Deborah Simmons - Ladrón Y Caballero

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Georgiana Bellewether no era capaz de entender por qué su familia había elegido pasar toda la temporada en la aburrida Bath. Allí jamás ocurría nada que estimulara su mente curiosa… ¡hasta la noche en que robaron las esmeraldas de lady Culpepper1 Si fuera capaz de mantener la mente en el caso y no distraerse con aquel hombre enigmático vestido de negro, el seductor lord Ashdowne…
Recién nombrado marqués de Ashdowne, Johnathon Saxton lamentaba la poca excitación que dominaba sus días, sometidos a la responsabilidad de su título. Pero cuando la exótica Georgiana Bellewether cayó literalmente en sus brazos, supo que aquello se había terminado…

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– ¡Os buscábamos! -reprendió Araminta, la más estridente-. Por suerte, la señorita Simms dijo que veníais hacia aquí.

– ¡Mamá nos mandó a buscarte! -explicó Eustacia, mirando de reojo a Ashdowne.

Bertrand, como de costumbre, guardaba silencio.

Georgiana, que no se parecía en nada a ninguno, los observó y luego miró a Ashdowne como desgarrada, hasta que él asintió en dirección a su familia.

– Es evidente que te necesitan -indicó, notando el nuevo rubor que se extendió por sus mejillas al pronunciar esas palabras. A pesar de su frustración, tuvo que admirar a su madre, quién evidentemente tenía más sensatez que su marido. Era inteligente al no confiarla a su hija, y también lo fue Georgiana al no entregarse.

– Bueno, supongo que he de irme -aceptó, aunque no parecía entusiasmada con la idea de unirse a sus hermanos. Cuando se acercó para despedirse con cariño, Ashdowne contuvo el aliento-. Esperaba que pudiéramos encontrar al señor Jeffries y comprobar si había proyectado alguna luz sobre el caso -confió.

– Reúnete conmigo en el Pump Room después del almuerzo y veremos lo que podemos hacer -al verla asentir, sonrió.-. Intenta no meterte en problemas sin mí -añadió, tocándole la nariz con gesto afectuoso.

Ella volvió a asentir y después de las despedidas los observó desaparecer colina abajo. En el silencio reinante, suspiró y al ir a recoger la capa de la hierba divisó una pieza de piel. La levantó del suelo y la tocó con cariño.

Era el guante de Georgiana. Lo guardó en el bolsillo y subió al coche. Se dijo que se lo devolvería más tarde, aunque sabía que no lo haría. A pesar de que jamás había sido un sentimental, no tenía intención de entregarle el guante. Frunció el ceño, incapaz de tener más que un solo pensamiento.

Estaba perdido.

Cuando al fin le pareció que había comenzado a concentrarse en la correspondencia, Finn llamó a la puerta, aun cuando tenía orden de no molestarlo.

– Será mejor que se trate de una buena excusa -musitó después de indicarle que pasara.

– Una mujer ha venido a verlo, milord -explicó el irlandés con rostro impasible-. La he hecho pasar al salón, a la espera de recibir sus instrucciones.

Ashdowne, que había dedicado mucho tiempo a pensar en Georgiana, no titubeó y se puso en pie. La había advertido de que no fuera a su residencia, pero jamás le hacía caso. Jamás. Se dirigió al salón y se detuvo en el umbral para evitar que se escapara.

– Será mejor que Bertrand te acompañe, o eres mujer muerta -espetó en voz baja.

Sólo después de que las palabras abandonaran su boca vio el desorden que había en la estancia. Cajas y baúles llenaban el suelo; a un lado había una doncella y la mujer que le daba la espalda se mostró boquiabierta al girar en redondo. Para su horror, comprendió de inmediato que no se trataba de Georgiana, sino de alguien más alto, esbelto y con el pelo oscuro.

Contuvo un juramento y reconoció a Anne, la esposa de su hermano muerto. Lo miraba con los ojos castaños muy abiertos, labios temblorosos y dando la impresión de que podía desmayarse. Conociéndola, supo que era una clara posibilidad, que se apresuró en evitar.

– ¡Anne! Te pido disculpas -en cuanto dio un paso, ella retrocedió, como si la asustara. Por desgracia, la esposa de su hermano consideraba que todo el mundo era aterrador, algo de lo que Ashdowne no pudo disuadirla-. ¿Qué haces aquí? -inquirió al comprender la magnitud de que se hubiera atrevido a emprender un viaje sola. Anne nunca había viajado hasta que él, cansado de su continua presencia en la mansión familiar, la había empujado a que fuera a ver a unos parientes a Londres… con resultados desastrosos. Al regresar a casa había jurado que jamás volvería a marcharse. Y allí estaba, ante su puerta, sin habérselo anunciado. Y al parecer lo lamentaba.

