En la siguiente reunión, Mark propuso que como no estaban obligados por el procedimiento convencional, avanzaran audazmente en el orden del día. Si, en efecto, la isla -lo que nadie, al parecer, contradijo- había sido ilegalmente adquirida por la corona inglesa, ¿qué consecuencias podrían emanar de aquel hecho en la situación actual? Porque los ediles isleños, les gustara o no, afrontaban un dilema histórico, constitucional y económico. ¿Debían esconderlo debajo de la alfombra o agarrarlo por el cuello? Si los ediles presentes le disculpaban que diera libre curso al sueño, a Mark le gustaría exponer que todo análisis lógico y objetivo de la crisis vigente aconsejaba un ataque en tres frentes que él resumiría a continuación.
En primer lugar, una recusación formal ante los tribunales europeos del contrato de Fortuibus de 1293; tal iniciativa, por descontado, sería financiada por Piteo. En segundo término, la elevación del cabildo insular al estatuto pleno de parlamento, con locales apropiados, financiación, sueldos, gastos y poderes. Por último, una solicitud simultánea de adhesión a la Unión Europea como Estado miembro de pleno derecho.
Mark esperó. Le complacía especialmente haber deslizado la idea de crisis. Desde luego que no existía ninguna, al menos por el momento. Pero jamás un legislador, desde un edil local de tres al cuarto hasta el presidente de los Estados Unidos, negaría que existiese una crisis si alguien decía que existía una. Daba impresión de desidia o de incompetencia. Oficialmente, por tanto, en la isla había una crisis.
– ¿Propone usted seriamente una ruptura con la Corona?
La pregunta era capciosa, desde luego. Los sentimentales y los conservadores pondrían reparos; era mejor en esta fase dejarles creer que estaban en mayoría.
– Al contrario -contestó Mark-. El vínculo real es, a mi entender, de capital importancia para la isla. Cualquier ruptura a que pudiese forzarnos la crisis actual sería con Westminster, no con la Corona. En cualquier caso, trataríamos de fortalecer ese vínculo.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó el capcioso.
Mark, en apariencia, no estaba preparado para esta pregunta. Pareció aturullado. Miró a los demás miembros de su equipo, que no le brindaron ayuda. Mencionó la idea muy poco convincente de que el rey podría convertirse en visitante oficial de la isla. Luego se sintió obligado, en vista de la franqueza y la transparencia de las conversaciones, y en vista de las garantías de secreto, a mencionar que el Palacio estaba sopesando seriamente, en aquel mismo momento, la posibilidad de cambiar de emplazamiento. ¡No! ¿Por qué no? Nada era inamovible: tal era la naturaleza de la historia. Había en la isla un magnífico palacio real que actualmente se estaba restaurando. Claro que no debían decir una palabra a nadie. Con lo cual, la noticia fresca se rumoreó al oído de todas las personas necesarias.
En la reunión siguiente, conservadores sentimentales y patanes desagradecidos expresaron sus temores de una intervención de la metrópoli. ¿Y si había sanciones, un bloqueo, hasta una invasión? Piteo y sus asesores fueron de la opinión, primero, de que tamañas reacciones eran improbables y, segundo, de que darían una publicidad incomparable a escala mundial y, tercero, de que, puesto que la isla seguiría todos los cauces jurídicos y constitucionales correctos, Westminster no se tomaría nada a la ligera las posibles represalias europeas y de la ONU. Lo más probable era que volviese a la mesa de negociaciones y que pidiera un precio razonable. A los ediles del cabildo tal vez les agradase compartir otro pequeño secreto: la oferta inicial de Sir Jack, de medio billón de libras por la soberanía, había sido rebajada ahora hasta la cifra de seis mil marcos más un euro. De modo que quedaría mucho más en las arcas para mejorar las infraestructuras de la isla.
¿Por qué Pitman House iba a ser un amo mejor que Westminster? Una pregunta justa, concedió Mark, agradecido por la agresión. Y, sin embargo (sonrió), una pregunta asimismo injusta. Estamos unidos por un mutuo interés de una manera distinta a la que une al gobierno central con una región lejana. En el mundo moderno, la estabilidad y la prosperidad económica a largo plazo la proporciona una multinacional con mayor eficacia que la nación Estado del viejo estilo. Bastaba con observar la diferencia entre Piteo y la tierra central: ¿quién se estaba expandiendo y quién contrayendo?
