– ¿Qué le hace pensar que me importa algo esa jodida factura telefónica?
– Estoy seguro de que no le importa, señor, completamente seguro. Lo único que pensaba es que no es nada cómodo ir a la cabina cada vez que tenga que ordenar un ataque aéreo. Si Su Alteza me capta.
El rey le mostró un frío perfil real y jugueteó con su sortija de sello. Si Su Alteza me capta. Muy difícil no captarlo, ¿eh? Como no oler los pedos de un mastín de Denise si estabas en la dirección del viento.
– Ah. Hablando del rey de Roma. El rey se preguntó si a aquel maricón de Pitman le habrían dado un soplo o si era pura suerte. Pero entonces, como a propósito, aparecieron dos Spitfires y un Hurricane, pilotados, según confirmó el sistema de megafonía, por el capitán «Chalky» White, el comandante «Ginger» Baker y el teniente coronel «Johnnie» Johnson. Volaron bajo, saludaron al palco presidencial, balancearon las alas, hicieron volteretas lentas, rizaron el rizo, dispararon munición de fogueo y dejaron una estela de humo rojo, blanco y azul.
– A propósito -dijo el rey-, y con carácter facultativo, como dicen todo el rato mis sabios consejeros. En mi cuartel general dispongo de todo un maldito ejército, de una armada y una fuerza aérea dispuestas a defenderme si las cosas se ponen feas. Aquí ustedes tienen esas tres piezas de museo equipadas con cerbatanas. No es como para que los guiris se caguen de miedo, ¿no le parece?
Sir Jack, que había ordenado que grabaran su conversación con el rey, se alegró de aquellas frases que, si las circunstancias lo exigían, podrían convertirse en otra metedura de pata soberana. Por el momento se limitó a tomar nota, así como del aburrimiento regio, de sus jeremiadas, su alcoholemia y su lujuria.
– Y también, sin menoscabo de lo anterior, Alteza -contestó-, aun cuando mi intención era posponer estas deliberaciones hasta la reunión siguiente con sus sabios consejeros, le sorprendería saber lo barato que cuesta el armamento nuclear en este mundo moderno en que vivimos.
La reina Denise regresó a la metrópoli al día siguiente para continuar sus actividades de beneficencia. El rey canceló un almuerzo con el regimiento, tras haber decidido que era necesaria su regia presencia en vista de que las conversaciones sobre conversaciones parecían estar degenerando en conversaciones. Resultó que Lady Godiva no tenía celulitis ni arrugas, que él pudiese ver, y que era una ferviente patriota.
Según The Times of London , que ahora se publicaba en Ryde, cuatro diarios de vuelo distintos coincidían en informar de la aparición, tres días antes, de una avioneta no identificada a diez millas al sur de Selsey Bill. Todos ellos hablaban de una pérdida de control repentina. No había posibilidad de supervivientes. The Times confirmó la desaparición de un periodista muy popular de la prensa rosa y de un fotógrafo de renombre, aunque conocido por sus altercados con gente famosa. La oficina de Sir Jack emitió un comunicado ratificando que la avioneta se había hundido dentro de las aguas territoriales de la isla, y que sus tumbas se respetarían a perpetuidad. Dos días después, como las conversaciones rindieron frutos satisfactorios, Sir Jack Pitman sobrevoló el lugar del accidente en un helicóptero de la Piteo. Con una sonrisa radiante, arrojó una corona enorme.
