Deborah Simmons - Ladrón Y Caballero

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Georgiana Bellewether no era capaz de entender por qué su familia había elegido pasar toda la temporada en la aburrida Bath. Allí jamás ocurría nada que estimulara su mente curiosa… ¡hasta la noche en que robaron las esmeraldas de lady Culpepper1 Si fuera capaz de mantener la mente en el caso y no distraerse con aquel hombre enigmático vestido de negro, el seductor lord Ashdowne…
Recién nombrado marqués de Ashdowne, Johnathon Saxton lamentaba la poca excitación que dominaba sus días, sometidos a la responsabilidad de su título. Pero cuando la exótica Georgiana Bellewether cayó literalmente en sus brazos, supo que aquello se había terminado…

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Para su júbilo, Georgiana se animó cuando llegaron a las colinas que circundaban la ciudad, admirando el verdor y los robles. Después de asegurar los caballos, se quitó los guantes y extendió la capa sobre la hierba. La instó a sentarse en ella, pero Georgiana parecía hipnotizada por la vista de la ciudad que se extendía hacia abajo.

– Es hermoso -murmuró Ashdowne, situándose detrás de ella.

– ¡Mira qué bien se ven las casas! -señaló los edificios de piedra. Se adelantó y entrecerró los ojos como si quisiera centrarse en una morada en particular. De pronto se volvió hacia él-. Me pregunto cómo se verían con un catalejo.

Ashdowne la miró unos momentos y luego soltó una carcajada. Era típico de Georgiana prescindir del romanticismo para considerar las aplicaciones prácticas de su visita.

– Debe haber algo en Bath aparte del robo que pueda atraer tu interés -sugirió con ironía.

– Sí, pero aún me perturba el hurto. No dejo de pensar que se me está escapando algo -musitó pensativa.

Aunque Ashdowne sentía que era Aquiles probándose una bota o Sansón pidiéndole a Dalila que le cortara el pelo, la ominosa percepción de que Georgiana podía representar su perdición de algún modo se mezclaba con la descabellada noción de que también podía significar su salvación. Ya no era capaz de juzgar qué era mejor. Experimentaba la necesidad de entregarse por completo a la fuerza que se había apoderado de él para dejar que lo llevara adonde quisiera.

Se acercó más a ella para captar la delicada fragancia de su cabello. Notó que Georgiana se reclinaba en su dirección. Posó las manos en sus hombros y por un instante se apoyó en él, con la cabeza contra su pecho, antes de apartarse con brusquedad, dar media vuelta y mirarlo con ojos acusadores.

– Pensé que habíamos aceptado ceñirnos a… lo que nos ocupaba -musitó con el rostro sonrojado.

– En realidad, yo tenía en mente una relación más permanente -alargó las manos hacia ella.

Sin hacer caso de la importancia de sus palabras, Georgiana retrocedió y alzó una mano como si quisiera contenerlo. Ashdowne sonrió ante la expresión de pánico que exhibía. Jamás una mujer había rechazado sus insinuaciones, y menos aún luchado contra ellas, pero la aparente renuencia de ella solo sirvió para incitar su pasión. Aunque jamás la forzaría a hacer nada, sabía por experiencia que era fácil de persuadir, y pretendía convencerla de que se entregara libremente a sus brazos.

– ¡No! No te acerques más -manifestó como si fuera consciente de sus intenciones-. Se me obnubila la mente cuando estás demasiado cerca -él se quedó quieto, pero alargó los dedos para acariciarle la cara, aunque ella se los apartó-. ¡Y nada de tocar!

– ¿Y si solo te tomo la mano? -se esforzó por poner expresión inocente.

– Bueno, yo… -antes de que pudiera responder, él le asió una de las manos al tiempo que enarcaba una ceja, como si cuestionara su cautela. Pero Georgiana siguió con el ceño fruncido de un modo que le indicaba que lo conocía muy bien-. De acuerdo, pero solo la mano -aceptó a regañadientes.

Ashdowne rió encantado. En el pasado había conseguido que gimiera, suspirara y se aferrara a él, y volvería a repetirlo. Contempló sus ojos aturdidos y supo que ella era consciente del poder que tenía.

Sin embargo, él no tenía intención de precipitar las cosas. Sin querer asustarla, se quedó delante de ella, sosteniéndole la mano en lo que podía considerarse un gesto inofensivo. Luego, muy despacio, comenzó a frotar el dedo pulgar sobre la suavidad del guante, aunque deseó quitárselo y sentir su piel como la noche anterior en los baños.

