– ¿Por ejemplo?
– Por e-jemplo, esta pregunta. Usted no responde «no, imbécil» o «sí, don sabio», sino que se limita a decir: «¿por ejemplo?». Se repliega. Mi observación, y lo digo en el contexto, señorita Cochrane, del aprecio que le tengo, es que usted participa activamente, pero de una forma estilizada, interpretando el papel de mujer sin ilusiones, lo cual es una manera de no participar, o guarda un silencio provocativo, animando a los demás a que hagan el ridículo. Y conste que no estoy en contra de que la gente exhiba su estupidez. Pero de un modo u otro, usted no se presta a examen ni, aventuraría, al contacto.
– ¿Me está echando los tejos, Dr. Max?
– Es e-xactamente lo que quiero decir. Cambia de tema, hace una pregunta, evita el contacto.
Martha se calló. No hablaba así con Paul. La suya era una intimidad normal, cotidiana. Aquello también era intimidad, pero adulta, abstracta. ¿Tenía algún sentido? Intentó pensar en alguna pregunta que no fuese una forma de eludir el contacto. Siempre había pensado que hacer preguntas era ya una forma de contacto. Dependía de las respuestas, desde luego. Por último, con un optimismo juvenil, dijo:
– ¿Eso es un ganso del Canadá?
– La ig-norancia de los jóvenes, señorita Cochrane. Frío, realmente, frío. Eso es un pato real perfectamente corriente y bastante astroso, a decir verdad.
Martha sabía lo que quería: la lista podría incluir verdad, simplicidad, amor, deferencia, compañerismo, diversión y buen sexo. Sabía asimismo que era una bobada confeccionar tales listas; muy humano, pero tonto. A la par, por tanto, que abría su corazón, en su mente había persistido la inquietud. Paul se comportaba como si su relación fuese algo dado: sus parámetros decididos, su finalidad fija, todos los problemas estrictamente postergados al futuro. Reconocía ese rasgo demasiado bien, la desenfadada urgencia de formar una pareja antes de haber dejado establecidas las partes constitutivas y las normas operativas del emparejamiento. Conocía esa experiencia. En parte deseaba no haberla conocido; en ocasiones sentía que le lastraba su historia personal.
– ¿Tú crees que yo evito el contacto?
– ¿Qué?
– ¿Crees que evito el contacto?
Estaban en el sofá de Martha, con sendas bebidas en la mano. Paul acariciaba la parte interior del antebrazo de Martha. En un punto determinado, justo encima de la muñeca, al tercer o cuarto roce, ella lanzaba un grito suave de placer y retiraba de un tirón el brazo. Él lo sabía, esperó hasta entonces y respondió:
– Sí. Quod erat demonstrandum .
– ¿Pero tú crees que soy, ah, irritantemente silenciosa o que represento un número?
– No.
– ¿Seguro?
Paul tenía una expresión de complacencia divertida.
– Dicho de este modo, no me he fijado.
– Pues si no te has fijado, tanto podría ser sí como no.
– Mira, te he dicho que es no. ¿Qué mosca te ha picado? -Vio que ella no estaba convencida del todo-. Pienso únicamente que eres… real. Y me haces sentirme real. ¿Te basta con eso?
– Sé que debería bastarme. -A continuación, como cambiando de tema, dijo-: He estado charlando con el Dr. Max a la hora del almuerzo. -Paul lanzó un gruñido de indiferencia-. ¿Sabes esa extensión de pantanos detrás de Pirman House?
– ¿El estanque, te refieres?
– Es una extensión pantanosa, Paul. He estado hablando de ella con el Dr. Max. Es ornitólogo aficionado. ¿Sabías que era el que firmaba «Ratón de campo» en el Times todos los sábados? Paul suspiró, sonriente.
– Eso es seguramente el dato informativo menos interesante que me has comunicado en todo el tiempo que llevamos juntos. Ratón de campo…, qué nombre más inadecuado para un marica huevón que te habla como si todavía estuviese en la tele. No me extrañaría nada que Jeff le soltase un puñetazo uno de estos días. Oh, me revientan sus pe-queños ti-tubeos cuando ha-bla.
