Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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Más o menos a la misma hora en que un par de pantalones oscuros abandonaban, cubiertos por una manta, una vivienda de falso estilo Tudor en Reigate, mientras paparazzi sorprendentemente bien informados gritaban: «¡Aquí, señor Holdsworth!», Sir Jack agitaba su tricornio de gobernador desde un landó abierto de su propiedad. Los empleados formaban una hilera a su paso rumbo a los nuevos edificios del consejo de la isla, sitos en Ventnor. Primero, Sir Jack, tocado con sombrero duro y empuñando una paleta chapada en oro, participó en la ceremonia consistente en poner la última paletada del techado, y fue fotografiado compartiendo la áspera camaradería de techadores y albañiles. Después, ya en suelo firme, Sir Jack cortó una serie de cintas, declaró inaugurados los edificios y procedió a su entrega formal al pueblo de la isla, representado por el presidente del cabildo, Harry Jeavons. A continuación las cámaras se desplazaron al interior, donde los miembros del cabildo juraron su cargo y aprobaron de inmediato el texto legislativo final. Los ediles proclamaron unánimemente que al cabo de siete siglos de opresión, la isla se deshacía del yugo de Westminster. Se declaró, por consiguiente, la independencia, se elevó el cabildo al rango de parlamento y se instó a los patriotas isleños a que ondearan por doquier las banderas patrocinadas por la Piteo que habían sido arrojadas desde la comitiva motorizada de Sir Jack.

Sin mudar de sede, el parlamento promulgó acto seguido su primer decreto ejecutivo, por el que se otorgaba a Sir Jack Pitman el título de gobernador de la isla. Su nombramiento era meramente honorífico, aunque técnicamente le investía de la facultad residual -consignada en el primer documento de vitela por el maestro calígrafo- de disolver el parlamento y la constitución en caso de emergencia nacional, y de gobernar personalmente. Dichos poderes se expresaron y redactaron en latín, lo que disminuyó el impacto sobre quienes los refrendaron. Sir Jack, sentado en un trono dorado, habló de un deber sagrado y evocó a precedentes gobernadores y capitanes de la isla, en especial al príncipe Henry de Battenberg, que había probado su patriotismo mediante una muerte heroica en la guerra de Ashanti en 1896. Su viuda, la noble princesa Beatrice, posteriormente había ocupado el cargo de gobernador -Sir Jack puntualizó que en su gramática el masculino abarcaba siempre el femenino- hasta su muerte, casi medio siglo más tarde. Sir Jack confesó una modesta ignorancia acerca de su propia cita con la Parca, pero en calidad de devoto esposo propuso el nombre de Lady Pitman como posible sucesor (a).

Al tiempo que tañían alegremente las campanas, en la otra orilla del Canal una doncella insular, personalmente elegida por Sir Jack para representar a Isabella de Fortuibus, hacía entrega al Tribunal Internacional de La Haya de una solicitud de anulación de la compra de la isla realizada en 1293. Luego un carro de Boadicea la transportó al Deutsche Bank, donde abrió una cuenta en nombre del «pueblo británico» y depositó la suma de seis mil marcos y un euro. La acompañaba un guardaespaldas descendiente de los rústicos de fines del siglo XIII, cuya presencia tenía por objeto subrayar que la llamada «compra» de la isla por parte de Eduardo I había sido un fraude perpetrado contra gentes sencillas a quienes nunca les habían explicado correctamente el tratado. Entre los rústicos había varios ejecutivos de Piteo que habían preparado alocuciones tanto sobre la expropiación de la tierra original como sobre el ulterior encubrimiento de la misma a lo largo de los siglos.

Isabella de Fortuibus prosiguió en carro su ruta hasta la estación, donde la esperaba un expreso especial con destino a Bruselas. A su llegada fue recibida por abogados de Pitman Offshore International, que habían elaborado la solicitud isleña de instantánea adhesión de emergencia a la Unión Europea. Era el momento decisivo, declaró a los medios de comunicación el negociador principal de POI, el momento que compendiaba la larga lucha de los isleños por su liberación, un combate marcado por el valor y el sacrificio en el curso de los siglos. En lo sucesivo contarían con Bruselas, Estrasburgo y La Haya para la salvaguarda de sus derechos y libertades. La coyuntura entrañaba una gran oportunidad, pero asimismo un gran peligro: la Unión tendría que actuar de un modo firme y resuelto. Sería más que una tragedia que se produjese una situación análoga a la de la antigua Yugoslavia en el umbral septentrional de Europa.

