Deborah Simmons - Ladrón Y Caballero

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Georgiana Bellewether no era capaz de entender por qué su familia había elegido pasar toda la temporada en la aburrida Bath. Allí jamás ocurría nada que estimulara su mente curiosa… ¡hasta la noche en que robaron las esmeraldas de lady Culpepper1 Si fuera capaz de mantener la mente en el caso y no distraerse con aquel hombre enigmático vestido de negro, el seductor lord Ashdowne…
Recién nombrado marqués de Ashdowne, Johnathon Saxton lamentaba la poca excitación que dominaba sus días, sometidos a la responsabilidad de su título. Pero cuando la exótica Georgiana Bellewether cayó literalmente en sus brazos, supo que aquello se había terminado…

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– Debió llevar el libro todo el día consigo -susurró-. No me extraña que no pudiéramos encontrar nada en su alojamiento. Sin duda lo lleva a todas partes. ¿Qué mejor lugar para guardar un collar que en un libro hueco?

Nadie sospecharía de un vicario con una Biblia. El único en que podría correr peligro era si una persona devota, como la señora Fitzlettice, le pedía leer un versículo. Esa, desde luego, era la causa por la que el señor Hawkins lo había escondido antes de saludarla. Georgiana sonrió. Todo cuadraba a la perfección.

Por desgracia, el vicario seguía enfrascado en conversación con la señora Fitzlettice, y continuaron así un tiempo que pareció interminable antes de empezar a apartarse del libro oculto. Entonces Georgiana quiso ponerse en movimiento otra vez, pero su cauto ayudante volvió a retenerla. Él señaló con la cabeza; para su sorpresa, los dos salían del agua. Al parecer iban a marcharse juntos, ¡dejando el libro atrás!

Sobresaltada, Georgiana dejó que Ashdowne la condujera fuera del edificio hacia las sombras de un portal próximo. El sol se ponía. El señor Hawkins y la viuda fueron los primeros en salir de entre una hilera de clientes. Georgiana aguardó con la respiración contenida y luego se mostró alarmada por el sonido del cerrojo. ¡Cerraban el lugar!

Enfadada, se volvió hacia él, ya que todo era por su culpa. Lejos de ayudarla, lo único que había hecho había sido frenarla de forma poco razonable, y ya era demasiado tarde. Abrió la boca para manifestar su indignación, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, él le tomó las manos y la acercó.

– Volveremos mañana a primera hora -prometió.

A pesar de la tentación de sus palabras, Georgiana se soltó, decidida a no dejar que la abotargara en la complacencia con su voz suave y su presencia abrumadora.

– ¡No! Las joyas están en ese libro, ¡no me cabe la menor duda! Y, en ese caso, Hawkins no las abandonará mucho tiempo. Estoy convencida de que jamás fue su intención separarse de ellas. Por supuesto, no esperará hasta mañana para recuperarlas -Ashdowne gimió, pero ella soslayó sus protestas-. Debemos regresar cuando el lugar esté desierto, ¡pero antes de que sea demasiado tarde!

– ¿Y cómo pretendes entrar?

Georgiana le sonrió, ya que conocía bien sus talentos en esa dirección.

– Oh, estoy segura de que se te ocurrirá algo.

– Muy bien -aceptó, mirando el edificio tranquilo al tiempo que musitaba algo sobre su perdición-. Volveremos cuando haya oscurecido por completo.

No pensaba dejar que se marchara sola, pero como Georgiana había insistido en que alguien debía vigilar el lugar, había enviado a un chico que paró en la calle con un mensaje a su residencia; al poco tiempo apareció su criado. Finn aceptó mantener vigilancia mientras él la escoltaba a su hogar.

En cuanto estuvo en la casa de sus padres, Georgiana dijo que le dolía la cabeza y se fue a la cama, para luego escabullirse por la cocina y reunirse con Ashdowne en la puerta del jardín. Siguiendo sus instrucciones, llevaba una capa negra.

Su marcha por las calles y callejones oscuros de Bath solo sirvió para avivar su excitación, y cuando llegaron a su destino, tenía la convicción de que, sin importar lo famosa que se hiciera, jamás olvidaría esa noche, su primer caso de verdad o a su único ayudante.

Aunque no vio al irlandés, Ashdowne le aseguró que estaba ahí, vigilando en las sombras, y que los alertaría en caso de que el vicario u otra persona se presentaran. La zona se veía tranquila y reinaba una oscuridad casi absoluta.

