Deborah Simmons - Ladrón Y Caballero

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Georgiana Bellewether no era capaz de entender por qué su familia había elegido pasar toda la temporada en la aburrida Bath. Allí jamás ocurría nada que estimulara su mente curiosa… ¡hasta la noche en que robaron las esmeraldas de lady Culpepper1 Si fuera capaz de mantener la mente en el caso y no distraerse con aquel hombre enigmático vestido de negro, el seductor lord Ashdowne…
Recién nombrado marqués de Ashdowne, Johnathon Saxton lamentaba la poca excitación que dominaba sus días, sometidos a la responsabilidad de su título. Pero cuando la exótica Georgiana Bellewether cayó literalmente en sus brazos, supo que aquello se había terminado…

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Mientras la observaba, los ojos de Georgiana adquirieron un brillo nebuloso y sonrió, provocándole anhelos en lugares inesperados y que no quería examinar. Se sintió arrastrado a la dulce locura que era ella, incapaz de escapar de su influjo.

– ¿Sabes? -prosiguió Georgiana-, mi mayor deseo siempre ha sido convertirme en una especie de consultora y que la gente de todo el país fuera a verme para plantearme sus misterios -murmuró.

De repente él se puso serio. Al principio los esfuerzos de Georgiana de solucionar el robo del collar de lady Culpepper lo habían divertido e incluso gustado, pero en ningún momento había imaginado que el deseo de ella iba más allá de la gratificación de apresar al culpable del hurto. Entonces comprendió la realidad de sus intentos: el logro de un sueño de toda la vida.

La culpabilidad que hasta entonces había logrado mantener a raya aterrizó sobre su espalda con todo su peso. Se dijo que la consecución del sueño no dependía del robo. Sabía que habría otros casos, aunque hubo de reconocer que ninguno tan famoso, en particular en la tranquila ciudad de Bath.

Pero, ¿qué pasaba con Londres? Quizá pudiera convencer a su tío o a alguna otra persona para que la invitara allí. Sabía que podía forzar a su cuñada para que patrocinara a Georgiana, pero no tenía mucha fe en el juicio de esa criatura insípida. Y la idea de Georgiana suelta, sin protección, entre los hombres de Londres era demasiado horrenda. Tampoco le agradaba confiar su seguridad a un tío abuelo soltero que no cuidaba del decoro.

De hecho, en la única persona que confiaba para cuidar de ella era en sí mismo, lo cual le provocó algunas ideas descabelladas. Intentó mantener un semblante normal.

Sin duda fracasó, porque Georgiana no tardó en notar su silencio y lo observó.

– ¡Oh, cielos, se te ve tan angustiado como a mí! Que desconsiderada he sido al no tener en cuenta tu propia decepción -le palmeó el brazo con simpatía.

Y como a él le resultaba imposible manifestar un pensamiento coherente, asintió, deseoso de irse a casa y aclarar el torbellino que daba vueltas en su cabeza. Sabía que necesitaba estar solo, ya que dudaba de su capacidad para pensar con claridad al mirar esos limpios ojos azules.

Once

Ashdowne seguía agitado cuando llegó a Camden Place después de acompañar a Georgiana a la residencia de sus padres. Se sentía acalorado y estremecido, como alguien que hubiera sobrevivido a un rayo… o un hombre desgarrado entre el sentido común e ideas salvajes.

– Necesito una copa -le dijo a Finn mientras se dirigía al estudio. Se dejó caer en uno de los duros sillones y por una vez no notó la incomodidad de los muebles.

– Bien, milord -el irlandés fue detrás de él. Cerró la puerta y se acercó al aparador, mirando a Ashdowne por encima del hombro-. ¿Qué me dice de la señorita? ¿La ha abandonado a sus propios recursos?

Ashdowne frunció el ceño. Se había sentido tan consumido por sus propios pensamientos que había olvidado el molesto hábito de Georgiana de meterse en problemas en su ausencia.

– Al menos de momento se ha quedado sin sospechosos -musitó, más para tranquilizarse a sí mismo.

Finn no dijo nada al atravesar el estudio y entregarle una copa finamente tallada. Ashdowne le dio las gracias y contempló las profundidades del oporto como si en ellas buscara una respuesta. Al no aparecer ninguna, narró los acontecimientos de la tarde para gran diversión del irlandés.

Al estudiar a su jefe se puso serio.

