Carla Neggers - Abandonada

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La marshal Mackenzie Stewart estaba pasando un tranquilo fin de semana en New Hampshire, en la casa de su amiga la jueza federal Bernadette Peacham, cuando fue atacada. Ella pudo repeler el ataque, pero el agresor consiguió escapar. Todo sugería que se trataba de un loco violento… hasta que llegó el agente del FBI Andrew Rook.
Mackenzie había roto con él su norma de no salir con agentes del orden, pero sabía que él no se había desplazado desde Washington para verla, sino porque trabajaba en su caso. A medida que continuaba la caza del misterioso atacante, el caso dio un giro inesperado cuando Mackenzie siguió a Rook a Washington y descubrió que un antiguo juez amigo de Bernadette, ahora caído en desgracia y convertido en informador de Rook, había desaparecido.
Mackenzie y Rook comprenderían entonces que había más en juego de lo que pensaban y que se enfrentaban a una mente criminal que no tenía nada que perder y estaba dispuesta a jugárselo todo.

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Y sin embargo, sabía que no debía subestimar a esa mujer; ni confundir con vulnerabilidad la herida del costado ni su respuesta a él.

– Creo que la jueza Peacham te mira y ve a una niña de once años traumatizada y llena de culpa por el accidente de tu padre -repuso-. Y quizá a la intelectual que esperaba que llegarías a ser. ¿Aprobaba ella tu cambio de profesión?

– No lo aprobaba nadie. Beanie no está sola en eso.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué me hice marshal? -Mackenzie sonrió tan de repente que Rook sintió como un puñetazo en el estómago-. Porque no quería hacer la tesis.

– ¿Tus alumnos siempre se ríen de tus bromas?

– Siempre. Los agentes de la ley no tanto -ella se puso seria-. Quería capturar a los malos y ayudar a que la gente se sienta segura, eso es todo. Por eso presenté mi solicitud.

– Es una razón tan válida como la que más.

– ¿Por qué entraste tú en el FBI?

Él se encogió de hombros.

– Nunca se me ocurrió hacer ninguna otra cosa. Mac…

– No puedo hacer el amor con estos malditos puntos -repuso ella con rapidez-. Así que dame las buenas noches.

Rook no se movió.

– Mac, hacer el amor contigo no es un asunto inacabado que tenga que finalizar antes de seguir adelante. No soy tan villano -se acercó a ella-. Podemos ir un poco más lejos a pesar de los puntos. No te haré daño.

– ¿Qué? -dijo ella.

Pero le tomó la mano y retrocedió a la cocina, donde llevó la mano de él a su pecho y lo miró a los ojos.

– ¿Cómo pude pensar que podía alejarme de ti? -preguntó Rook.

Ella sonrió.

– No pienses en eso ahora.

Él le levantó la camisa, desabrochó el sujetador y pasó las yemas de los dedos por los pezones endurecidos y la piel suave entre los pechos. Sus sentidos estaban inundados por el olor de ella. Mackenzie le puso la mano en el pelo y gimió con suavidad mientras él la acariciaba, le sacaba la camiseta y el sujetador por la cabeza y los tiraba al suelo.

– Rook -susurró ella-. Andrew…

Él miró la curva de los pechos, el estómago plano y las caderas. La deseaba mucho.

– Mac.

Su voz sonaba estrangulada y la estrechó en sus brazos, evitando la herida. La piel de ella estaba fresca y cremosa bajo su contacto. Todo en ella lo excitaba, lo absorbía. Le besó el cuello y bajó más, inmerso en su aroma, en su sabor, mientras exploraba con la lengua y los dientes y le provocaba suaves gemidos de placer. La sintió vacilar levemente, pero los dos siguieron de pie.

La piel de ella se iba calentando. Le clavó los dedos en los hombros y soltó un gritito, un respingo de necesidad y frustración. Cuando él alzó la cabeza, ella tenía los labios entreabiertos y él la besó con fuerza en la boca, transmitiéndole lo excitado que estaba. Pero ella lo descubrió por sí sola al bajar una mano entre ellos y abrir la cremallera del pantalón. Deslizó la mano dentro. Él estaba duro y palpitante bajo su contacto.

Rook gimió en su boca.

– Mac… demonios.

Ella sonrió con osadía.

– ¿Quieres que pare?

Pero su cuerpo respondió por él y ella contuvo el aliento, sin sonreír ya, con la boca en la de él mientras le acariciaba el pene. Él luchó por tomar aire sin dejar de besarla, de acariciarle los pezones con los pulgares al mismo ritmo que usaba ella con él. Cuando ella apretó el paso, él bajó la mano por la piel suave de su espalda y la deslizó en el pantalón a lo largo de la curva de las nalgas.

