Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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Al cabo de una hora de trayecto silencioso, durante el cual Paul notó que decrecía su amor propio, llegaron a un barrio residencial donde había hayas goteando y farolas que iluminaban alarmas antirrobo.

– Aquí mismo. Dos horas. Y mis chóferes no beben.

– Está lloviendo, Sir Jack. ¿Le acompaño hasta la puerta?

– Paraguas. Paquete.

Paul desempeñó con torpeza la secuencia de la gorra, la puerta y el saludo, y vio a Sir Jack alejarse con una botella de sherry envuelta debajo del brazo. Volvió a subir al coche, tiró la gorra al asiento del pasajero y empuñó el teléfono. Lo siento, Martha, siento no haber podido mirarte. Espero que no me odies ni me desprecies. Te amo, Martha. Y tienes razón con respecto a Sir Jack, siempre la has tenido, aunque a mí no me gustase admitirlo. Puede que mañana diga algo distinto, pero hoy tienes razón. ¿Todo va bien todavía? ¿No te he perdido? No, ¿verdad que no?

Mientras marcaba, a medida que la sangre y el amor propio renacían, Paul se detuvo. Claro: su patrón probablemente recibía un listado de números marcados desde todos los coches de la empresa. Era la clase de detalle que Sir Jack nunca descuidaba. Podía haber sido la manera en que había averiguado lo de Martha. Y si Paul la telefoneaba ahora, Sir Jack lo descubriría y lo retendría en su vengativa memoria de elefante, a la espera de algún momento propicio, algún momento desagradable en público.

Así pues, una cabina. Que escasean actualmente. Paul recorrió las calles vacías, doblando al azar esquinas. Un ocasional paseante de un perro, un respetable alcohólico renqueando con provisiones hacia casa, ni la menor señal de una cabina, y de pronto, veinte metros más allá, en una avenida en curva de casas individuales iluminadas por réplicas de farolas de gas victorianas, sus faros detectaron un paraguas de golf a rayas. No te jode. ¿Y ahora qué: pasar de largo o frenar en seco? Hiciera lo que hiciese sería un error, o Sir Jack encontraría alguna razón para que lo fuese. A todo esto, probablemente había anotado el kilometraje antes de apearse y le cobraría a Paul el exceso de gasolina consumida.

Pasar de largo tal vez fuese una impertinencia aún mayor: mejor pararse. Paul frenó lo más suave que pudo, pero el paraguas con patas no interrumpió su marcha. Siguió adelante y desapareció por un camino de entrada. Al cabo de unos minutos, Paul soltó el freno de mano y dejó que el coche bajara por la avenida. La tía May vivía en una casa de época, con tejado de tejas, pulcros setos de arbustos y una placa de madera tallada, atornillada contra un abeto. Ardoch, se llamaba la casa. Paul se imaginó a una frágil solterona, con una gargantilla de encaje en el cuello, que ofrecía pastel de alcaravea y una copa de madeira. Luego la convirtió en una fornida y perfumada judía vienesa, echando más cucharadas de nata en Sachertorte. Luego -quizá los tirantes de Sir Jack fuesen una pista- la transformó en una irónica parisina de huesos finos, cuya chaqueta de tweed, con la manga remangada, descubría elegantemente el antebrazo mientras vertía una tisana por un pitorro de plata. Sir Jack podía ser un animal a veces, pero en su favor hablaba la compasión que sentía por su tía May, sus infalibles visitas mensuales.

Paul, contemplando torvamente la casa, procuraba no pensar en Martha. Se preguntó si Ardoch sería oficialmente propiedad de Piteo. Sería muy típico de Sir Jack haber incluido a su tía en la nómina, con la añadidura de una casa espaciosa. Pasó el tiempo. Llovió. Paul miró la gorra que descansaba en el asiento contiguo. ¿Estaba Sir Jack celoso de Martha? ¿De él y de Martha? ¿Era eso? Después hizo algo, obedeciendo a un impulso de rebeldía irreflexiva. Sacó del bolsillo la grabadora, medio simulando que era un teléfono desde el cual podía llamar a Martha, y activó el micrófono corporal de Sir Jack.

El radio especificado del instrumento era quince metros, un alcance necesario los días en que a Sir Jack le gustaba deambular meditabundo por salas tan amplias como sus pensamientos. La fachada de Ardoch estaba a nueve metros, y sin duda las paredes reducían la fuerza de la señal. Pero las tres palabras que grabó Paul, que más tarde, esa noche, reprodujo para Martha, y que les quitaron el interés inmediato por el sexo, se oían tan claramente como si Sir Jack hubiese estado sentado ante su escritorio.

