Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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Y tal vez se trataba también de que, pese al combate interior de toda una vida, al final no eras más que lo que los otros veían que eras. Era tu naturaleza, te gustase o no.

¿Qué hacían las solteronas? Eran solitarias, pero participaban en los asuntos del pueblo; tenían buenos modales y aparentaban una completa ignorancia de toda la historia de la sexualidad; tenían, a veces, una historia personal, su propia experiencia vivida, cuyos desengaños eran reacias a divulgar; daban paseos saludables hiciera el tiempo que hiciese; guardaban pequeños recordatorios cuyo patetismo escapaba a la comprensión de extraños; leían el periódico.

De modo que Martha parecía estar contentando a los demás, al tiempo que complaciéndose a sí misma cuando, todos los viernes, hervía un poco de leche para su achicoria matutina y se ponía a leer la Mid-Wessex Gazette . Degustaba impaciente el provincianismo reconcentrado del diario. Era mejor comulgar con la realidad que uno conoce; más insulsa, acaso, pero también más idónea. Durante muchos años el Mid-Wessex no había conocido accidentes aéreos, cambios políticos, carnicerías, redadas de drogas, hambrunas africanas ni divorcios de Hollywood; no había, por tanto, crónicas al respecto.Tampoco leía nada sobre la isla de Wight, como todavía la llamaban en la metrópoli. Algunos años antes, Anglia había renunciado a toda reivindicación territorial sobre el feudo del barón Pitman. Había sido una renuncia necesaria, aunque no hubiese impresionado a casi nadie. The Times of London comentó burlonamente que se trataba del gesto de un padre en bancarrota que declara, exasperado, que no pagará más facturas de su hijo millonario.

Había aún revistas donde podían leerse noticias más interesantes sobre más allá del perímetro costero; pero no en la Mid-Wessex Gazette , ni en ninguna de sus colegas. Se llamaba legítimamente una gaceta, puesto que no era un periódico que contuviese novedades; era, más bien, un listado de las decisiones tomadas o de lo que había acabado sucediendo. El precio del ganado y de los piensos; las tarifas del mercado para las verduras y las frutas; sumarios de tribunales superiores y de juzgados de primera instancia; inventarios de bienes muebles vendidos en subasta; bodas de oro, de plata y meras esperanzas de cumplirlas; fiestas, festivales y la apertura de unos jardines al público; resultados de deportes escolares, parroquiales, de distrito y del reino; nacimientos, entierros. Martha leía todas las páginas, incluso -sobre todo- las que no le interesaban. Escrutaba ávidamente las listas de artículos vendidos por quintales, arrobas y libras para cantidades expresadas en libras, chelines y peniques. No era una cuestión de nostalgia, porque la mayoría de aquellas medidas de peso habían sido abolidas antes de que ella tuviese uso de razón. O quizá lo fuese, y una nostalgia de las más genuinas: no de lo que habías conocido, o creías haber conocido de niña, sino de lo que no era posible que hubieses conocido. Así pues, con una atención que era artificial sin ser especiosa, Martha tomaba nota de que la remolacha mantenía su precio de trece chelines y seis peniques por cada 45,36 kilos, mientras que la bardana había caído un chelín en una semana. No le sorprendía: ¿qué demonios hacía pensar a la gente que la bardana era un alimento sabroso? En su opinión, todas aquellas hortalizas arcaicas no se consumían por razones nutritivas, ni tampoco de necesidad, sino por una cuestión de modas. La simplicidad se confundía con la mortificación propia.