El recuerdo le avivó el deseo mientras observaba su diminuta muñeca, hipnotizado por su delicadeza. Se la llevó a los labios y la besó, sonriendo al sentir los labios erráticos. La miró a la cara, ya sonrojada, y la vio envuelta en una fascinación arrobada.

Convencido de tener su atención, apartó el borde del guante con los dientes y tiró; Georgiana abrió mucho los ojos y los labios se le separaron en una respiración entrecortada. Despacio él reveló un centímetro de piel rosada, y luego otro. Se tomó su tiempo, como si le desnudara el cuerpo para su contemplación, y descubrió que el ritual acentuaba su propia excitación tanto como la de Georgiana.

Al hacer a un lado el guante y dejar al aire sus delicados dedos, gimió y pegó la boca al centro de la palma mientras trataba de contener su creciente pasión. El delicado aroma de ella llenó su olfato; en círculos lamió la piel fina del interior de la mano. Con la lengua siguió el contorno de los dedos hasta detenerse en cada yema.

Al final alzó la vista para capturar sus ojos con la mirada y se introdujo un dedo en la boca. Lo succionó y la observó parpadear. Su entrepierna se sacudió en respuesta, pero se obligó a quedarse quieto, y los únicos sonidos que se escucharon en la silenciosa arboleda fueron los de la respiración agitada de ambos. Despacio, con ternura, le mordió la pequeña uña; ella jadeó y se tambaleó.

Ashdowne se adelantó para sostenerla y pegar su espalda a la suavidad de la capa extendida en el suelo. Se sentía embriagado, excitado como nunca, cuando lo único que había hecho era concentrarse en su mano. Con impaciencia, se incorporó encima de ella, ansioso de surcar el resto de su cuerpo.

Sin embargo, algo lo detuvo.

Contempló su rostro hermoso y se quedó quieto. Tenía las mejillas encendidas, los labios separados y la cabeza echada para a tras, de modo que no podía malinterpretar su deseo. Pero los ojos estaban cerrados.

– Georgiana. Mírame -susurró.

Ella levantó los párpados y reveló un vistazo de sus profundidades azules antes de volver a bajarlos. Ashdowne permaneció a unos centímetros de su exuberante forma, con la entrepierna que le palpitaba dolorosamente y todo su cuerpo gritando su deseo de liberación ante el placer que iba a encontrar con ella. Solo tenía que descender un poco y…

No obstante, se apartó a un lado y gimió, tapándose la cara con el brazo. Sería tan fácil tomarla, o incluso satisfacerlos a ambos dejándola aún virgen, aunque se sentía un fraude, como si le hubiera arrebatado la elección que tenía en el asunto. A pesar de lo absurdo que parecía, quería que lo recibiera con los ojos bien abiertos, que le diera la bienvenida, que lo deseara.

Con otro gemido se dio cuenta de que estaba tan loco como ella. Primero había empezado a entenderla, lo cual resultaba bastante alarmante, y en ese momento empezaba a pensar como ella, de un modo tan enrevesado que no tenía sentido para nadie con un poco de sensatez. Soltó una maldición y se levantó para clavar la vista en la ciudad de Bath, sin verla.

– ¿Ashdowne?

Sintió que la mano de ella tiraba de su manga, pero no confiaba en sí mismo para mirarla. ¿Qué observaría en sus ojos? ¿Pasión obnubilada? ¿Rechazo?

– Solo la mano, ¿recuerdas? -repuso con la máxima ligereza que pudo-. Únicamente debía tocarte la mano, nada más -entonces se volvió con expresión en blanco.

– ¿Ashdowne?

Fuera lo que fuera que iba a decirle, se perdió en el viento cuando a sus oídos llegó el sonido de caballos. Ambos miraron hacia el camino, donde un par de caballos negros que tiraban de una especie de carro reconvertido apareció a la vista.

– ¡Ahí estáis!

Ashdowne reconoció los gritos pero no dio crédito a sus oídos. Hacia ellos avanzaban las hermanas de Georgiana en un transporte improvisado conducido por Bertrand,

Dedicó unos momentos a agradecer no encontrarse justo debajo de la falda de su acompañante, inmerso en su magnífico cuerpo. El vehículo se detuvo y las hermanas, que sostenían unos parasoles iguales, los saludaron con sus abanicos y soltaron unas risitas.

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