¿Qué sacan en limpio ustedes? Un continuado beneficio mutuo, como ya hemos dicho. Poniendo las cartas encima de la mesa, probablemente les pediremos que anulen determinados artículos menores de la antigua legislación urbanística, gran parte de la cual ha tenido su origen en el despreciable palacio de Westminster. ¿Y qué relación oficial u oficiosa esperan mantener con el nuevo parlamento insular? Ninguna en absoluto. Pitman House opina que la separación de poderes entre la fuerza rectora de la economía y los representantes públicos es esencial para la salud de cualquier democracia moderna. Huelga decir que podrían considerar conveniente ofrecer a Sir Jack algún cargo nominal, algún título impreso.
– ¿Como presidente vitalicio? -sugirió un patán.
Mark no habría podido divertirse más. El acceso de tos y las lágrimas incluso habrían podido ser auténticas. No, solamente lo había mencionado sin pensarlo, teniendo en cuenta el carácter exploratorio y no comprometedor de aquellas conversaciones. Tenga por seguro que el asunto no había sido comentado con Sir Jack, ni él lo había hecho. A decir verdad, probablemente la única manera de obligarle a aceptar un título semejante sería no dejarle la alternativa de negarse. Creen un bando del municipio, o como quieran llamarlo.
– ¿Un bando municipal nombrándole presidente vitalicio?
Dios mío, parecía que se había ido por las ramas. Pero -sacado de la manga- podrían inventarse algún título honorífico que no fuese incompatible con la constitución que decidiesen promulgar. ¿Qué tenían aquellos viejos condados de Inglaterra? ¿El tipo con la espada y el casco con plumas? Lord Lugarteniente. No, eso sonaba demasiado al poder central. Mark fingió hojear el resumen histórico del Dr. Max. Eso es, tienen capitanes y gobernadores, ¿no es así? Uno u otro podrían valer, aunque capitán despedía en nuestros días un tufillo a subalterno. Y con tal de que todo el mundo entendiera que los poderes de Sir Jack, por más que se enunciasen teóricamente en caligrafía inclinada sobre vitela de marfil, no se invocarían nunca realmente. Por supuesto, él facilitaría su propio vehículo y el uniforme. Aunque no se hubiesen comentado con él tales cuestiones.
Entretanto, el futuro gobernador oteaba el horizonte. Siempre había que deslizar el sobre. Juega breve y piensa largo. Que hombres inferiores sueñen con planes de poca monta; Sir Jack soñaba con el gran dólar. Osadía y más osadía; la verdadera mente creativa jugaba con arreglo a otro libro de reglas; el éxito generaba su propia legitimidad. La posición multinacional de Piteo había persuadido a los bancos y a los fondos de que invirtieran capital; pero había sido un arranque de inspiración -a veces, ¡cuánto se parecía la imaginación financiera a la del artista!- prestar secretamente aquellos dineros (la palabra en plural siempre sonaba deliciosa a Sir Jack) a una de sus filiales propias en las Bahamas. Naturalmente, eso significaba que el primer cobro sobre los ingresos sería para pagar los honorarios por la gestión de Piteo. Sir Jack movió la cabeza con falsa compasión. Eran lamentablemente elevadas hoy en día, las tarifas de gestión; lamentablemente onerosas.
Luego se planteaba la cuestión de lo que sucedería inmediatamente después de la independencia. Supongamos que el nuevo parlamento de la isla -contrariando de plano, como estaba en el perfecto derecho de hacer, al consejo público de Sir Jack- optaba por una política de nacionalizaciones. Mala noticia, ciertamente, para los bancos y los accionistas: pero ¿qué podían hacer? Era una lástima que la isla no fuera todavía parte contratante de ningún acuerdo internacional. Y entonces -tras dejarles correr con la pelota un rato- Sir Jack podría verse obligado a ejercer sus poderes de gobernador en caso de emergencia. Momento en el cual técnicamente -y también jurídicamente- todo pasaría a pertenecerle. Por supuesto que prometería saldar la deuda con los acreedores. En su debido momento. A un determinado porcentaje. Tras no poca renegociación de la deuda. Oh, se sentía bien sólo de pensarlo. Pensar en lo engañados que estarían. Los cerdos de los abogados se darían la gran vida. Tal vez se iniciasen acciones contra él en los grandes centros financieros. Bueno, la isla no había firmado ningún tratado de extradición. Podía capear el temporal y esperar a un arreglo negociado. Y podía mandarles a tomar por el culo y refugiarse en Pitman House. En definitiva, había dejado a la espalda sus ansias de conocer mundo.
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