– Tendría que haber dejado que el vicario se llevara la culpa.

– ¿Qué? ¿El robo? -meneó la cabeza-. El vicario no es más culpable que de cierta polémica impopular. Y tiene razón en que la mayor parte de la nobleza es hipócrita -clavó la vista en Finn-. ¿Sabes que sugirió que el collar de lady Culpepper no fue robado, sino desmontado para cobrar el dinero del seguro?

– ¿En serio? -los dos intercambiaron una mirada significativa-. Pero, ¿qué pasa con la señorita, milord? ¿Qué hará ella ahora? En poco tiempo se pondrá a buscar a otro sospechoso.

– Quizá su interés en el caso al fin termine por disiparse -comentó Ashdowne con esperanza.

– No lo sé, milord -Finn se rascó la barbilla-. Parece bastante decidida en todo este asunto.

– Sí, lo sé -reconoció. ¡Si tan solo sintiera esa pasión por él y no por un maldito misterio! Su disgusto se convirtió en horror al darse cuenta de que sentía celos de un caso. ¿Cuán bajo empezaba a hundirse?

– A menos que pueda distraerla -sugirió Finn.

– Sí, pero… -alzó la cabeza cuando el irlandés le palmeó la espalda.

– Ahí tiene su respuesta, milord -aseveró con entusiasmo-. Y no dudo de su capacidad al respecto.

Ashdowne esbozó una débil sonrisa. Le alegraba que Finn tuviera tanta fe en él, pero la verdad era que no estaba seguro de que alguien pudiera mantener distraído a Georgiana tanto tiempo.

– ¿La vigilo hasta que nos cercioremos de que se halla ocupada en otras cuestiones? -inquirió Finn.

– Sí, gracias -aceptó, tratando de no prestar atención a sus latidos acelerados. Se consideraba un hombre cosmopolita, entonces, ¿por qué le excitaba tanto la idea de distraer a Georgiana?

Concentrado en los pensamientos que lo hostigaban, vagamente notó la marcha de Finn, pero ni la conversación ni el oporto habían despejado el torbellino salvaje que asolaba su cabeza. La indecisión lo frustraba sobremanera, pues por lo general era un pensador meticuloso. En el pasado, su propia vida había dependido de una planificación y previsión cuidadosas, pero en ese momento sentía que la pequeña rubia había desordenado por completo su existencia con un simple movimiento de sus bucles.

Y a pesar del clamor de su buen sentido, sabía que su vida ya no volvería a ser la misma.

Una noche de seria contemplación le había devuelto a Ashdowne el equilibrio, si no la razón. Sabía lo que quería, pero todo su cuerpo se rebelaba contra ello. Bueno, realmente no todo, pero si lo suficiente como para hacerlo titubear. Había una parte de él que aún no se hallaba preparada, sin importar cuál fuera la provocación.

No se le escapaba la ironía de la situación, y supo que debía dejar que la situación siguiera su curso. Aunque en contra de su naturaleza calculadora, eso le impulsó a ir a la residencia de Georgiana, donde convenció a la desanimada investigadora para ir a dar un paseo en coche mientras esquivaba las invitaciones de sus hermanas para que las llevara también.

El padre de ella, ya fuera por falta de sentido común o por una visión optimista al pensar que su hija podría conseguir un título, fue lo bastante tonto como para confiársela a solas. A pesar de que encajaba a la perfección con sus planes, eso lo irritó un poco. Se juró que cuando él tuviera una hija, cuidaría mucho mejor de ella.

La ayudó a subir al coche que esperaba, se sentó a su lado y suspiró aliviado por no tener que pasar la mañana en el exterior del apartamento del vicario o siguiéndole los pasos. El placer de tenerla para él solo creó una expectación en su interior, a pesar de todos sus esfuerzos por controlarla.

Sin embargo, no tardó mucho en darse cuenta de que el caso aún se interponía entre ellos, pues Georgiana fue a su lado en amargo silencio, con expresión sombría y los hombros encorvados. No supo si reír o sentirse insultado, pero así era ella.

No obstante, pensó que siempre resultaba interesante, aunque no le agradaba verla tan abatida. Todos lo esfuerzos que realizó para mostrarle los edificios de Bath o entablar conversación sirvieron de poco para animarla, y al final se preguntó si no debería sugerir un nuevo sospechoso. Solo lo absurdo de la idea lo disuadió.

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