cabello castaño bien cortado, su cara redonda y la barriga incipiente. La clase de persona con la que Helen no se habría casado nunca, si las cosas hubieran sido diferentes.

Si Jilly no se hubiera quedado viuda tan cruelmente, cuando Helen tenía sólo tres años. Y no sólo se había quedado sola, sino en condiciones deplorables. Con un valor y una determinación admirables, había cambiado su elegante casa de Kensington Mews (por la que había obtenido un precio decepcionante por culpa de la hipoteca) por una casita eduardiana bastante modesta en Guildford. Había seguido un curso de taquigrafía y se había pasado diez años trabajando de secretaria a tiempo parcial.

Podría haberse casado otra vez, tuvo bastantes proposiciones. Pero Mike Bradford había sido su amor verdadero, y no soportaba la idea de que otro fuera el padrastro de Helen. Ella era el trabajo de su vida y no lo echaría a perder por un hombre mediocre. Sin embargo, Helen se había echado a perder ella solita con un hombre así. Muy mediocre. No había duda de que Jim era muy inteligente, porque no llegabas a ser director de un instituto a los treinta y ocho si no lo eras. Pero aun así, ¡un profesor! ¡Para Helen! Viviendo en una casita miserable de Ealing. Y… Jim. ¿Por qué Jim? ¿Por qué no James, un nombre tan distinguido? Lo había pensado la primera vez que lo había oído, el día de su boda. Yo, James Richard, te tomo a ti, Helen Frances…

En fin, ¿por qué Jim?

Porque Helen le quería. Le quería mucho. Era amable y cariñoso, y le daba confianza en sí misma, no sólo porque la consideraba muy atractiva y se lo decía («siempre soñé con una chica alta con el pelo oscuro y los ojos azules, pero nunca creí que la tendría»), sino porque la encontraba interesante y también solía decírselo.

Además Jim era un padre estupendo. Siempre estuvo a su lado con lo de la adopción y participaba en todos los aspectos de la educación de las niñas. Demasiado anticuado para creer que era su obligación levantarse por las noches o cambiar pañales, pero dispuesto a hablar de todo con ella, con la seriedad y la atención que ponía en todo lo que hacía en la vida. Del orinal, de la guardería, de la disciplina. Y estaba muy orgulloso de las dos: de Kate y de Juliet. Helen sabía que todo el mundo se preguntaba si sentían un afecto distinto por Juliet, porque era su hija biológica y no la de otros, pero los dos decían con total sinceridad que no era así. Las dos eran sus hijas y las querían, así de sencillo.

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