El Jaguar estaba en el punto original de cita; seguía lloviendo cuando el paraguas a rayas apareció ante la vista. El saludo de Paul fue impecable. En el espejo retrovisor, la expresión de Sir Jack era de benévolo reposo. Llegaron a su apartamento a las once menos cuarto, y Paul hizo un gesto de gratitud con la cabeza cuando un billete de cien euros fue deslizado por dedos que tanteaban en el bolsillo superior de su chaqueta. Pero la gratitud se la inspiraba otra dádiva.

– ¡T… P… P! -susurró Paul al emerger de una breve cabezada poscoito. La presión que hacia afuera hizo la risa de Martha le expulsó la polla, y ella le empujó hacia un lado para dejar espacio a sus pulmones.

– Quizá sólo estuviese contando una historia.

Ella estaba siendo deliberadamente cauta.

– ¿A su tía? ¿Con ese remate? No, tiene que ser cierto.

Martha quería que lo fuera; más que nada quería conservar a Paul como cuando había aparecido tres noches antes: serenamente colérico, serenamente triunfal, rompiendo en pedazos un billete de cien euros. No quería que recobrase aquella sensatez respetuosa, de ejemplar del rebaño de Piteo con el hierro de la empresa en la grupa. Quería que por una vez él dirigiese.

– Mira -dijo Paul-, la casa no figura en el censo de propiedades de la empresa, y seguramente estaría incluida si ella fuese su tía May. Y estaría en nómina. Y ya te he dicho que él nunca falla. Va todos los primeros jueves del mes. En alguna ocasión, Wood le ha llevado allí derecho desde Heathrow. Y tampoco sale con ella nunca.

– A lo mejor está en una silla de ruedas o paralizada.

– Nadie visita de ese modo a una tía, aunque esté en una silla de ruedas.

Martha asintió.

– A no ser que sea otra clase de tía.

– ¡T…P…P…!

– Cállate. Me muero. -Reírse tumbada de espaldas era casi insano. Se sentó en la cama y miró la cara boca abajo de Paul. Le cogió el lóbulo de la oreja entre el pulgar y el índice-. ¿Qué crees que debemos hacer?

– Averiguarlo. O sea, que alguien lo averigüe.

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué?

Paul reaccionaba como si su liderazgo estuviese en entredicho.

– Primero tenemos que saber lo que andamos buscando.

– Garantías.

– ¿Garantías?

– Hasta los admiradores más fervientes de Sir Jack -miró a Martha como si él se disociara de ellos- admitirían que su política de contratar y despedir no siempre se basa en méritos de los candidatos.

Martha asintió.

– ¿Me ves enfocada cuando no tienes puestas las gafas?

– Tú siempre estás enfocada -dijo él.

Eligieron como agente a Gary Desmond. Hasta hacía poco, Gary había sido una firma clave en la cadena de periódicos propiedad de Sir Jack. Gary Desmond había desalojado a tres ministros, uno de ellos mujer; había divulgado el nombre del hijo natural del capitán del equipo inglés de criquet, deplorado la adicción a la cocaína de tres metereólogas de la televisión y, por último, efectuando tan sólo unos pocos allanamientos de morada, había presentado a su patrón pruebas fotográficas de las sesiones de trío en la cama del príncipe Rick con chicas de alterne carísimas.

¿Se había confiado demasiado o era simplemente ingenuo? Fuera como fuese, había dado por supuesto algo erróneo: que los parámetros morales de sus artículos, con el respaldo entusiasta del propietario y los lectores, eran de algún modo auténticos; y si no auténticos, al menos inmutables. Pero Gary Desmond, que esperaba, con un retruécano modesto, llamar a su artículo su logro «soberano», descubrió que era posible triunfar excesivamente, de un modo que desafiaba la supuesta realidad de su oficio. Se había producido, desde luego, una conmoción general cuando reveló que un joven «a dos palmos del trono», financiado con dinero público y pagado por representar a la nación en viajes al extranjero, había retozado lánguidamente con Cindy y Petronella en uno de los «lujosos palacios» proporcionados por los contribuyentes. Pero a medida que día tras día continuaban las revelaciones, la censura por lascivia había dado paso de algún modo a la vergüenza y luego a una especie de autorreproche patriótico. A una escala más local, esta evolución había ocasionado que Sir Jack se pusiera sus tirantes de la Cámara de los Lores con el temor de no conseguir el armiño a juego.

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