– Oh, sabía que no tendría que haber venido -susurró.

Antes de que Ashdowne pudiera obtener una explicación, estalló en lágrimas y huyó a la carrera, dejando a su doncella para que lo mirara enfadada.

Suspiró cuando la mujer fue tras ella. En vez de ponerse al día con la correspondencia, daba la impresión de que tendría que pasar la mañana tranquilizando a su irritante cuñada. Era uno de los deberes más onerosos que tenía como marqués.

– ¿Y bien? -preguntó Finn al aparecer en el umbral.

– Podías habérmelo advertido -se encogió de hombros y miró con dureza al irlandés.

Miró el reloj y fue hacia las escaleras. En poco tiempo debería reunirse con Georgiana en el Pump Room, y sin importar lo que sucediera en la casa, no podía llegar tarde. Aún había muchas cosas que resolver entre ellos, incluida la aciaga investigación del hurto del collar de lady Culpepper.

Doce

Georgiana temblaba. Iba de un lado a otro de su habitación, sin poder concentrarse. Aunque se había cambiado los guantes varias veces desde que regresó a casa por la mañana, no dejaba de mirarse los dedos trémulos, como si ya no le pertenecieran a ella.

Eran de Ashdowne.

A pesar de que siempre había negado esas tonterías románticas, por dentro se sentía mareada, acalorada y ligera, todos los supuestos síntomas de una mujer que había sucumbido al tipo de agitación emocional a que era propenso su sexo.

Y no solo sus manos. A él le faltaba poco para robarle el corazón.

La absurda atracción que existía entre ellos únicamente podía conducirla a la ruina, por lo que debería ponerle fin.

Pero una cosa era saberlo y otra hacerlo. Continuó andando, sin saber qué paso dar a continuación. Un momento estaba decidida a no reunirse con él en el Pump Room, pero al siguiente la idea de prescindir de su compañía la desconsolaba. No lo necesitaba… salvo para seguir viviendo y respirando. Ashdowne empezaba a convertirla en una mujer, con todos los atributos más desagradables de su género; ilógica, emocional y romántica.

Sin embargo, no era capaz de quitarse la sensación de euforia que se había apoderado de ella. La verdad era que le encantaba estar con él. La escuchaba. La hacía reír. Tocaba su cuerpo como un violín perfectamente afinado. Frunció el ceño y se dejó caer en una silla y analizó lo mucho que, después de todo, le gustaba ser una mujer.

En ese momento la cara y la figura que hacía tiempo había rechazado parecían una bendición, un instrumento maravilloso de placer en manos del marqués. Y esa parte más femenina de ella, su corazón, la dominaba por encima del cerebro. Descubrió que a pesar de la formidable capacidad de su cabeza, la meditación no le sirvió de nada; con un suspiro de entrega, dejó que ese órgano errático la condujera al Pump Room para encontrarse con el hombre que se lo iba a robar.

No tuvo que buscarlo mucho rato. La noticia de su gran presencia en el edificio llegó a sus oídos en cuanto entró. Se abrió paso entre la gente, aunque a menudo se detuvo a escuchar conversaciones aisladas, como era su costumbre. Sin embargo, en esa ocasión no se sintió complacida con lo que oyó, pues todos hablaban de Ashdowne… y de su cuñada.

¿Su cuñada? No le había mencionado nada de su inminente llegada aquella mañana cuando jugaba con sus dedos. Entonces, ¿por qué había quedado con ella cuando estaba comprometido con su cuñada? Los rumores que le llegaron no ayudaron en nada a tranquilizarla. Una y otra vez oyó a las mujeres mayores decir la pareja tan estupenda que formaban Ashdowne y la viuda de su hermano.

Cuando los vio, su corazón recién descubierto latió consternado, ya que su cuñada era hermosa. Alta y esbelta, con un pelo negro sedoso recogido con elegancia y unos movimientos delicados y gráciles que hicieron que se sintiera como una mujer muy torpe. La súbita percepción de sus deficiencias solo ayudaron a incrementar su torpeza y tropezar con una silla, a punto de quitarle la peluca a su ocupante.

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