Sir Jack siguió bebiendo. Siguió telefoneando. Recibió más elogios. A las dos de la mañana convocó a Martha Cochrane y le dijo que llevase a su amante jo-vencito y lloriqueante escribidor de notas por si acaso él, Sir Jack, tenía un sueño vibrante. En realidad, habría podido llamarle «ese puto muñeco», pues el mejor armagnac acababa desatando la lengua. En cualquier caso, a ella no le hizo gracia que la distrajeran del asunto que se traía entre manos. En cuanto al jo-vencito Paul, se puso de morros en cuanto Sir Jack le hizo un comentario ligeramente procaz respecto… Oh, que se jodan, que se jodan todos. Le tenía sin cuidado lo que cada cual estuviese haciendo, pero quería a su alrededor gente que disfrutase. No necesitaba a contradictores insolentes como aquella pareja, que daban sorbos de armagnac con la boca tensa y rencorosa. En especial un día semejante. Sir Jack ya se había adentrado en su perorata cuando espontáneamente resolvió incluirles en sus planes de reestructuración. -Lo que pasa con el cambio es que nadie está nunca dispuesto a hacerlo. El Palacio de Westminster acaba de descubrirlo, y el supuesto parlamento de la isla no tardará en hacer lo mismo. Si no llevas un salto de ventaja estás dos pasos más atrás. Casi todo el mundo se las ve y se las desea para no perder comba mientras yo duermo. Ustedes dos, mismamente.
Hizo una pausa. Sí, eso había suscitado su atención. Les dirigió su mirada escudriñadora. Justo lo que él pensaba: la mujer le devolvió una mirada insolente y el chico fingió que buscaba algo por un lado de su asiento.
– Supongo que se figuraban que una vez embarcados en el tren de la salsa de Sir Jack, todo era cuestión de untar el pan en la salsa hasta que empezasen a cobrar la pensión. Pues les tengo preparada una gran sorpresa… pareja de vinagres. Ahora que el Proyecto está de pie y en marcha no quiero que una caterva de llorones y quejicas trate de cargárselo. Así que permítanme el honor de informarles de que son los dos primeros empleados que me propongo despedir. Que he despedido. Ya mismo. A partir de ahora. Considérense despedidos. Y lo que es más, en virtud de la legislación laboral que quizá o quizá no promulgue a través de mi parlamento insular de pacotilla o, si prefieren, en virtud de los nuevos contratos que serán retroactivamente válidos y que alguien está ya elaborando, no recibirán indemnización alguna por despido. Quedan despedidos por cojones, los dos, y si no han recogido sus bártulos para la hora en que zarpa el transbordador de la mañana, yo mismo tiraré personalmente en el puerto sus pertenencias de mierda.
Martha Cochrane lanzó una breve mirada de reojo a Paul, y éste asintió.
– Bueno, Sir Jack, no parece que nos deje ninguna otra alternativa.
– No, por cojones que no, y les diré por qué.
Se levantó, mostrándoles su completa figura romboidal, dio otro sorbito, les apuntó con el dedo al uno después del otro y a continuación, a modo de climax o de tardía ocurrencia, se apuntó a sí mismo.
– Porque, para decirlo simplemente, puesto que siempre he pensado que en mi fuero interior hay una simplicidad básica, porque soy un genio. Por eso.
Estaba extendiendo la mano hacia la campanilla barroca, con objeto de expulsar de su vida a aquella perra criticona y a aquel amante tontaina de una mujer más mayor, cuando Martha Cochrane pronunció las dos palabras que él menos esperaba oír.
– Tía May.
– ¿Cómo dice?
– Tía May -repitió Martha. Y, alzando los ojos hacia la corpulencia bamboleante de Sir Jack-: Teta. Pañal. Poti.
UNA MECA TURÍSTICA ASENTADA EN UN MAR DE PLATA
Hace dos años, un emprendedor grupo de actividades de recreo fundó una nueva empresa en la costa meridional de Inglaterra. Se ha convertido rápidamente en uno de los destinos más frecuentados por los turistas pudientes. La redactora Kathleen Su se pregunta si el nuevo Estado insular puede resultar modélico para algo más que la industria del ocio.
