– ¿Qué ha sido eso? -inquirió él.
– Nada -murmuró ella al acercarse al agua. ¿La bota se hundiría? Le pareció que captaba la piel antes de impecable flotando cerca del borde del estanque. Si pudiera avanzar un poco más y… Se arrodilló y se inclinó justo a tiempo para ver cómo desaparecía bajo la superficie. Desesperada, se estiró, pero con un movimiento demasiado forzado.
Lamentando no haberle hecho caso a Ashdowne, durante un momento prolongado se mantuvo en un equilibrio precario antes de caer de cabeza en las aguas templadas.
Al principio quedó desorientada por el líquido oscuro y se vio arrastrada al fondo por el peso del vestido, luego tocó el fondo con un pie y logró enderezarse, plantando los dos con firmeza. Acababa de emerger del agua, escupiendo, cuando unas manos se cerraron en torno a su cintura.
– ¡Maldita sea, Georgiana! ¡Te dije que te quedaras quieta! -la furia de Ashdowne era inconfundible.
Intentó explicárselo, exponer una protesta, pero lo tenía demasiado cerca. Y estaba mojado.
Atontada, pensó que en su precipitación debió nadar hasta ella. La camisa negra se pegaba a unos amplios músculos. El corazón se le desbocó y separó los labios en busca de más aire, ya que la oscuridad húmeda de pronto la ahogó.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó él.
En el minuto de que dispuso para mirarlo, de nuevo notó que la observaba como si fuera si no un bicho, al menos sí algo que estaba dispuesto a devorar. Tuvo tiempo de respirar otra vez antes de que la pegara a él y su boca descendiera con una violencia que jamás había imaginado.
Entonces Georgiana se perdió en la oscuridad y el calor del agua fue insignificante comparado con el del cuerpo y las manos de Ashdowne a través de su ropa. Él deslizó las palmas arriba y abajo por su espalda y luego las plantó en sus hombros; antes de darse cuenta, el vestido cayó hasta su cintura y los pechos quedaron pegados contra el muro sólido de su torso.
Y entonces él los tocó. Con un gemido bajo, Georgiana se arqueó hacia atrás mientras sus dedos exploraban cada curva de su piel. Mojados, se movieron por su cuerpo invadiéndola con unas sensaciones que le parecieron incomparables hasta que los labios de Ashdowne se plantaron allí y la lengua le lamió los pezones; luego se dedicó a succionarle uno y después el otro.
Sintió algo salvaje, en los pechos y en el resto del cuerpo, hasta que se asentó con fiereza en la unión de sus muslos. Se retorció en un intento por mitigar la pesadez que dominó esa zona de su anatomía. Al final notó que el firme embate del muslo duro de Ashdowne le separaba las piernas. Se pegó justo en el punto que tanto la inflamaba, haciendo que estuviera a punto de llorar de alivio. ¡El querido marqués sabía exactamente lo que había que hacer!
– Ashdowne -susurró, aferrándose a su espalda cuando le faltó el equilibrio. La camisa de él se había soltado y con gesto osado ella introdujo las manos por debajo, para acariciarle la piel firme, suave y húmeda. Había algo en el agua que le potenciaba los sentidos. Ese fue su último pensamiento coherente antes de que su cerebro se rindiera al resto de ella, abandonando gustoso el dominio de todo su cuerpo-. Ashdowne -murmuró otra vez.
Sintió la pared a su espalda, oyó el sonido apagado del agua y vio las estrellas en lo alto antes de que él volviera a apoderarse de su boca. Le rodeó el cuello con los brazos, atrayéndolo mientras su muslo la frotaba. Las sensaciones producidas por ese movimiento leve se hallaban más allá de su comprensión, pero las aceptó, incapaz de detenerse, de hacer otra cosa que gemir.
Ashdowne susurró palabras de ánimo y la levantó un poco, le alzó la falda y se situó entre sus muslos, de modo que su parte más privada quedó desnuda bajo el agua. Pero antes de que Georgiana pudiera emitir una protesta abochornada, se pegó a ella. En vez de la pierna, lo que sintió fue la parte frontal de sus pantalones, una fina capa de tela que separaba su desnudez de la protuberancia dura y poderosa que tenía delante.
