Nikos Kazantzakis - La Última Tentación

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`La ultima tentacion de Cristo` cuenta la version de lo que hubiera pasado si Jesus hubiese abandonado su mision en la tierra para vivir como un hombre comun. La novela fue publicada en 1955 y causo gran revuelo. Su autor fallecio en 1957.

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– Os volví a ver a los tres -murmuró-: Elías, Moisés y tú. Ahora tengo la certeza. Muero.

– Adiós, anciano. ¿Estás satisfecho?

– Sí. Dame tu mano; quiero besarla.

Cogió la mano de Jesús y pegó a ella durante largo tiempo sus labios helados.

Lo miraba arrobado de éxtasis, le decía adiós y callaba, luego, al cabo de un momento, preguntó:

– ¿Cuándo irás tú allá arriba?

– Mañana, día de Pascua. Hasta pronto, anciano.

El anciano rabino cruzó las manos y murmuró:

– Recibe ahora a tu servidor, Señor. ¡Mis ojos han visto a mi, Salvador!

XXVIII

El sol se había inclinado y se deslizaba, escarlata, hacia el poniente. En la otra vertiente del cielo, el oriente comenzaba ya a blanquear. Pronto aparecería, enorme y silenciosa, la luna de Pascua. Los rayos del sol, muy pálidos, penetraban aún en la casa, iluminaban oblicuamente el rostro delgado de Jesús, rozaban la frente, la nariz, las manos de los discípulos e iban a acariciar, en un rincón, el rostro apaciguado, gozoso, ahora inmortal, del anciano rabino. María estaba sentada ante el telar, sumergida en la sombra, y nadie veía las lágrimas que resbalaban lentamente por sus mejillas y su barbilla y caían en la tela a medio tejer. Aún flotaba el perfume arábigo en la casa y la punta de los dedos de Jesús chorreaba mirra.

De pronto, y cuando todos estaban en silencio y el corazón de cada cual se oprimía cada vez más a medida que caía la noche, una golondrina entró por la ventana cortando el aire; dio tres «vueltas sobre sus cabezas gorjeando alegremente y se volvió hacia la luz para salir de la estancia como una flecha. Apenas habían tenido tiempo de percibir sus alas puntiagudas y su vientre blanco.

Gamo si hubiera esperado aquel signo secreto, Jesús se levantó.

– Ha llegado la hora -dijo.

Paseó lentamente la mirada por la chimenea, las herramientas de trabajo, los utensilios de la casa, la lámpara, el cántaro, el telar y luego miró a las cuatro mujeres: la anciana Salomé, Marta, Magdalena y María, la artesana. Miró por último al anciano completamente blanco que había entrado en la inmortalidad.

– Adiós -dijo agitando las manos.

Ninguna de las tres mujeres jóvenes pudo responderle. Sólo la vieja Salomé le dijo:

– No nos mires así, hijo mío. Parece que te despidieras de nosotros para siempre.

– Adiós -repitió Jesús y avanzó hacia las mujeres. Posó la mano en los cabellos de Magdalena y luego en los de Marta. La artesana se levantó a su vez, se acercó y bajó la cabeza. Era como si las bendijera, como si las estrechara en sus brazos, como si las llevara consigo. Y bruscamente las tres comenzaron a lamentarse.

Salieron al patio. Los discípulos seguían a Jesús. En la tapia del patio había florecido una madreselva, sobre el pozo. Difundíase ahora el perfume de la noche. Jesús alargó la mano, cogió una flor y se la puso entre los labios. «Que Dios me dé fuerzas -deseaba desde el fondo de su corazón-, que Dios me dé fuerzas para tener entre mis labios esta flor delicada, sin morderla, en las convulsiones de la crucifixión.»

Al llegar a la puerta de la calle, se detuvo una vez más. Alzó la mano y gritó con voz profunda:

– ¡Mujeres, adiós!

Ninguna de ellas respondió. Su lamentación estalló en el patio.

Jesús abría la marcha. Se dirigían hacia Jerusalén. La luna llena se elevaba sobre los montes de Moab y el sol descendía tras las montañas de Judea. Durante unos instantes aquellas dos joyas del cielo se detuvieron y se miraron. Después, una de ellas ascendió y la otra desapareció.