Él forzó una pausa y la miró a los ojos, que eran ahora de un azul tormentoso, cargados de necesidad y deseo.

– No quiero hacerte daño.

– No me… -ella se movió contra su mano-. Créeme.

Los dedos de él alcanzaron su centro caliente y húmedo y la mano de ella se detuvo un instante en su pene. Rook no se detuvo sino que acarició y exploró mientras ella respondía moviéndose contra él al tiempo que acariciaba también su pene cada vez más deprisa.

– Mac, no puedo más… -él no podía respirar ni casi hablar.

– Pues no esperes, porque yo tampoco puedo más.

Se estremeció y soltó un grito. Aflojó la presión en el pene pero no lo soltó. Se puso rígida contra él y Rook pudo sentir la fuerza de voluntad con la que continuó masturbándolo. Un instante después él tuvo que hacer uso de todo su autocontrol para no explotar.

Todavía no. Por el momento le bastaba con darle placer a ella.

Ya llegaría su hora.

Deslizó los dedos en el interior de ella, tan insistente y brutal como se había mostrado ella con él y la vio cerrar los ojos y entregarse a las sensaciones. Se agarró a sus hombros mientras su cuerpo se estremecía con el orgasmo. Empapada en sudor, se derrumbó sobre él y respiró con fuerza en su cuello.

Al fin se apartó, agotada y tan poco avergonzada como él.

Tomó la camiseta y el sujetador y le sonrió.

– Eres un bastardo, ¿sabes? Por hacerme ser la única que… -no terminó.

– ¿Te arrepientes?

Ella lo golpeó con la camiseta.

– Para nada.

– Los puntos…

– Intactos. No me has hecho daño, Andrew -se puso la camiseta sin molestarse con el sujetador y le sonrió-. No he sufrido nada.

Él la creía.

– He pensado mucho en este momento.

Ella enarcó las cejas.

– O sea, que cuando tomábamos café resguardados de la lluvia, tú pensabas…

– Entonces no.

– Mientes muy mal.

Él la besó con suavidad, de un modo romántico.

– Ahora tenemos un asunto inacabado -dijo.

Ella respiró hondo.

– Creo que tienes razón.

De camino a su casa, Rook conducía demasiado deprisa y estaba tan agitado que casi pasó de largo.

Su sobrino leía una revista de juegos y escuchaba su iPod en la mesa de la cocina. Rook se sentó enfrente de él.

– ¿Cómo puedes leer y oír música al mismo tiempo?

– ¿Qué?

– ¿Cómo…? -Rook suspiró-. Quítate los malditos auriculares y podrás oírme.

– Oh. Sí -Brian sonrió, se quitó los auriculares y pulsó el botón de pausa-. ¿Un mal día?

– Ha tenido sus momentos. ¿Y tú?

– Aguantando aquí. He puesto el lavavajillas y ordenado mi cuarto -señaló el microondas con la cabeza-. Estoy calentando sobras.

Rook decidió no presionarlo con sus planes de futuro. Ya se ocuparía de eso su padre.

– ¿Qué sobras?

– No sé. He metido cosas que he encontrado en el frigorífico. Hay bastante para dos, si quieres.

De pronto Rook captó la soledad e incertidumbre de su sobrino. Sus amigos del instituto estaban en la universidad o tenían empleos y él estaba en Arlington, comiendo sobras con su tío.

Y Rook tampoco se sintió muy bien con su propia vida. Se había dejado llevar por los sentimientos con Mac y no sabía qué puñetas sería lo siguiente. Estaba preocupado por ella, pero también por sí mismo, porque lo de esa noche probaba que carecía de autocontrol con ella. Al verla con Bernadette Peacham la semana anterior y divisar un conflicto potencial entre su vida profesional y personal, había creído que podía pisar el freno.

Pero no era cierto. Y estaba en caída libre.

Se levantó y sacó una jarra de té con hielo del frigorífico. Al menos estaba fresco. Si hubiera estado rancio, se habría sentido patético.

Cuando llenó dos vasos y volvió a la mesa, Brian había vuelto a ponerse los auriculares y a su revista.

Dieciocho

Jesse entró en el auditorio del pequeño campus justo cuando terminaba un debate público sobre ética legal. Cuatro hombres de edad madura se levantaron de sus sillas en torno a una mesa barata. Calvin Benton estaba en el extremo izquierdo, enfrente de un público de unos cincuenta estudiantes y profesores de Derecho. Estrechó la mano de sus compañeros de debate mientras cesaban los aplausos corteses y la gente empezaba a salir.

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