Era algo que iba más allá de cualquier cosa que Georgiana hubiera podido imaginar, y por una vez le pareció insuficiente la proximidad con Ashdowne. Se retorció, buscando una especie de culminación en las sensaciones que crecían en su interior mientras el cuerpo de él la frotaba a un ritmo primitivo que la hacía jadear, desear, necesitar… hasta que la oscuridad, el agua y Ashdowne la envolvieron en un calor creciente que al alcanzar su apogeo la impulsaron a gritar al tiempo que la ahogaban en un placer increíble.
Él siguió con sus acometidas, duras, con una intensidad que ella no había creído que tuviera. Luego su gemido entrecortado reverberó en el silencio mientras su cuerpo temblaba poseído por la fuerza que momentos antes había consumido a Georgiana. ¿Habría conocido una felicidad similar?
– Oh, Ashdowne -musitó con la boca pegada a su cuello, demasiado atontada para decir algo más complejo. Mientras en el silencio sus respiraciones se sosegaban, se preguntó si alguna vez podría recuperar la normalidad después de lo sucedido. ¿Qué milagro había obrado en ella? ¿Qué magia era esa que solo él podía invocar?
Apartó el rostro y vio que él parecía somnoliento y satisfecho, pero la expresión irónica de sus labios la confundió. Abrió la boca para hablar, o quizá para besarlo con un ardor más sosegado, cuando un ruido sonó en el silencio.
La puerta.
Georgiana se puso rígida cuando la mano de Ashdowne le cubrió la boca y la arrastró hacia el interior del agua hasta que solo sus caras quedaron por encima de la superficie, su cuerpo tenso contra el suyo. Con los ojos muy abiertos, ella miró en dirección a los escalones, dónde la lámpara extendía su difuso fulgor sobre el borde del estanque.
– ¿Milord?
Sintió que él se relajaba y dejó que sus propios músculos lo imitaran al reconocer la voz de Finn. Aunque esperaba que el marqués se incorporara, no lo hizo y permaneció sosteniéndola con fuerza bajo el agua. No fue hasta ese momento cuando Georgiana se dio cuenta de que la falda flotaba en la superficie y el corpiño del vestido estaba en torno a su cintura. Emitió un sonido desconsolado que los dedos de Ashdowne ahogaron.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Llevan aquí un buen rato, milord, y me pareció oír un grito. Me preocupaba que algo hubiera salido mal, pero veo que debí equivocarme. Tómense su tiempo y, por favor, perdonen la interrupción -indicó con voz seria con un deje de diversión.
– Nos ha costado encontrar lo que veníamos a buscar, pero ya no tardaremos mucho -afirmó Ashdowne. No la soltó hasta que la puerta volvió a cerrarse. La ayudó a incorporarse y al rato hizo que su vestido exhibiera una compostura competente mientras ella lo miraba aturdida.
Seguía allí de pie con expresión tonta cuando él dio media vuelta, se dirigió hacia la piedra caída y con facilidad extrajo el libro, mientras Georgiana lo miraba sorprendida. ¿Habían ido para eso? ¿A buscar el libro? En el exótico hechizo del abrazo de Ashdowne, había olvidado completamente. Seguía con la mente sin funcionarle cuando él tiró de su mano y la llevó hacia la pequeña baliza que era la lámpara.
– Hmm. ¿Qué es esto?
– Parece una bota -explicó ella de forma innecesaria.
– Ah. Y además es familiar -añadió Ashdowne.
– Yo, eh… -comenzó, volviéndose hacia él.
– Olvídalo. No lamentaré la pérdida de una bota después… -calló y le acarició la mejilla con un dedo mojado. Georgiana cerró los ojos y tembló-. Fue por una buena causa -musitó con una voz que terminó de derretirla-. Pero se hace tarde, y debo llevarte a casa antes de que te enfríes.
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