Carla Neggers - Abandonada

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La marshal Mackenzie Stewart estaba pasando un tranquilo fin de semana en New Hampshire, en la casa de su amiga la jueza federal Bernadette Peacham, cuando fue atacada. Ella pudo repeler el ataque, pero el agresor consiguió escapar. Todo sugería que se trataba de un loco violento… hasta que llegó el agente del FBI Andrew Rook.
Mackenzie había roto con él su norma de no salir con agentes del orden, pero sabía que él no se había desplazado desde Washington para verla, sino porque trabajaba en su caso. A medida que continuaba la caza del misterioso atacante, el caso dio un giro inesperado cuando Mackenzie siguió a Rook a Washington y descubrió que un antiguo juez amigo de Bernadette, ahora caído en desgracia y convertido en informador de Rook, había desaparecido.
Mackenzie y Rook comprenderían entonces que había más en juego de lo que pensaban y que se enfrentaban a una mente criminal que no tenía nada que perder y estaba dispuesta a jugárselo todo.

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– Claro que no -sonrió Mackenzie, que había perdido el impulso de enfrentarse a él-. Tú no llevabas un bikini rosa cuando te dispararon.

Creyó detectar un brillo de regocijo en los ojos de él.

– Recuerdo ese bikini. Era difícil no verte en el agua.

– No creo que nuestro apuñalador me viera en el agua. La puerta del cobertizo estaba abierta. Sospecho que entró o salió cuando yo estaba bajo el agua. En cualquier caso, no lo vi y lo pillé por sorpresa. Intentó esconderse, pero acabó atacándome.

– ¿Podría haberse escabullido sin ser visto?

– Si hubiera esperado a que volviera a la casa, habría tenido más posibilidades. Se acurrucó en la espesura al lado del cobertizo. Yo lo oí antes de verlo. Eso está lleno de madreselva japonesa y a lo mejor se pinchó con algo. O vio una serpiente. O lo que fuera. El caso es que decidió echarse encima de mí.

– Tal vez él no tuviera un pensamiento tan organizado.

– La opinión general sigue siendo que nos atacó a la senderista y a mí al azar. Parecía salvaje, pero también en control de sí mismo. No puedo explicarlo.

– ¿Intuición?

– Si quieres llamarlo así -Mackenzie fue consciente de pronto de las dos décadas de experiencia de Nate como marshal comparadas con sus meses de entrenamiento y pocas semanas en su primer destino-. Tengo que acordarme de dónde lo he visto antes.

– La adrenalina puede hacerle cosas extrañas a la gente.

– Sé que puede que sea mi imaginación eso de que lo he visto antes, pero no lo creo.

– Puede ser un simple error. Mackenzie… -él se interrumpió-. Olvídalo. Tengo que irme -señaló la pistola de ella-. ¿Te sientes cómoda llevando eso al hombro?

– No. Necesito más tiempo para sacar el arma y… no sé, espero no acabar pegándome un tiro -bromeó ella.

– ¿Eras tan pelma como profesora?

– Más.

Conocía a Nate y a sus hermanas desde que podía recordar. En los meses horribles posteriores al accidente de su padre, Gus los llevaba por su casa junto con comida y ayudaban con las reparaciones que su madre y ella no podían hacer solas. Harry y Jill Winter habían muerto en Cold Ridge antes de que naciera Mackenzie, pero ella sabía que sus hijos, Nate, Antonia y Carine, habían sufrido una tragedia mucho peor que la suya. Se había mirado en ellos y se había dejado enseñar por ellos el camino a la supervivencia. Pero ninguno la había imaginado nunca como agente federal.

– No, no te vayas -dijo-. Dime por qué has venido.

– A verte.

– Nate, sé que piensas que debería haberme quedado en la universidad, pero he superado un entrenamiento duro y allí no tuve ayuda. Lo hice sola.

– Ya lo sé -había cierta ternura ahora en la expresión de Nate-. No dejo de pensar en ti como en la pelirroja de pelo rizado sentada en la sangre de tu padre. Todos queremos lo mejor para ti.

– Lo mejor para mí ahora es que seas sincero conmigo.

Él echó a andar hacia el ascensor, pero ella lo siguió.

– Tú sabes por qué estaba Andrew Rook en Cold Ridge, ¿verdad? -preguntó.

Nate pulsó el botón y la miró con una impaciencia de hermano mayor que a ella le resultaba muy familiar.

– Eres implacable. Siempre lo has sido.

– Nate, ¿qué sabes de Harris Mayer?

Él apartó la vista.

– Llego tarde a una reunión con el FBI.