El sexagésimo quinto cumpleaños de Sir Jack fue elegido como el día más idóneo para entrar en acción. En el refugio de doble cubo, réplica del original, dentro del cuartel general de la isla, Sir Jack lucía con desafío los tirantes del Palacio de Westminster. ¿Qué importaba si a la postre se estaba cerrando las puertas de la Cámara de los Lores? El hatajo de idiotas y tontos de babero de los distintos partidos a los que había hecho donaciones más que generosas a lo largo de decenios habían perdido la oportunidad de investirle de armiño. Pues que así fuera. Los hombres pequeños siempre trataban de tumbar a los más grandes; los hipócritas recibirían su merecido. Y sólo porque poco antes, un inspector bisoño del Ministerio de Comercio e Industria, muy poco versado en prácticas comerciales modernas, había intentado medrar por medio de una frase barata. Decir que Sir Jack Pitman era tan honorable como Taras Bulba era un gastado insulto racista. La expresión «incapaz de regentar un puesto de pescado» era particularmente vejatoria. En su momento, había ordenado que entregaran cincuenta kilos de abadejo en la modesta residencia del inspector en Reigate, con toda una tribu de paparazzi presentes para dejar constancia de la humillación; pero no estaba seguro de que la iniciativa hubiese sido demasiado sutil. El inspector se las había arreglado para presentar las cosas de manera que el envío pareciese una tentativa de soborno. El asunto se les había escapado de las manos, y la broma de Sir Jack diciendo que los moluscos procedían de su cuenta en un paraíso fiscal había sido erróneamente interpretada.
Bien, hoy era el día en que aquellos parlamentarios de pacotilla, ministros en procura de su solo provecho, hipócritas y hombrecillos iban a comprender con quién se la estaban jugando. Pronto podría él colgarse las medallas que le apeteciera, otorgarse todos los títulos que le viniesen en gana. ¿Qué le había ocurrido, por ejemplo, a la dinastía Fortuibus? Se podría rehabilitar, sin duda. ¿Primer barón Fortuibus de Bembridge? Y sin embargo Sir Jack sentía que, en el fondo de su ser, conservaba una simplicidad -incluso una austeridad- básica. Claro que era necesario guardar las apariencias -¿de qué habría servido el buen samaritano si no hubiera podido pagar al posadero?-, pero nunca había que perder el contacto con tu humanidad esencial. No, quizá fuese mejor, más conveniente, que siguiera siendo Sir Jack a secas.
Todos los activos de la empresa habían sido transferidos al extranjero, lejos del alcance de la venganza irritada de Westminster. El contrato de arrendamiento de Pitman House (I) expiraba al cabo de unos pocos meses, y estaban dando largas a los propietarios. Algunos bienes muebles serían transferidos en el momento oportuno, a menos que los incautase el gobierno británico. Sir Jack confiaba más bien en que lo hiciese: en ese caso, podría llevar ante el Tribunal Internacional a los hipócritas y a los hombrecillos. De todas formas, le habían informado de que era hora de actualizar la mayoría de los bienes de equipo. Lo mismo cabía decir del matériel humano.
Sus ayudantes más timoratos eran partidarios de no golpear en todas direcciones al mismo tiempo. Alegaban que así se diluiría el efecto. Sir Jack discrepó: era el momento del Big Bang; no era sólo el asunto principal del día, sino una historia en movimiento. En todo caso, ¿cómo lo hacías? Lo hacías haciéndolo. Los sucesos de aquel día, por consiguiente, se desarrollarían en rápida sucesión en Reigate, Ventnor, La Haya y Bruselas. Sir Jack reservaría para Reigate una pequeña parte de su pensamiento y una doble página de sus periódicos. El inspector de comercio e industria, que parecía haber prosperado últimamente, se quedaría perplejo a la hora del desayuno en compañía de su deliciosa esposa, al ver que el correo contenía varios sobres certificados con sellos de Sudamérica y escritos con una letra notablemente similar a la suya propia. Unos pocos minutos separarían la llegada a su puerta del amable cartero y la de los representantes mucho más puritanos del servicio de aduanas de Su Majestad. Estos últimos poseían la gratificante y feroz potestad de entrada y registro, y asimismo tenían convicciones muy sólidas -tanto más después de una campaña reciente en determinada prensa- sobre el sucio tráfico de drogas letales dirigido por testaferros aparentemente respetables cuya avaricia desmedida arrastraba a los niños del país a una espiral del infierno.
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