Carla Neggers - Abandonada

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La marshal Mackenzie Stewart estaba pasando un tranquilo fin de semana en New Hampshire, en la casa de su amiga la jueza federal Bernadette Peacham, cuando fue atacada. Ella pudo repeler el ataque, pero el agresor consiguió escapar. Todo sugería que se trataba de un loco violento… hasta que llegó el agente del FBI Andrew Rook.
Mackenzie había roto con él su norma de no salir con agentes del orden, pero sabía que él no se había desplazado desde Washington para verla, sino porque trabajaba en su caso. A medida que continuaba la caza del misterioso atacante, el caso dio un giro inesperado cuando Mackenzie siguió a Rook a Washington y descubrió que un antiguo juez amigo de Bernadette, ahora caído en desgracia y convertido en informador de Rook, había desaparecido.
Mackenzie y Rook comprenderían entonces que había más en juego de lo que pensaban y que se enfrentaban a una mente criminal que no tenía nada que perder y estaba dispuesta a jugárselo todo.

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Jesse metió la mano en un bolsillo interior de la chaqueta y sacó una fotografía.

– Echa un vistazo. Verás que el de las piernas peludas y el trasero flojo eres tú. Cal frunció el ceño.

– ¿De qué estás hablando?

– Tú crees que sólo sé lo de la morena a la que te tiraste en New Hampshire en junio. Echa un vistazo, Cal. Ésa no es tu morena, es tu rubia, una ayudante del Congreso de alto nivel que tuvo un fin de semana de sexo salvaje contigo en la casa de verano de una respetable jueza federal. Pero dime tú lo que piensas.

Cal arrugó la foto con las sienes inundadas de sudor.

– Eres asqueroso.

– Puedes verle la cara. La reconoces, ¿verdad? Creo que chantajeamos a su jefe.

– Yo no, tú.

– Oh, tú me ayudaste. Harris y tú me disteis la información. Y es un hijo de perra muy rico. No sé cómo pudiste volver por New Hampshire después de que ya te hubieran pillado con la morena.

Cal no contestó.

– ¿Qué hacía la rubia? ¿Acostarse contigo a cambio de que no dijeras nada de ella? ¿O fue ella la que te dio la información sobre su jefe?

– Calla.

– Ella acabó muy mal hace dos semanas. Supongo que lo sabes.

– Jesse, calla. Fue una sobredosis de analgésicos. Tenía problemas de espalda. Su muerte fue un accidente.

– Se rumorea que fue un suicidio porque estaba muy decepcionada con un hombre.

Cal respiró con fuerza.

– Eres asqueroso.

– ¿Yo soy asqueroso? Eso me gusta -Jesse bostezó. El calor de Washington lo adormilaba. Le hubiera gustado poder quedarse más tiempo en la montaña-. La policía sigue investigando el accidente.

– ¿Cuántas fotos tienes?

– Fotos y grabaciones. Si las entrego a los federales, seguirán escarbando y acabarán contigo. Aunque no puedan probar que la chantajeaste.

– No lo hice.

– Mira a nuestro amigo Harris. Nunca lo procesaron. Quedarás arruinado, Cal. Y la jueza Peacham también. Aunque la gente crea que no tuvo nada que ver con tu traición, se preguntarán cómo pudo pasar delante de sus narices.

– Bernadette no se merece eso. Estábamos separados…

– ¿Importará eso? Tú caerás y tu ex mujer también. Y tus novias -Jesse hizo una pausa efectista-. La prensa las destruirá una por una.

Más que enfadado, Cal parecía torturado, pero enderezó los hombros y levantó la barbilla.

– Amenazarme no cambia nada.

– No es un farol.

– Húndeme a mí y te hundiré yo a ti. Es lo que hay.

– Traicionarme no ha sido inteligente.

– Lo mismo digo. Yo no iré a los federales con lo que sé de ti y tú no irás con lo que sabes de mí. Tú has hecho cosas peores. Has atacado a una agente federal.

– Buenas noches, Cal; estaré en contacto -señaló la foto-. Sólo quería que supieras lo que hay.

Cal abrió la boca, pero no dijo nada, sino que avanzó por el pasillo llevando todavía en la mano la foto arrugada de su amante rubia.

Jesse esperó en la penumbra hasta que desapareció Cal. Luego salió al aparcamiento, al calor y a los olores de la ciudad. Su BMW seguía todavía algo fresco. Se sentó al volante, recordando la noche que había tomado la foto de Cal Benton y la atractiva y corrupta ayudante. Probablemente no se le había ocurrido a Cal que lo sorprenderían en la cama con ella ni que fuera tan importante que se cobrara en sexo algún favor para con ella. Se había largado a la casa de campo de su pronto ex mujer para alejarse de la curiosidad y los cotilleos de Washington.