Es el clásico día de primavera a las puertas del Buckingham Palace. Las nubes son altas y algodonosas, los narcisos de William Wordsworth vuelan impulsados por el viento y los miembros de la Guardia Real, con sus tradicionales bushies (gorros altos de piel de oso) están en posición de firmes delante de sus garitas de centinela. Multitudes ávidas aprietan la nariz contra las verjas para vislumbrar a la familia real inglesa.
A las once horas, puntualmente, las altas ventanas dobles que hay tras el balcón se abren. Los popularísimos rey y reina aparecen y saludan con la mano, sonrientes. Una salva de diez cañones rasga el aire. Los centinelas presentan armas y las cámaras disparan sus objetivos, como torniquetes anticuados. Un cuarto de hora después, a las 11.15 en punto, las altas ventanas vuelven a cerrarse hasta el día siguiente.
Las apariencias engañan, sin embargo. La muchedumbre y las cámaras son reales; lo son también las nubes. Pero los soldados son actores, el Buckingham Palace es una réplica de la mitad de tamaño y la salva de cañones un truco electrónico. Corre el rumor de que el rey y la reina tampoco son de verdad, y de que el contrato que firmaron hace dos años con el Grupo Piteo de Sir Jack Pitman les exoneraba de este rito diario. Fuentes de Palacio confirman que existe una cláusula a tal efecto en el contrato real, pero que Sus Majestades aprecian los honorarios que perciben por salir al balcón.
Esto es recreativo, pero también es un gran negocio. Junto con los primeros visitantes (como llaman a los turistas por aquí) llegaron el Banco Mundial y el FMI. La aprobación de ambas instituciones -unida al respaldo entusiástico del Comité Portland del Tercer Milenio- significa que es probable que esta empresa pionera sea muy copiada en los años y decenios venideros. Sir Jack Pitman, que fue quien concibió la idea de la isla, ocupa hoy en día un lugar subalterno, aun cuando mantiene un ojo avizor desde su encumbrada posición de gobernador, título histórico que se remonta a varios siglos. El portavoz público de Pitman House es actualmente Martha Cochrane, su presidente ejecutivo. La señorita Cochrane, una profesional elegante que se halla en la cuarentena, posee un cerebro de Oxbridge, un agudo ingenio y un vestuario de trajes de diseño, explicó al Wall Street Journal que uno de los problemas que tradicionalmente han tenido los centros turísticos es que los enclaves de cinco estrellas pocas veces están bien conectados entre ellos. «¿Se acuerda de la frustración que representa el transporte de A a B a Z? ¿Se acuerda de esos autobuses turísticos que circulan pegados uno a otro?» Los norteamericanos que visitan los lugares más turísticos de Europa se saben ya la canción: pobre infraestructura, una organización ineficaz, horas de apertura desconsideradas: todo lo que el viajero desea evitar. Aquí hasta las postales vienen ya con su sello de correos. Hubo un tiempo en que esto se llamaba la isla de Wight, pero sus habitantes actuales prefieren una denominación más sencilla y grandiosa: la llaman la isla. Su nombre oficial desde la declaración de independencia, hace dos años, es típica del estilo pícaro y bucanero de Sir Jack Pitman. La llamó «Inglaterra, Inglaterra». Da pie para una canción.
Fue asimismo suyo el singular pensamiento lateral que consiste en concentrar en una sola zona de unos sesenta kilómetros cuadrados todo lo que el visitante desearía conocer de lo que solía considerarse Inglaterra. En esta época de tiempo escaso, sin duda no es poca ventaja poder visitar Stonehenge y el cottage de Anne Hathaway en la misma mañana, desayunar un plato de queso con pan y encurtidos en la cima de los acantilados blancos de Dover y pasar una tarde de ocio en el emporio de Harrods situado dentro de la Torre de Londres (¡los Beefeaters te empujan el carrito de la compra!). Por lo que respecta al transporte entre centros: esos autobuses turísticos que tragan tanta gasolina han sido sustituidos por los ecológicos ponis con carreta. Si empieza a llover, se puede tomar un famoso taxi negro londinense o incluso un gran autobús rojo con imperial. Ambos medios de transporte son inocuos para el medio ambiente, al ser propulsados por energía solar.
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