– Debo recordarte, Ashdowne, que la nuestra es una relación estrictamente de negocios. Y que no puedo permitir que me distraigas de mi propósito.
– Desde luego -respondió con toda la docilidad que pudo exhibir. Ella lo contempló con escepticismo, giró hacia la calle y él la siguió, contento de dejar que el día se desarrollara como quisiera.
Después de todo, la vida era una aventura.
A última hora de la tarde, Georgiana tuvo que reconocer que su interés en la persecución comenzaba a flaquear. Ashdowne seguía con ella, aunque no dejó de atosigarla con que pararan a comer, para cenar pronto o probar algo de bocado. Supuso que un hombre que poseía la masa muscular del marqués tenía que ingerir suficientes alimentos para mantener ese cuerpo extraordinario, aunque ella era reacia a dejar de vigilar por un instante al señor Hawkins.
Por desgracia, el vicario no había realizado nada digno de mención. Después de salir de su casa a mediodía y pasar por el Pump Room, donde habló con algunas damas mayores, se dirigió a Milson Street para hacer unas compras excesivas para un hombre de sus medios económicos. Aunque tuvo que reconocer que no compró, sino que se dedicó a mirar los escaparates.
– ¿Piensas que sabe que le seguimos? -inquirió Georgiana al ocurrírsele de pronto la posibilidad. Ashdowne la miró con acritud, como si de algún modo lo hubiera insultado.
– El buen vicario no tiene ni idea -la observó con expresión pensativa-. A menos que pueda oír los crujidos de mi estómago.
– ¡Vamos, Ashdowne! -al ver que su presa volvía a ponerse en marcha, tiró de su manga. Cuando Hawkins entró en otro establecimiento, se detuvo ante el escaparate de un local que vendía guantes.
Georgiana miró por encima del hombro y quedó consternada al ver que el otro había entrado en una pastelería. Ashdowne amenazaba con amotinarse y, debido a su propia debilidad por los dulces, Georgiana notó que su determinación también se tambaleaba, pero se contuvo con valor. El señor Hawkins era su última oportunidad de reivindicación para impulsar su carrera de investigadora, y no tenía intención de estropearla por una porción de tarta de frambuesa.
– Puedes hacer lo que te plazca, pero yo tengo intención de continuar -le indicó con firmeza al marqués. Aunque esperaba que la abandonara, Ashdowne suspiró y permaneció a su lado. Realmente, su presencia le producía un gran placer.
A insistencia de él había dejado de llamarlo milord. Quizá su madre no lo aprobara, pero en cuanto entregaran al vicario al detective de Bow Street, el caso, y su asociación con el marqués, concluiría. Por desgracia, en vez de consolarla, ese conocimiento hizo que se sintiera vacía, como una tarta que se había desplomado sobre sí misma.
Siempre lógica, achacó la extraña sensación al hambre.
Durante las horas siguientes, el señor Hawkins no hizo paradas raras, no estableció encuentros clandestinos y no habló con personas peculiares. No hizo nada merecedor de atención y al final terminó por regresar otra vez al Pump Room. Aunque Ashdowne no se quejó, Georgiana se sentía exasperada.
– ¿Es que ese hombre nunca hace nada interesante? -se quejó al apoyarse en una pared baja de piedra.
– Me temo que no todos podemos ser tan intrépidos como tú, querida -vio que ella se inclinaba para quitarse un zapato, que golpeó contra la pared hasta que un pequeño guijarro cayó al suelo-. ¿Puedo ayudarte de algún modo? -preguntó, mirando su pie de una manera que amenazó con aturdirla otra vez.
– ¡No! -exclamó.
– Podría masajeártelo -sugirió él con un tono que a Georgiana le produjo un gran calor interior.
– No intentes animarme -se calzó otra vez y lo miró con ojos centelleantes al tiempo que apoyaba la barbilla en la mano.
– ¿Quieres que lo aferre por el cuello y le exija que se confiese?
Ella no fue capaz de contener una sonrisa. Aunque el plan tenía sus méritos, el señor Hawkins era de un calibre distinto que lord Whalsey y no se dejaría intimidar con tanta facilidad.