Aunque no se le pudiera vincular con la muerte de la ayudante ni el chantaje, el escándalo lo hundiría y hundiría a Bernadette Peacham.

Ese hombre era un tonto, pero Jesse odiaba haber perdido el firme control que había tenido en otro tiempo sobre sus operaciones.

El coche se enfrió a una temperatura más de su agrado. Miró por el espejo retrovisor y pensó en Mackenzie Stewart con su bikini rosa. La curva de los pechos, la forma de las piernas. ¿La habría matado el viernes de haber podido?

Oh, sí.

Miró su reloj. Las diez. Tiempo de sobra para un viajecito rápido a Arlington. Mackenzie había vuelto a la ciudad. Se preguntó si se habría acostado ya o si estaría levantada mirando el dibujo de él e intentando recordar dónde lo había visto antes.

Diecinueve

Mackenzie, que sólo tenía encendida la lámpara del escritorio en su sala de estar, miraba los ojos del hombre en el dibujo de la policía. No podía dormir. No dejaba de pensar en Rook.

Decidió que se arrepentía de lo ocurrido. No por ella, ella estaba bien, aunque todavía le palpitara el cuerpo por los efectos del encuentro físico con él.

Su arrepentimiento, su miedo, era por él. Resultaba evidente que se hallaba en plena investigación de algo que envolvía a personas que ella conocía. Era ambicioso y bueno en su trabajo.

Mackenzie suspiró con frustración.

– Rook sabe lo que hace -dijo en voz alta.

Eso era algo que no debía olvidar.

Volvió su atención al dibujo. El boceto no transmitía lo extraño de los ojos de su atacante.

Intentó entender por qué se concentraba en ellos. ¿Eran la clave de por qué él le resultaba familiar?

¿Por qué la había atacado a ella y no a Carine? ¿Era porque sabía que Carine no lo reconocería? Pero no había parecido preocuparle que ella lo hiciera. Se había burlado, la había llamado por su nombre.

¿Por qué?

Sonó el teléfono fijo de la casa. Como sólo pensaba estar allí temporalmente, Mackenzie no se había molestado en cambiar la línea a su nombre y usaba el móvil para las llamadas personales. Levantó el auricular.

– Hoy no tienes sueño, ¿eh?

Era una voz de hombre, ronca e irreconocible.

– ¿Quién habla?

Colgaron.

¿Sabía ese hombre que estaba levantada o había marcado su número al azar? Recordó la llamada del número equivocado que había recibido en la casa del lago de Bernadette durante el fin de semana. Otra coincidencia que no le gustaba.

Tomó la pistola y salió al porche. ¿El que había llamado la estaba vigilando? El aire olía a lluvia y hierba mojada y las nubes creaban una noche oscura. Bajó los escalones, resbaladizos por la lluvia, y salió al camino de la entrada atenta al ruido de un coche o de un hombre escondido en los arbustos. Esa noche no pensaría en ardillas ni en pavos salvajes.

Fue hasta el final del camino de entrada. La luz de las farolas creaba sombras tétricas y las casas cercanas tenían encendidas luces en la sala de estar. Los únicos coches visibles estaban aparcados delante de las casas.

¿La observaba ese hombre desde un coche oculto y a oscuras?

Volvió a la casa y, cuando se sentó en la mesa de la cocina, tenía las zapatillas empapadas. Se las quitó, sacó el móvil y marcó el número de Nate.

– ¿Sarah y tú recibíais llamadas raras aquí? -preguntó cuando contestó él.

– No. ¿Qué sucede?

Ella le habló de la llamada. Cuando terminó, decidió que no quería parecer paranoica y añadió:

– Puede haber sido cualquiera. No pretendo insinuar que fuera el hombre que me atacó.

Nate guardó silencio un momento.

– ¿Quieres que vaya?

– ¿Para qué? Aquí no hay nada que hacer ahora. No me ha llamado por mi nombre de pila. En otro momento ni siquiera me habría resultado raro.

– Mackenzie…

– Estoy bien. Perdona la molestia.

– Cuando quieras -contestó él con suavidad-. Ya lo sabes. Pero has tenido una semana difícil. Tienes que darte tiempo…

– Sólo quiero recordar dónde he visto al hombre que me atacó. Tenemos que encontrarlo antes de que repita sus ataques. Porque lo hará, Nate. Sé que lo hará.

– Si lo hace, no será culpa tuya. Será sólo suya.

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