Nikos Kazantzakis - La Última Tentación
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– Es suficiente -dijo Jesús. Lanzó un suspiro y se volvió hacia sus compañeros, diciéndoles-: De mí, de mí habla el profeta Isaías. Yo soy el cordero; me conducen al matadero y no despegaré los labios. -Calló, para añadir poco después-: Desde el día de mi nacimiento me conducen al matadero.
Confundidos y despavoridos, los discípulos se miraban. Se esforzaban por comprender el sentido de las palabras del maestro y súbitamente, todos a la vez, reclinaron el rostro en las mesas y comenzaron a lamentarse.
Durante algunos instantes también tembló el corazón de Jesús. ¿Cómo podía abandonar a sus compañeros deshechos en llanto? Alzó los ojos y vio a Judas. Este mantenía clavados desde hacía un buen rato sus ojos azules y duros en Jesús. Había adivinado el conflicto que se desencadenaba en el alma del maestro y sabía hasta qué punto el amor podía paralizar sus fuerzas. Por algunos segundos las dos miradas se encontraron y lucharon. Una era severa e implacable y la otra implorante y desolada. Jesús sacudió la cabeza, sonrió amargamente a Judas y se volvió de nuevo hacia los discípulos.
– ¿Por qué lloráis? -les dijo-. ¿Por qué teméis la muerte, que es el más compasivo de los arcángeles de Dios, el que más ama a los hombres? Es preciso que yo padezca martirio, que sea crucificado y muera. Pero a los tres días me levantaré de la tumba, subiré al cielo y me sentaré a la diestra de mi Padre.
– ¿Nos volverás a abandonar? -exclamó Juan, sin poder contener las lágrimas-. Llévame contigo a la muerte y luego al cielo, maestro.
– La faena también es dura en la tierra, amado Juan. Es menester que vosotros permanezcáis aquí porque aquí deberéis cumplir vuestra misión. ¡Combatid en el mundo, amad y esperad! ¡Yo volveré!
Pero Santiago ya se había hecho a la idea de la muerte del maestro; meditaba en lo que harían cuando se quedaran sin él.
– No podemos oponernos a la voluntad de Dios, ni tampoco a la tuya. Tu deber, maestro, es morir, tal como dicen los profetas, y el nuestro vivir. Para que las palabras que tú pronunciaste no se pierdan, es preciso que las fijemos en nuevas Escrituras Sagradas, que hagamos leyes, que construyamos nuestras propias sinagogas y que elijamos a nuestros sumos sacerdotes, nuestros escribas y nuestros fariseos.
– ¡Crucificas el espíritu, Santiago! ¡No, no quiero!
– Sólo así podrá sobrevivir el espíritu -replicó Santiago.
– ¡Pero ya no será libre, ya no será espíritu!
– Poco importa. Se asemejará al espíritu y esto es suficiente para nuestro trabajo, maestro.
Jesús se sintió inundado de sudor frío. Arrojó una rápida mirada a los discípulos; ni uno de ellos alzó la cabeza para contradecir a Santiago. Pedro miraba al hijo de Zebedeo con admiración y pensaba «tiene carácter fuerte. Lo veo capitaneando las barcas de su padre… Ahora le hace frente al propio maestro…»
Desesperado, Jesús extendió las manos para implorar ayuda.
– Os enviaré al Espíritu Santo -dijo-, que es el espíritu de verdad. El os guiará.
– Envíanos pronto al Espíritu Santo -exclamó Juan-. De lo contrario, nos extraviaremos y ya no podremos reunimos contigo, maestro.
Santiago sacudió la cabeza con obstinación:
– El espíritu de verdad de que hablas también será crucificado. Mientras haya hombres, maestro, el espíritu será crucificado. Pero poco importa. De todos modos, siempre queda algo, y lo poco que queda nos basta.
– ¡Pero no me basta a mí! -exclamó Jesús desesperado.
Santiago se turbó al oír aquel grito,, doloroso. Se acercó al maestro y le cogió la mano.
– No te basta y por eso te crucifican. Perdóname por haberte contradicho.
Jesús posó la mano en la cabeza de Santiago y dijo:
– Si es voluntad de Dios que el espíritu sea crucificado eternamente en la tierra, ¡bendita sea la cruz! Carguémosla sobre nuestros hombros con amor, con paciencia y confianza. Un día se convertirá en alas.
