Nikos Kazantzakis - La Última Tentación
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– Bienvenido, Mateo -dijo-. Ven conmigo.
Los discípulos, perplejos, se apartaron. El anciano rabino se inclinó al oído de Jesús y dijo:
– ¡Pero, hijo mío!… ¡Es un publicano! Has cometido una grave falta; debes obedecer la Ley.
– Anciano -respondió Jesús-, obedezco a mi corazón.
– Salieron de Nazaret y pronto dejaron atrás los huertos y llegaron a los campos. Soplaba un viento frío. A lo lejos resplandecía el monte Hermón, salpicado por las primeras nieves.
El rabino cogió de nuevo la mano de Jesús; no quería separarse de él sin antes "haberle hablado… Pero ¿qué podía decirle? ¿Por dónde comenzar? Al parecer, Dios le había confiado en el desierto de Idumea el fuego, que llevaba en una mano, y la simiente, que llevaba en la otra. ¿Será él quien haya de quemar el mundo para sembrar otro mundo nuevo?… El rabino miraba a Jesús a hurtadillas. ¿Debía creerle? ¿Acaso las Escrituras no dicen que el Elegido de Dios se parece a un árbol raquítico crecido entre las piedras y despreciado y abandonado por los hombres? «Quizá, quizá sea éste…», pensaba el anciano. Se apoyó en Jesús y le preguntó en voz baja para que no le oyeran los otros:
– ¿Quién eres?
– Vives cerca de mí desde hace tanto tiempo, desde el día en que nací, tío Simeón, ¿y aún no me reconoces?
El anciano Simeón se sobresaltó y murmuró:
– Es más de lo que mi espíritu puede concebir, más de lo que puede concebir…
– ¿Y tu corazón, tío Simeón?
– No lo escucho, hijo mío. Precipita al hombre en el abismo.
– En el abismo de Dios, le lleva a la salvación -dijo Jesús mirando al rabino compasivamente. Luego, al cabo de un momento, añadió-: ¿Te acuerdas, padre, de lo que vio en sueños el profeta Daniel en Babilonia? Es el sueño de la tribu de Israel. El Anciano de los Días estaba sentado en su trono; sus vestiduras eran blancas como la nieve y sus cabellos semejaban un vellón de carnero blanco. El trono estaba hecho de llamas y un río de fuego corría a sus pies. A su derecha y a su izquierda se sentaron los Jueces. Y entonces los cielos se abrieron y ¿quién descendió sobre una nube? Lo recuerdas sin duda, padre.
– El Hijo del hombre -respondió el viejo rabino, que desde hacía muchos años se alimentaba con aquel sueño. Hasta él mismo lo había visto en sueños.
– ¿Y quién es ese Hijo del hombre, padre?
Las rodillas del viejo flaquearon. Miró espantado a Jesús.
– ¿Quién? -murmuró, suspendido de los labios de Jesús-. ¿Quién?
– Yo -respondió Jesús con calma y posó la mano en la cabeza del anciano, como para bendecirlo.
El viejo rabino quiso hablar, pero sus labios no se juntaban.
– Adiós, padre -dijo Jesús, tendiéndole la mano-. Se te ha concedido el privilegio de ver, antes de morir, lo que deseaste apasionadamente durante toda tu vida. ¡Dios cumplió su promesa, anciano Simeón!
El rabino permaneció inmóvil, abrió desmesuradamente los ojos y lo miró… ¿Qué era aquel mundo que le rodeaba: tronos, alas, relámpagos blancos, nubes que descendían, y el Hijo del hombre sobre las nubes? ¿Soñaba? ¿Era quizás el profeta Daniel, y las puertas del futuro se habían abierto ante él y veía? Allí no había tierras, sino nubes. ¡Y aquel joven que le había tendido la mano y le sonreía no era el hijo de María, sino el Hijo del hombre!
Sintió vértigo. Plantó el báculo en el suelo, se apoyó en él para no caer y miró. Miraba a Jesús que se alejaba con su cayado de pastor bajo los árboles otoñales. El cielo estaba bajo y ya no podía contener la lluvia, que comenzaba a caer. Pronto las vestiduras del viejo rabino quedaron empapadas; se le pegaban al cuerpo; el agua chorreaba de sus cabellos y tiritaba. Pero aún permanecía en medio del camino, inmóvil, cuando Jesús, seguido de sus compañeros, ya había desaparecido entre los árboles. Bajo la lluvia y azotado por el viento, el anciano rabino continuaba viendo a aquellos hombres andrajosos y descalzos que marchaban, que subían… ¿Adonde iban? ¿Eran aquellos andrajosos, aquellos hombres descalzos, aquellos analfabetos los que prenderían fuego al mundo? Los designios de Dios son un abismo…
– Adonay, Adonay… -murmuró, y comenzaron a rodar lágrimas por sus mejillas.
