Se alzó una voz singular.
– ¿Y si invitamos a salir del monasterio al viejo Jorge?
Sir Jack ni siquiera dedicó una mirada a su captador de ideas. El joven se había vuelto resueltamente impertinente en las últimas semanas. ¿No habría entendido que su trabajo consistía en captar ideas y no en exponer sus insignificantes ocurrencias? Sir Jack atribuía aquellos prontos de autoafirmación a la formidable buena suerte de haberse infiltrado en el lecho de Martha Cochrane. ¿Piteo se había visto reducido a aquello, a ser una mera agencia de citas para empleados? Habría represalias en su debido momento, pero no todavía.
Sir Jack dejó que el chico se cociera un rato en el creciente silencio y luego le murmuró a Mark:
– Eso sí que sería un disparate. La risa de superioridad de Mark puso punto final a la reunión.
– Un instante, Paul, si tiene tiempo.
Paul observó el desfile de los demás hacia la puerta; o, mejor dicho, observó el desfile de las piernas de Martha.
– Sí, es una mujer hermosa -dijo Sir Jack, con tono de aprobación-. Lo digo como entendido. Y como hombre de familia, por supuesto. Una hermosa mujer. Caliente como un horno, no me extrañaría.
Paul no respondió.
– Me acuerdo de la primera vez en que puse los ojos en ella. Así como recuerdo cuando los puse en usted, Paul. En circunstancias menos formales.
– Sí, Sir Jack.
– Ha progresado, Paul. Con mi patrocinio. Ella también. Con mi patrocinio.
Sir Jack se detuvo ahí. Vamos, chico, no me defraudes. Demuéstrame que por lo menos tienes algo dentro de los pantalones.
– ¿Me está diciendo -el tono agresivo de Paul era nuevo; su afectación, por el contrario, conocida- que mi… relación con… la señorita Cochrane es inaceptable para usted?
– ¿Por qué iba a serlo?
– ¿O que, en consecuencia, ha empeorado mi trabajo?
– Nada de eso, Paul.
– ¿O que, en consecuencia, ha empeorado el de ella?
– Nada de eso.
Sir Jack estaba satisfecho. Rodeó a Paul con el brazo y notó una rigidez gratificante en sus hombros mientras le conducía hacia la puerta.
– Es un hombre con suerte, Paul. Le envidio. Juventud. El amor de una buena mujer. La vida por delante. -Extendió la mano hacia el pomo de la puerta-. Mis bendiciones. A ambos.
Paul estaba seguro de una cosa: que Sir Jack no hablaba en serio. Pero ¿qué querría decir?
Robin Hood y su alegre pandilla. Correteando por el Glen. Daban a los pobres lo que robaban a los ricos. Robin Hood, Robin Hood. Un mito primario; mejor aún, un mito primario inglés. Un mito de libertad y rebelión: rebelión justificada, por supuesto. Sabios -aunque ad hoc- principios de recaudación y redistribución de ingresos. El individualismo como medio de atemperar los excesos del libre mercado. La fraternidad humana. Un mito cristiano, asimismo, a pesar de ciertos aspectos anticlericales. El monasterio bucólico de Sherwood Forest. El triunfo de los virtuosos, que sin embargo eran más ladrones, al parecer, que el arquetípico magnate. Y, por añadidura, ocupaba el número 7 en la lista de las cincuenta quintaesencias de la inglesidad, posteriormente retocada por Sir Jack. El mito de Robin Hood había recibido una atención prioritaria desde el principio. Parkhurst Forest fue convertido fácilmente en Sherwood Forest, y las inmediaciones de la Cave habían sido arbóreamente realzadas por la repatriación de varios centenares de robles adultos procedentes de la mansión de un príncipe saudí. Los martillos neumáticos estaban devolviendo una autenticidad añeja al revestimiento de piedra de la Cave, y se había aplicado al dormitorio una segunda capa de pintura. Habían instalado la tubería de gas hasta la barbacoa, grande como para un buey, y se estaba haciendo la entrevista final para contratar a los miembros de la alegre pandilla de Robin. Martha Cochrane apenas ejerció de cínica -era más un ocioso garabato mental- cuando, en el comité del jueves, dijo:
– A propósito, ¿por qué todos los miembros de la pandilla son hombres?