Mientras que el mercado bursátil de Londres atravesaba por un martes tan negro que las cotizaciones fueron suspendidas a la hora del almuerzo, para el futuro inmediato, las acciones de Piteo subían en flecha en todo el mundo. Esa noche, Sir Jack tomó una copa mirando los leños de roble insular que llameaban patrióticamente en su chimenea neo-bávara. Repasó las pruebas en vídeo y en forma anecdótica. Acogió con una risita las repeticiones de sus parlamentos grabados de antemano. Mantenía abierta media docena de líneas telefónicas mientras pasaba de un oyente sobrecogido a otro. Permitió que le pusieran con unos cuantos jefes de redacción de periódicos que le expresaban su enhorabuena. Lo llamaban el primer coup d'état incruento en el mundo desde tiempo inmemorial. Un avance hacia la nueva Europa. Rompiendo moldes. Pitman el pacificador. Los papas invocaban a David y Goliat. También a Robin Hood. La jornada dramática recordó a un editorialista uno de los títulos más melodiosos de Fidelio: ¿qué ruptura de cadenas no se había producido? Sí, en efecto, a juicio del nuevo gobernador, determinada persona podría haberlo aprobado. En su homenaje -no, más con un sentido de afinidad-, consintió que la poderosa Heroica festejase su victoria.

La dulzura del triunfo era tanto mayor cuanto que quienes aclamaban tus victorias ignoraban lo grandes que en realidad habían sido. Por ejemplo, no tenía intención de introducir a la isla en la Unión Europea. Los efectos de la legislación laboral y las normativas bancadas europeas, por no mencionar más que dos aspectos, serían desastrosos. Sólo necesitaba que Europa le resguardase de Westminster hasta que las aguas se hubieran calmado. ¿La oferta de recompra de la isla por seis mil marcos y un euro? Sólo un simple creería que aquello era algo más que un corte de mangas contra la metrópoli; había ordenado cancelar la cuenta antes de que la tropa de periodistas hubiese embarcado en el tren a Bruselas. Análogamente, no creía que la denuncia jurídica del tratado de 1293 tuviese la más mínima posibilidad de prosperar: imagínate qué lata de gusanos estaría abriendo Europa si lo dejaba pasar. En cuanto al puto parlamento insular: bastaba con ver a aquellos ediles con ínfulas comportándose como si cada uno fuese Garibaldi…, bastaba eso para que él se levantase del trono de gobernador y les dijera, en inglés, y no en latín, para que los idiotas y tontos de baba entendiesen, que proyectaba disolver la asamblea al cabo de una semana. No, era un vocablo demasiado complicado para ellos: más valía emplear algo sencillo. Había una emergencia nacional, provocada por la absurda creencia del parlamento insular de que sería capaz de gobernar por sí solo la isla. Cerraba el organismo porque no había otra alternativa. No era algo que él, Sir Jack Pitman, quisiera hacer. Y los ediles con ínfulas, por lo que a él respectaba, podían embarcar en el primer barco para Dieppe. A menos que quisieran aprovechar su breve experiencia actual en el cargo. El Proyecto Pitman continuaba entrevistando a candidatos para la experiencia de una Cámara de los Comunes propia. Se habían asignado escaños, pero estaban buscando diputados sin voz, válidos para una coreografía sencilla: ponerse en pie a una señal del presidente de la cámara, agitar el orden del día con falsa urgencia y volver a sentarse en sus escaños de cuero verde. También se les pediría que profiriesen ruidos no verbales pero interpretables: las categorías principales del catálogo comprendían los aullidos de desprecio, los gruñidos sicofánticos, los murmullos furibundos y las risas insinceras. Pensó que estarían a la altura de semejante encargo.

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