La Gazette informaba del mundo exterior de una manera tan sólo tangencial: como una fuente meteorológica, como el destino de aves migratorias que actualmente abandonaban el Mid-Wessex. Publicaba asimismo un gráfico semanal del cielo nocturno. Martha lo examinaba tan atentamente como los precios del mercado. Dónde podía vislumbrarse Sirio, qué planeta rojo mate parpadeaba cerca del horizonte oriental, cómo reconocer el cinturón de Orion. Aquélla era la manera -pensaba- en que el espíritu humano debería dividirse entre lo enteramente local y lo casi eterno. Qué gran parte de su vida se había consumido con toda su sustancia en el medio: carrera, dinero, sexo, cuitas sentimentales, apariencia, inquietud, miedo, anhelo. La gente podría decir que para ella era más fácil renunciar a todo eso después de haberlo probado; que ahora era una anciana, o una solterona, y que si se viera obligada a cosechar campos de remolacha en lugar de supervisar ociosamente su precio, tal vez lamentase más las cosas a las que había renunciado. Bueno, también eso era de lo más probable. Pero todo el mundo tenía que morir, por mucho que se distrajeran con la sustancia en el medio. Y era de su incumbencia la manera en que ella se preparaba para ocupar un lugar definitivo en el cementerio recién segado.

La fiesta del pueblo se celebró uno de aquellos días ventosos de principios de junio en Anglia, en que existe una constante amenaza de llovizna y nubes urgentes llegan tarde a su cita en el reino siguiente de la heptarquía. Martha se asomó por la ventana de la cocina al triángulo de césped en pendiente donde estaban apuntalando aprisa los cables de sujeción de una marquesina sucia. El herrero Harris comprobaba la tirantez de los cables y hundía más a fondo unas clavijas con un mazo de madera. Lo hacía de un modo ostentoso y posesivo, como sí generaciones atrás hubiesen otorgado a su familia una patente de corso para oficiar tan valeroso ritual. A Martha la seguía desconcertando Jez: por una parte, sus invenciones eran palmariamente fraudulentas; por otra, aquel norteamericano criado en una ciudad personificaba, con su gracioso acento, uno de los más convincentes y fervorosos lugareños.

La carpa estaba afianzada; y he aquí que hacia ella aparece a caballo, con el pelo al viento, la rubia sobrina de Jez, Jacky Thornhill. Jacky iba a ser la reina de mayo, aunque alguien señaló que estaban a comienzos de junio, a lo que otro repuso que no importaba porque espino era la planta y no el mes, o al menos eso creían, por lo que fueron a consultar a Mullin, el maestro, quien les dijo que lo consultaría, y cuando, después de haberlo hecho, informó de que se refería a la flor de espino que era tradición que la reina luciese en el pelo, si bien esto venía a ser lo mismo, pues supuestamente el espino florecía en mayo, pero en cualquier caso la madre de Jacky le había hecho una diadema de oropel con cartón pintado, y era eso lo que llevaba, y ahí se acabó la historia.

Era derecho y deber del vicario inaugurar la fiesta. El reverendo Coleman vivía en la vieja rectoría al lado de la iglesia. Los vicarios anteriores habían vivido en una finca de yeso demolida hacía mucho por las palas de las excavadoras. La rectoría quedó desocupada cuando su último propietario, un hombre de negocios francés, había regresado a su país durante las medidas de emergencia. A los vecinos les parecía normal que el vicario viviese en la rectoría, del mismo modo que una pollita vive en el gallinero; pero al clérigo no se le consentía darse ínfulas, como tampoco es propio que una gallina se tome por un pavo. El reverendo Coleman no había llegado a la conclusión, por el solo hecho de que hubiese vuelto al lugar donde sus antecesores habían morado durante siglos, de que Dios había regresado al pueblo o que la moralidad cristiana fuese la ley del mismo. De hecho, la mayor parte de los feligreses regulaba su vida con arreglo a un código cristiano atenuado. Pero cuando iban a la iglesia los domingos, lo hacían más por una necesidad de trato mundano y un gusto por los himnos melodiosos que para recibir desde el pulpito consejo espiritual y la promesa de una vida eterna. El vicario se abstenía de utilizar su posición para proponer un coercitivo sistema teológico; por el contrario, pronto había aprendido que los sermones moralistas recibían como pago en la bandeja de plata el botón de un pantalón y un euro sin valor.

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