XXII
Roma impera sobre las naciones; abre sus brazos todopoderosos e insaciables y recibe los navíos, las caravanas, los dioses y las cosechas de toda la tierra y de todos los mares. No cree en Dios y recibe en su corte, con irónica condescendencia, a todos los dioses: de la remota Persia, adoradora del fuego, a Mitra, hijo de Ahura-Mazda, cuyo rostro es un sol, montado en el toro sagrado que va a ser degollado; del país del Nilo, de mamas fecundas, a Isis, que busca en primavera, en los campos florecidos, los catorce trozos de su hermano y esposo Osiris, descuartizado por Tifón; de Siria, en medio de lamentos desgarradores, al maravilloso Adonis; de Frigia, tendido sobre un sudario y cubierto de violetas marchitas, a Atis; de la impúdica Fenicia, a Astarté, la de los mil esposos…; en suma, a todos los dioses y demonios de Asia y África; y de Grecia, al Olimpo de nevadas cumbres y al negro Hades.
Recibe a todos los dioses y abre todos los caminos; libra al mar de piratas y a la tierra de bandidos. Lleva al mundo el orden y la paz. Por encima de ella no hay nadie, ni siquiera Dios, y bajo ella están todos: dioses y hombres, ciudadanos y esclavos romanos. El Tiempo se enrolla en su mano como un manuscrito primorosamente iluminado. El Tiempo y el Espacio. «Soy eterna -dice altivamente, acariciando al águila de dos cabezas que plegó las alas ensangrentadas y descansa a los pies de su ama-. ¡Qué esplendor, qué alegría inalterable! ¡Soy todopoderosa e inmortal», piensa Roma. Y una ancha sonrisa se difunde por su rostro carnoso y cargado de afeites.
Sonríe, satisfecha, y ni siquiera se le ocurre pensar para quién abrió las rutas de la tierra y del mar, para quién se esforzó durante tantos siglos por llevar al mundo la paz y la seguridad. ¿Para quién triunfaba, concebía leyes, se enriquecía, se extendía por toda la tierra? ¿Para quién?
Para el hombre descalzo que ahora recorre el camino desierto que une Nazaret con Cana, seguido de una multitud de indigentes. No tiene techo bajo el cual cobijarse de noche, nada tiene para vestirse ni para comer. Todas sus despensas, todos sus caballos y sus ricas vestiduras de seda están aún en el cielo. Pero comienzan ya a descender a la tierra.
Avanza en medio del polvo y entre piedras, sus pies sangran, empuña su humilde cayado de pastor y por algunos instantes se detiene, se apoya en él y, silencioso, recorre con la mirada las montañas que lo rodean, y por encima de ellas ve una luz, que es Dios, que vigila desde lo alto a los hombres. Alza el cayado, lo saluda y continúa su camino.
Llegaban a Cana. En la entrada de la aldea, una mujer joven, con el vientre abultado, pálida, feliz, sacaba agua del pozo y llenaba su cántaro. La reconocieron; habían asistido a su casamiento el verano último y le habían deseado que tuviera un hijo.
– Dios ha escuchado nuestro voto -dijo Jesús sonriendo. La mujer enrojeció y les preguntó si tenían sed; no tenían sed y la mujer se puso el cántaro en la cabeza, entró en la aldea y desapareció.
Pedro se adelantó y comenzó a golpear en todas las puertas.
Corría de casa en casa, poseído por una misteriosa embriaguez; bailaba y gritaba:
– ¡Abrid! ¡Abrid!
Las puertas se abrían y aparecían mujeres; caía la noche y los campesinos volvían de los campos y preguntaban, turbados:
– ¿Qué ocurre, muchachos? ¿Por qué golpeáis las puertas?
– ¡Ha llegado el día del Señor! -respondía Pedro-. ¡Se acerca el diluvio, y nosotros traemos la nueva Arca! ¡Entrad en ella todos los fieles! He aquí al maestro; él tiene la llave. ¡Apresuraos!
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