Reacia a rendirse, bajó al suelo y, sin prestar atención a su falda, trepó por encima de las basuras hasta alcanzar la otra ventana. Pero se hallaba demasiado alta para que pudiera captar algo. Iba a indicarle a su ayudante que acercara algunas piedras caídas cuando unos sonidos procedentes del cuarto que intentaba ver llamaron su atención.
Eran sonidos muy raros. Desconcertada, se acercó más al edificio y escuchó. Al principio solo capto una especie de gemido bajo, acentuado por restallidos. Al quedarse quieta, esos últimos se volvieron más pronunciados y los gemidos parecieron manifestaciones de dolor. Alarmada, miró a Ashdowne.
– ¡Está matando a alguien ahí dentro! -susurró horrorizada. Entonces algo en los gritos le resultó familiar y reconoció la voz del señor Hawkins-. No -corrigió-. ¡Alguien lo está matando a él!
Se lanzó hacia la entrada posterior decidida a detener esa carnicería. No importaba que fuera un ladrón despreciable, no podía quedarse inmóvil mientras el señor Hawkins recibía su fin.
– ¡No! ¡Aguarda! -pidió Ashdowne en voz baja.
Pero Georgiana no estaba de humor para la cautela. La puerta se abrió con facilidad y entró en la tenue cocina, donde los olores rancios de comida se mezclaban con un aroma abrumador de perfume. Se detuvo un momento para recuperar el aliento cuando el grito de Hawkins desgarró el aire. Se lanzó hacia el umbral de un cuarto pequeño y deslucido y contempló la escena asombrada.
El buen vicario, tan estoico y superior durante sus breves conversaciones, estaba apoyado sobre una silla de terciopelo rojo, con el trasero desnudo sobresaliendo al aire. De pie había una mujer, enfundada en un atuendo extraño con un látigo en la mano. Era una escena tan increíble que Georgiana no realizó ningún movimiento más para ir en su ayuda; se preguntó por qué seguía sobre la silla si no estaba atado.
De hecho, parecía dar la bienvenida al castigo de la mujer. Vio que el látigo que blandía no era corriente, sino hecho de un material suave que no daba la impresión de causar daño alguno al trasero rígido del vicario. Este lo meneaba como si estuviera ansioso de recibir el tratamiento, a pesar de que aullaba y suplicaba misericordia.
Por su parte, a la mujer, que llevaba unas botas altas adornadas con unas borlas y una especie de chaqueta militar ceñida y poco más, se la veía más bien aburrida con el ejercicio. Tenía un látigo de verdad que restallaba sobre el suelo mientras entre bostezos empleaba el inocuo sustituto sobre Hawkins.
Toda la situación era tan desconcertante y al mismo tiempo tan absurda que Georgiana quedó paralizada entre un jadeo y una carcajada;
Muda, permaneció en su sitio hasta que sintió el calor de una mano en su cintura. Era Ashdowne, desde luego, pero los nervios de ella se hallaban estirados al límite y se sobresaltó, atrayendo la atención de la mujer poco vestida.
Se volvió hacia ellos con una expresión de irritación.
– Solo un cliente por vez -expuso. Enfadada, se concentró en el trasero del vicario-. Si es idea tuya ya puedes olvidarla. ¡Trabajo sola! Soy una artista y no quiero saber nada de tus orgías.
– ¿Qué? -Hawkins alzó la cabeza; indignado, se atragantó y se levantó los pantalones mientras intentaba levantarse-. ¿Qué hacen aquí? -gritó boquiabierto al mirar a Georgiana y Ashdowne. Miró a su compañera-. Si crees que puedes chantajearme, tengo noticias para ti, bruja. ¡No me sacarás ni un penique!
– ¡Aguarda un momento! ¡Yo no sé nada de esos dos! -alzó las manos que aún sostenían los látigos.
– Pido disculpas por la intrusión -manifestó Georgiana-. Pero investigo un hurto determinado y tengo motivos para creer que usted sabe algo.
– ¿Yo? -chilló la mujer-. No sé nada sobre un robo, señorita. Simplemente hago aquello por lo que me pagan, y si por casualidad pierden algo de cambio mientras tienen bajados los pantalones, no se me puede culpar por ello, ¿verdad?