Callaron. Ahora la luna había subido muy alto en el cielo. Un resplandor fúnebre se había difundido sobre las mesas. Jesús juntó las manos y dijo:
– La jornada ha terminado. Hice lo que debía hacer y dije lo que debía decir. Cumplí con mi deber, según creo, y ahora junto las manos.
Luego hizo una señal a Judas, que estaba frente a él. El pelirrojo se levantó, se ajustó el ceñidor de cuero y empuñó el nudoso bastón. Jesús agitó la mano como para despedirse de él.
– Esta noche iremos a orar bajo los olivos de Getsemaní, más allá del valle del Cedrón. Vete, hermano Judas, y que Dios te acompañe.
Judas abrió la boca como para decir algo, pero de sus labios no salió palabra alguna. La puerta estaba abierta y salió impetuosamente por ella. Oyéronse sus pisadas en la escalera de piedra.
– ¿Adonde va? -preguntó Pedro, inquieto. Quiso levantarse para seguirlo, pero Jesús lo detuvo.
– La rueda de Dios está en marcha -dijo-. No te interpongas en su camino.
Se había levantado viento y vacilaron las llamas de los candelabros de siete brazos. Súbitamente arreció el viento y se apagaron. Toda la luna entró en la estancia. Natanael sintió miedo, se inclinó sobre su amigo y le dijo:
– Eso no era viento, Felipe. Entró alguien, Dios mío ¿y si fuera la muerte?
– Aun cuando fuera ella, ¿qué puede importarte? -le respondió el pastor-. ¡No viene por nosotros!
Palmeó la espalda de su amigo, que no lograba tranquilizarse.
– Las grandes tempestades son para los grandes navíos -dijo-. Pero nosotros, ¡alabado sea Dios!, no somos más que cáscaras de nuez.
La luna daba en el rostro de Jesús y lo devoraba. Sólo quedaban de él un par de ojos completamente negros. Juan se aterró. Tendió a escondidas la mano hacia el rostro del maestro y murmuró:
– Maestro, ¿dónde estás?
– Aún no he partido, amado Juan -respondió Jesús-. Desaparecí por unos instantes porque pensaba en una frase que un asceta me dijo un día en el santo monte Carmelo. «Estaba -me dijo- sumergido en los cinco abrevaderos de mi cuerpo, como un puerco.» «¿Y cómo te liberaste, padre? -le pregunté-. ¿Luchaste mucho?» Me respondió: «En absoluto. Una mañana vi un almendro en flor y me sentí liberado.» Como un almendro en flor, amado Juan, se me apareció la muerte esta noche por unos instantes.
Se levantó al cabo de un momento de silencio y dijo:
– En marcha. Ha llegado la hora.
Jesús iba en cabeza, y los discípulos le seguían pensativos.
– Huyamos -dijo quedamente Natanael a su amigo-. Huelo complicaciones.
– Te iba a proponer lo mismo -le respondió Felipe-. Pero llevémonos con nosotros a Tomás.
Buscaron a Tomás a la luz de la luna, pero éste ya se había internado por las callejuelas. Ambos se quedaron detrás del grupo y, en el momento de entrar en el valle del Cedrón, dejaron que se alargara la distancia que los separaba de los otros y luego echaron a correr.
Jesús bajó, con los que aún le acompañaban, al valle del Cedrón, subió la otra ladera y tomó el sendero que llevaba a los olivares de Getsemaní. ¡Cuántas veces habían pasado la noche bajo aquellos viejos olivos, hablando de la misericordia de Dios y de las iniquidades de los hombres!
Se detuvieron. Aquella noche los discípulos habían comido y bebido excesivamente y tenían sueño. Aplanaron la tierra con los pies y apartaron las piedras para tenderse en el suelo.
– Faltan tres -dijo el maestro, mirando a su alrededor-. Dónde están.
– Se fueron… -respondió Andrés con cólera. Pero Jesús sonrió y le dijo:
– No los juzgues, Andrés. ¡Ya verás que un día volverán los tres y cada uno llevará una corona, la más real de las coronas, hecha de espinas y de siemprevivas!
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