Después de sonar un clic, su acompañante le sonrió y abrió la puerta de los baños. No cabía duda de que era un hombre de gran talento.

– ¿Puedes enseñarme cómo lo haces? -susurró ella.

– No -antes de que pudiera replicar, la hizo entrar y cerró a su espalda.

Sin éxito, Georgiana intentó orientarse en la negrura absoluta; sin embargo, él parecía poseer los sentidos de un gato. Logró encender una lámpara pequeña y protegida.

Proporcionaba una iluminación apenas superior a una vela, pero no se veía sujeta a la brisa ni a una gota perdida de humedad, Y permitió que llegaran hasta el agua. Al acercarse, las piedras se tornaron resbaladizas, por lo que Ashdowne la tomó por el brazo, guiándola de forma innecesaria peor considerada hacia los escalones.

Allí se detuvieron, y Georgiana sintió el silencio sobrenatural hasta la médula. Aunque era el más pequeño de los baños en la ciudad, el lugar parecía enorme en la oscuridad. Las estrellas titilaban a través del techo abierto, mientras la luna proyectaba un fulgor pálido sobre el agua negra. Georgiana experimentó un escalofrío.

– Entraré yo -afirmó Ashdowne al soltarla-. Quédate aquí y vigila la lámpara.

Guardó silencio al ver cómo se quitaba la chaqueta delante de ella, moviendo los hombros anchos de un modo perturbador.

Ajeno a su escrutinio, Ashdowne la depositó con cuidado sobre un escalón, luego se sentó y comenzó a quitarse las botas. Invadida por un súbito mareo, Georgiana se sentó a su lado. Por algún motivo, las piernas amenazaron con ceder bajo su peso.

Comprendió que estaba demasiado cerca de él y se apartó un poco. Y aunque trató de no mirar, los movimientos de Ashdowne eran tan interesantes que no pudo evitarlo. Debía llevar una camisa negra, pues su rostro, de expresión intensa, era lo único que resultaba iluminado por el tenue resplandor de la lámpara. Al bajar la vista notó que hasta sus calcetines debían ser negros. Se dijo que no había nada extraño en eso, pero el ritual insinuaba una intimidad que le atenazó las entrañas.

Adrede apartó la cara, pero oyó el ruido apagado de la otra bota y luego un sonido aún más leve. Oh, cielos, ¿se estaba quitando los calcetines? Miró de reojo y captó un vistazo de un pie blanco y desnudo. Todos los pensamientos del objetivo de su incursión la abandonaron y experimentó el deseo peculiar de alargar la mano y tocarlo.

Entonces él se irguió en toda su estatura.

– Quiero que te quedes aquí -pidió.

Ella asintió como atontada, apoyó el mentón en la palma de la mano y lo miró sin decir nada mientras entraba en el estanque; el agua le cubrió hasta los tobillos, las pantorrillas, los muslos…

En cuanto él comenzó a alejarse se sintió mejor. ¿Adónde iba? Se levantó y bajó un escalón resbaladizo.

– Creo que está más a tu izquierda -señaló en la dirección donde creía que se ocultaba el libro.

– Georgiana -musitó Ashdowne con voz áspera-. Te dije que te quedaras dónde estabas -ordenó.

A pesar de que no podía verlo en la oscuridad, su tono la ofendió.

– Solo intento guiarte -replicó.

– Bueno, pues no lo hagas. Siéntate en el escalón y quédate ahí.

– Debo recordarte, Ashdowne, que aquí eres tú el ayudante y yo la investigadora -manifestó.

– Y también la persona más propensa a producir calamidades. ¡Calla y no te muevas!

Georgiana no aceptaba de buen grado las órdenes arbitrarias, en particular cuando las daba un hombre arrogante que no tenía derecho alguno sobre sus actos, por lo que avanzó.

– Dejemos una cosa clara, Ashdowne -comenzó, para callar cuando el zapato se topó con algo.

Con pavor, oyó que una de las botas del marqués comenzaba a rodar por los escalones. ¿Por qué tenía que estar tan oscuro? Ashdowne debería haber llevado una lámpara de verdad, no esa luz minúscula; además, ¿por qué había dejado sus cosas diseminadas de esa manera? Pero antes de que el maldito calzado pudiera caer al estanque, Georgiana bajó a toda prisa con la mano extendida. No logró asir nada y al final oyó el ruido apagado de algo que daba en el agua.

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