– Tranquila, señora, ya que no deseamos hablar con usted, sino con su cliente -Ashdowne se adelantó, se acercó a la mujer y le susurró algo.
Georgiana sospechó que también le entregó algo de dinero, ya que al retroceder, la otra era toda sonrisas.
– Bueno, entonces los dejaré para que concluyan sus asuntos -se marchó sin expresar ninguna protesta más.
Hawkins estaba rojo.
– ¿Qué creen que están haciendo? -acusó, aunque le costaba mantener una postura digna mientras se sujetaba los pantalones.
– ¿fue así como perdió su anterior puesto? -preguntó Ashdowne con voz engañosamente suave. Se adelantó para alcanzar el látigo pequeño que había dejado la mujer, luego le lanzó una mirada despectiva a Hawkins-. ¿Por acercarse demasiado a sus feligresas?
– ¡No es verdad! ¡Fue culpa de lord Fallow! Yo solo consolaba y atendía a su esposa, en particular durante sus largas ausencias, cuando de pronto se ofendió y me expulsó sin motivo alguno -replicó Hawkins-. ¡Y lo que hago en privado no es asunto de nadie!
– Siempre y cuando no se ocupe de la esposa de otro hombre -espetó el marqués.
– Sea como fuere -interrumpió Georgiana-, aquí nos ocupa el collar de lady Culpepper. Si lo devuelve de inmediato, intentaremos convencerla de que no presente cargos contra usted.
Hawkins la miró boquiabierto y ella experimentó un mal presagio. O bien el hombre era un actor consumado o desconocía todo sobre el robo. Reacia a aceptar esa última conclusión, alzó la barbilla.
– Es evidente que le desagrada lady Culpepper…
– Odio a toda su clase -cortó Hawkins con un bufido-, a ese grupo de hipócritas que nos restriega su riqueza -miró a Ashdowne con ojos centelleantes-. ¡Pero yo no me apoderé de su collar! ¿Cómo podría hacerlo? Estuve en la fiesta en todo momento. Si quiere conocer mi opinión, seguro que el robo no existió. Probablemente la vieja bruja quiera cobrar el dinero del seguro mientras vende las piezas por separado.
Como investigadora imparcial, Georgiana debía considerar la posibilidad de que su acusación fuera cierta. Por suerte, mientras meditaba, su ayudante intervino.
– Quizá quiera contarnos dónde estaba exactamente en el momento del robo -sugirió Ashdowne.
– ¿Por qué yo, milord? -miró al marqués con manifiesto desprecio-. Había mucha gente allí. Cualquiera podría haber cometido el robo. Sin embargo, elige acosarme a mí. ¿Por qué? ¿Es una especie de venganza por los puntos de vista que me inspira la aristocracia o es otra de las artimañas de lord Fallow? -rígido de furia, el vicario por fin logró abrocharse los pantalones-. ¡Pues no puede culparme por esto! Me hallaba con una dama en el armario de la ropa de cama.
– ¿De verdad?
– ¡De verdad! Y para que no crea que miento, pregúnteselo a la mujer. ¡La señora Howard!
Georgiana lo observó sorprendida, ya que conocía a la dama en cuestión, y también al señor Howard, su esposo; sin embargo, Hawkins no mostraba rastro alguno de vergüenza por su conducta. No cabía duda de que se merecía ser azotado.
– Y ahora, si me disculpan -añadió-, ¡les agradecería que me dejaran en paz! -con la poca dignidad que le quedaba, el vicario atravesó el umbral con paso rígido, sin saber que llevaba la camisa suelta por detrás.
Georgiana apenas fue capaz de contener una risita. ¿Quién iba a pensar que el severo y pomposo vicario le iba a pagar a una mujer para que lo azotara? Realmente era demasiado absurdo.
Aunque intentó ejercer el control, al volverse para mirar a Ashdowne supo que no lo conseguiría, ya que también él parecía dominado por la risa. En cuanto se cerró la puerta detrás del vicario, los dos se apoyaron entre sí y cedieron a una sonora carcajada.
En cuanto murió la diversión, Georgiana hundió los hombros, dejó de sonreír y a Ashdowne le pareció que el sol se había puesto. La habría tomado en sus brazos para convencerla de que olvidara todo lo referente respecto a Hawkins y el collar robado, pero supo que ese no era el lugar apropiado.
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