– ¿Rook?

Llegó el ascensor.

– ¿Quieres luchar con los expertos, Mackenzie? Pues ahora tienes ocasión -se abrió la puerta y Nate entró en el ascensor-. Rook es todo tuyo.

Diecisiete

J. Harris Mayer tenía una casa blanca de ladrillo con contraventanas negras en una calle estrecha y prestigiosa de Georgetown. De pie en la sala de estar, Rook podía ver el rododendro que subía hasta más allá de la ventana del primer piso.

Los vecinos de Harris seguramente deseaban que se hubiera trasladado o apostado la casa en el juego. Rook y T.J. habían hablado con ellos y estaba claro que esperaban que el FBI o la policía lo encontraran muerto de un infarto. El problema no era tanto su deshonra como el estado de la casa. Necesitaba pintura, reparaciones y un par de jardineros armados con buenas tijeras de podar. Los cristales no se habían lavado en años y las avispas se habían instalado en varias grietas y hendiduras.

Pero ni Rook ni T.J. ni los otros dos agentes habían encontrado a Mayer muerto en la cama ni desvanecido en el suelo de la cocina. Habían llegado una hora antes, en el calor de la tarde, después de conseguir una orden judicial para registrar la casa en su busca. La orden se limitaba a registrar los lugares donde una persona podía haber caído enferma o estar escondida: alacenas o la ducha, pero no los cajones de un escritorio.

– Se ha largado -T.J. entró desde el vestíbulo-. Aquí no está.

Rook estaba de acuerdo. Habían revisado la casa desde el desván hasta el sótano, atentos a todo lo que pudiera llevarlos de vuelta al juez para pedir permiso para realizar una búsqueda más concienzuda.

T.J. observó un escritorio elegante de patas curvadas en un rincón de la sala. Todo estaba lleno de polvo. La casa olía a rancio, el aire acondicionado llevaba tiempo sin usarse y el calor y la humedad habían ganado la batalla. Las antigüedades de la casa sólo conseguían enfatizar que Harris había estropeado su vida. Hacía tiempo que se había salido del camino marcado, mucho antes de su caída pública. Simplemente le había llevado un tiempo estrellarse.

– Me gustaría que hubiéramos encontrado el recibo de un billete para las islas Fiji sobre la mesa -comentó T.J.-. Así podríamos peinar esto a conciencia. No tengo un buen presentimiento sobre nuestro amigo Harris.

Rook suspiró.

– Yo tampoco. Tendremos que seguir buscándolo. No sé si nos ayudaría registrar esto, pero veré lo que puedo hacer para que nos amplíen la orden judicial.

– Si Mayer nos hubiera dicho algo más…

– Tendría que haberlo presionado más.

T.J. se encogió de hombros.

– Por lo que sabemos, quizá inventaba cosas, se cansó y se largó a la playa… o decidió que no quería estar delante cuando te dieras cuenta de que eran todo fantasías.

– Tal vez -musitó Rook, decidido a mantener la mente abierta.

Salieron de la casa. Fuera, unos agentes de uniforme daban un aire oficial a la escena por si algún vecino sentía curiosidad por los hombres que merodeaban por la casa del desacreditado juez. No se había congregado gente. Hacía demasiado calor o los vecinos no querían mostrar a las claras su curiosidad.

– ¿Ésa es tu agente pelirroja? -preguntó T.J.

– La misma -contestó Rook entre dientes.

Mackenzie, en su calidad de marshal, se había abierto paso ante los policías y se hallaba al pie de los escalones. Rook recordó que la había besado la noche anterior. ¿Cómo se le había ocurrido hacer eso?

T.J., que era famoso por su atractivo, bajó los escalones hasta el camino de adoquines.

– Agente Stewart, ¿verdad? Soy T.J. Kowalski.

– Agente especial Kowalski, encantada de conocerlo. Andrew me ha hablado de usted. Todo bueno, por supuesto.

Rook sabía que usaba su nombre de pila, no como una muestra de afecto hacia él, sino para conquistar a T.J. Y al parecer funcionó, pues éste le sonrió.

– Encantado también de conocerla, agente…

– Mackenzie -corrigió ella-. No esperaba encontrar al FBI aquí. ¿Le ha ocurrido algo al juez Mayer?

– No que sepamos. ¿A qué has venido aquí, Mackenzie?

Ella miró a Rook, que seguía en los escalones.

– Harris Mayer y la jueza Peacham son amigos desde hace tiempo. Yo lo conozco muy poco.

– Eso no explica tu presencia aquí.

– No -ella señaló la casa-. ¿No hay ni rastro de él?

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