– No -musitó-. Sigamos vigilándolo.
– Hasta que desfallezcamos de hambre -afirmó Ashdowne.
– Sí.
Justo cuando ella empezaba a pensar que tendrían que separarse para comer algo, el señor Hawkins entró en una cafetería y ordenó la cena. Con discreción, Georgiana y Ashdowne ocuparon una mesa en sombras al final del establecimiento y se pusieron a cenar.
Aunque tuvo que soslayar el postre, Georgiana se sentía mucho mejor cuando siguieron a su presa en dirección a uno de los baños modestos de la ciudad.
Después de esperar unos minutos, entraron y permanecieron junto a la puerta. Ocultos bajo un arco, vieron al vicario hablar con uno de los empleados y encaminarse hacia los escalones. Para sorpresa de ella, sacó un libro de la chaqueta y lo llevó consigo mientras entraba en las aguas medicinales. Aunque no tardó en hundirse más y más, mantuvo el ejemplar en las manos y lo abrió, como si quisiera leer. Pero Georgiana notó que la mirada se le distraía, en particular al acercarse a una mujer.
– Es rao -musitó Ashdowne a su lado-. Por lo que has dicho, no lo consideraría un clérigo devoto que estudie la Biblia en los baños.
– ¡Creo que no está leyendo! -repuso con disgusto-. Sospecho que viene aquí solo para regodearse con las mujeres y sus ropas mojadas -a pesar de que los baños proporcionaban batas a sus clientes, la humedad hacía que los atuendos se pegaran al cuerpo, en ocasiones dejando poco a la imaginación. Ashdowne la estudió con una ceja enarcada y una sonrisa irónica, pero Georgiana no se amilanó, ya que era él quien insistía siempre en que hablaran con claridad-. He observado que Hawkins tiene un marcado interés en los pechos de las damas -insistió.
Par su consternación, la mirada de Ashdowne descendió despacio hasta sus propios senos, que parecieron inflamarse en respuesta.
– Pues más le vale que mantenga los ojos apartados de los tuyos -manifestó el marqués con tono serio.
Con cierto esfuerzo, Georgiana desvió la atención de su tentador ayudante y volvió a concentrarse en su sospechoso. Lo observó caminar por el perímetro, con la Biblia en la mano, pero como si quisiera demostrar que ella tenía razón, cada vez que podía miraba con disimulo a las mujeres.
Continuó de esa guisa hasta que la señora Fitzlettice, una viuda próspera de temperamento encendido, entró en el agua. Al verla, Hawkins no tardó en cerrar el libro y observó a su alrededor con suspicacia. Convencido al parecer de que nadie lo vigilaba, metió el ejemplar detrás de una piedra suelta en la pared.
Georgiana giró la cabeza hacia Ashdowne y en su rostro vio reflejado el mismo asombro que sentía ella.
– ¿Has visto eso? -preguntó.
– Estoy atónito -murmuró.
– ¡Voy a entrar! -quiso avanzar, pero él la inmovilizó con firmeza por el brazo.
– ¡Aguarda! Hawkins te verá.
El tono que empleó hizo que se detuviera. Tenía razón, desde luego. El vicario y la viuda se hallaban demasiado cerca del escondite del libro para que Ashdowne o ella pudieran recogerlo. Frunció el ceño frustrada.
– ¿Y si uno de nosotros los distrae para que el otro llegue hasta el libro? -lo miró con esperanza, pero la única réplica que obtuvo fue una mirada categórica que le dio a entender lo que creía de su sugerencia.
– Dudo que incluso tus incomparables atributos basten para distraer la atención del buen vicario de una posible benefactora, en particular una cuyos bolsillos están llenos.
Aunque se ruborizó por la descripción que hizo de sus pechos, Georgiana hubo de reconocer que volvía a tener razón. Sin embargo, era demasiado impaciente para esperar con la misma relajación que parecía tan natural en Ashdowne. Esa era la primera señal de que el vicario era el ladrón, la primera confirmación de sus sospechas.
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