– Es interesante. No hace falta que te guste alguien para que te resulte interesante. De todos modos, a mí me gusta él. De hecho, le tengo mucho cariño.
– Yo le de-testo.
– No, no es cierto.
– S-ií.
Paul la agarró otra vez del brazo.
– No. Me ha contado algo fascinante. Al parecer diseñaron ese pantano de una forma especial. Tuvieron en cuenta el paisajismo, la plantación de juncos, la altura de las orillas, la dirección del agua. La finalidad es que no se posen allí los gansos del Canadá. Me figuro que son una plaga, o que asustan a las demás aves. Había un pato real muy bonito en el agua a la hora del almuerzo.
– Martha -dijo Paul, contundente-, sé que eres una chica del campo, pero ¿por qué me cuentas esto? ¿Está planeando el Dr. Max una sección de aves para el Proyecto? ¿No se acuerda de la consigna de Sir Jack, que se jodan los frailecillos?
– Creí que habías desistido de citar pitmanismos. Creí que estabas curado. No, eso me dio que pensar. O sea, ¿crees que somos así?
– ¿Nosotros?
– No tú y yo. La gente en general. Toda la cuestión de con quién… congenias y con quién no. Es un misterio, en definitiva, ¿no? ¿Por qué tú me pareces atractivo y no cualquier otro?
– Ya hemos hablado de eso. Porque soy más joven, más bajo, llevo gafas, no gano tanto y…
– Vamos, Paul. Estoy intentando avanzar. No estoy diciendo que sea… una tontería que me atraigas.
– Gracias. Qué alivio. ¿Por qué te acuestas conmigo? Simplemente para demostrar que te atraigo.
– Mira, si alguien intentara ser objetivo al respecto, podría pensar que tiene algo que ver con mi padre.
– Un segundo. -Paul no sabía muy bien si aquello le divertía o le irritaba-. Pero estamos de acuerdo en que soy más joven que tú.
– Cierto. Así pues, por ejemplo, no me fío de hombres mayores. Algo parecido.
– Eso, como me dijiste no hace mucho, es más bien psicología barata.
– Perdona -dijo Martha-. O se podría decir que eres un contraste con respecto a los hombres con quienes he salido antes. O se podría decir que simplemente no hay una pauta fija.
– ¿Como que los dos somos heterosexuales y casualmente trabajamos en la misma oficina y el destino nos ha unido?
– O cabría decir que sí existe una pauta, pero que la ignoramos y no la entendemos. Que hay algo que nos orienta sin que lo sepamos.
– Un segundo. Un segundo. Para el carro. -Paul se levantó y se plantó delante de ella. Levantó un dedo para que ella no dijera nada más-. Ya lo tengo, creo que por fin lo tengo. Creo que lo que me impulsó fue la idea de que el Dr-Mer-mer-mer Max podría tener algo remotamente pertinente que decir sobre el tema de las relaciones humanas. Y aquí estoy. Tú eres una extensión de pantano, y no entiendes por qué todos esos preciosos gansos del Canadá no se detienen y por qué te has conformado con un latoso pato real como yo.
– No. No del todo. En absoluto. De todos modos, los patos reales son muy bonitos.
– Si eso es un halago eficaz, no estoy seguro de que pueda aguantarlo.
– ¿Entonces qué crees?
– No creo nada, grazno.
– No realmente.
– Cua cua.
– Paul, vale ya.
– Cua. Cua. Cua. -Vio a Martha en la cúspide de la risa-. Cua.
Gary Desmond nunca llegaba demasiado pronto. Es lo que sus colegas, con admiración, decían de él. Tenía buenos contactos, se aseguraba sus fuentes, hacía el trabajo de investigación, comprobaba hasta tres veces si el asunto era turbio, y sólo presentaba el reportaje al editor cuando ya era un abceso a punto de reventar. Tenía asimismo la ventaja, en cuanto comprador y proveedor de historias de sexo, que no parecía uno de ellos. Mucha gente se imaginaba a un tosco, compinchado y chantajista humanoide que lúbricamente chupaba un lápiz mientras tomaba notas y que tenía manchas en la trinchera que podrían haber sido de cerveza pero probablemente no lo eran.
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