– ¿Es católico el Papa? -contestó Mark. -Prescinda del feminismo, Martha -dijo Jeff-. Al superdólar y al yen largo no les interesa. -Era sólo…
Pero el Dr. Max acudió en su ayuda, caballeroso pero malévolo.
– Por supuesto, lo de que el Papa sea o no sea, fuese o no fuese católico, sigue siendo, a pesar de que se use como argumento, supuestamente concluyente, de una charla de bar -y aquí el Dr. Max lanzó una mirada feroz a Mark-, materia de seria inquietud para los historiadores. Por un lado, la popular aunque confusa opinión de que todo lo que haga el Pontífice constituye ipso facto un acto católico, de que la Papalidad o la Papidad es, por definición, catolicismo. Por otro, el criterio algo más enjundioso que sostienen mis colegas de que un problema cardinal de la Iglesia católica a lo largo de los siglos, que ha condimentado con excesiva frecuencia la sopa eclesiástica e histórica, es precisamente que los Papas no han sido lo bastante católicos, y ello en el supuesto de que lo hayan sido…
– Corte el rollo, Dr. Max -dijo Sir Jack, aunque su tono era indulgente-. Ilústrenos con su pensamiento, Martha.
– No sé si «pensamiento» no es mucho decir -empezó Martha-. Pero yo…
– Exacto -dijo Jeff-. Es demasiado tarde para esas reacciones viscerales. Sólo ha habido dinero minoritario en ese terreno. Todo el mundo conoce a Robin Hood. No se puede andar jugueteando con Robin Hood. Quiero decir…
Alzó la vista, exasperado.
Martha no estaba preparada para el ataque de Jeff. Normalmente era muy sólido y literal, y aguardaba pacientemente a que los demás decidieran para luego ejecutar lo decidido.
– Simplemente pensaba -dijo ella, comedidamente- que parte de nuestra tarea, parte del desarrollo del Proyecto, consistía en recrear mitos para los tiempos modernos. No veo en qué se diferencia el mito de Robin Hood. De hecho, que ocupe el puesto número siete debería empujarnos a examinarlo con mayor atención.
– ¿Puedo glosar un p-ar de las frases dis-plicen-tes, si se me permite decirlo, de Jeff? -El Dr. Max se había repantigado, con los dedos laxamente enlazados en la nuca y ahuyentado con los codos a los descreídos, ya en pleno humor didáctico. Martha miró a Sir Jack al otro lado de la mesa, pero la presidencia hoy se mostraba tolerante, o quizá maliciosa-. Todo el mundo conoce a Robin Hood, es una fórmula miope que hace que un historiador se muera de risa. Todo el mundo conoce, ay, sólo lo que conoce todo el mundo, como mis investigaciones en pro del Proyecto han demostrado tan tristemente. Pero la perla más grande es No se puede andar jugueteando con Robin Hood. ¿Qué cree que es la historia, mi querido Jeff? ¿Una lúcida, poliocular transcripción de la realidad? Vamos, vamos. Los anales históricos de mitad a finales del siglo xiii no son una corriente clara en la que podamos zambullirnos alegremente. En cuanto al patrimonio común de los mitos, sigue siendo ingentemente administrado por varones. La historia, por decirlo sin rodeos, es un tío cachas. Más bien como usted, Jeff, en realidad.
»Ahora bien, lo que primero se piensa del a-sunto. La señorita Cochrane ha suscitado, muy pertinentemente, la cuestión de por qué todos los "pandilleros" eran hombres. Sabemos que uno de ellos, Maid Marian, era a todas luces una mujer completa. De forma que hay una presencia femenina establecida desde el principio. Además, el nombre del propio cabecilla, Robin, es sexualmente ambiguo, una ambigüedad refrendada por la pantomima tradicional inglesa, en que una muchacha interpreta el papel del proscrito. El nombre "Hood", a este respecto, designa una vestimenta que es ambisexual. Cabría, por tanto, si uno quisiera ser provocativo y algo anti-Jeff, aventurar una recreación del mito de Robin Hood encarnada por el corpus genuinamente femenino del bandolerismo. Los nombres de Moll Cutpurse, Mary Read y Grace O'Malley podrían acudir a algunas mentes, si no a todas, en esta materia.
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