Jesús indicó con una señal a Judas que se pusiera a su lado. Debían tener secretos entre ellos pues hablaban en voz muy baja y bien era Jesús quien hundía la barbilla en el pecho, bien lo hacía Judas. Pesaban sus palabras y cada cual esperaba la respuesta del otro.

– Perdóname, hermano Judas -decía Jesús-, pero es necesario.

– Maestro, repito mi pregunta: ¿no hay otro camino?

– No, hermano Judas. Yo también lo habría deseado y hasta ahora así lo esperaba; pero fue en vano. No, no existe otro camino. Llega el fin del mundo. Este mundo, que es el reino del Maligno, va a desmoronarse. Vendrá el reino de los cielos y yo lo traeré a la tierra. ¿Cómo? Con mi muerte. No existe otro camino. No te rebeles, hermano Judas, pues dentro de tres días resucitaré.

– Me lo dices para consolarme, para obligarme a traicionarte sin que mi corazón se desgarre. No, a medida que se acerca el instante terrible… no, me faltan las fuerzas, maestro…

– Tendrás la fuerza necesaria, hermano Judas, Dios te la dará porque es necesario que yo muera y que tú me traiciones. Nosotros dos debemos salvar el mundo. Ayúdame.

Judas bajó la cabeza y, al cabo de un momento, preguntó:

– Si tú debieras traicionar a tu maestro, ¿lo harías?

Jesús permaneció largo tiempo pensativo. AI fin dijo:

– No, me temo que no. No podría hacerlo. Por eso, Dios me confió la misión más fácil: la de dejarme crucificar.

Jesús lo había cogido del brazo y le hablaba dulcemente, como para seducirlo.

– No me dejes solo, ayúdame. ¿Hablaste con el sumo sacerdote Caifas? ¿Están ya listos y armados los servidores del Templo que deben capturarme? ¿Está todo dispuesto según lo convinimos, hermano Judas? Festejemos, pues, la Pascua todos juntos esta noche y, cuando llegue el momento indicado, te haré una señal para que te levantes y vayas a buscarlos. Seguirán tres días funestos, pero pasarán como un relámpago. ¡Y todos nos regocijaremos y bailaremos el tercer día, el día de la Resurrección!

– ¿Y lo sabrán los otros? -preguntó preocupado Judas, señalando con el pulgar a los discípulos, que estaban de espaldas.

– Les hablaré esta noche, para que no opongan resistencia a los soldados y a los levitas que vayan a apresarme.

Judas contrajo la boca con desprecio.

– ¿Que ellos van a oponer resistencia? -dijo-. ¿Dónde los elegiste, maestro? Uno es más miedoso que el otro.

Jesús inclinó la cabeza y no respondió.

La luna ascendía en el cielo y se derramaba sobre la tierra, lamía las piedras, los árboles y los hombres. Las sombras se proyectaban negras y azules sobre la tierra. Los discípulos hablaban y discutían. Unos se relamían al pensar en las copiosas comidas y otros, inquietos, citaban las palabras ambiguas del maestro. Por su parte, Tomás pensaba en el anciano rabino:

– Otro que nos abandona -dijo-. ¡Pronto llegará nuestro turno!

– ¿Qué? ¿Moriremos también nosotros? -dijo Natanael, despavorido-. ¿Acaso no dijimos que nos encaminábamos a la inmortalidad?

– Sí, pero antes debemos pasar por la muerte, según parece -le explicó Tomás.

Natanael meneó la cabezota y murmuró:

– Tomamos un mal camino para ir a la inmortalidad. Tendremos problemas allá abajo, entre los muertos… ¡Acordaos de lo que os digo!

Jerusalén se erguía ahora ante ellos recortada contra el cielo, inundada de luna, completamente blanca y transparente como un fantasma.

Parecía que las casas se hubieran desprendido de la tierra y flotaran a la luz de la luna. Oíase, cada vez con mayor claridad, el doble rumor de los hombres que salmodiaban y el de las bestias que eran degolladas.

Pedro y Juan los esperaban ante la puerta oriental. Sus rostros resplandecían a la luz de la luna. Les salieron gozosos al encuentro.

– Todo ocurrió como tú habías previsto, maestro. Las mesas están preparadas. ¡Entra, vamos a comer!

– En cuanto al dueño de casa -dijo Juan, riendo-, desapareció después de haberlo preparado todo.

Jesús sonrió y dijo:

– El que el huésped desaparezca es una muestra de suprema hospitalidad.

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