Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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– después de romper con Christine, hubo semiencuentros, cuasi encontronazos, anhelos que se diluían en autodesprecio, flirteos de los que quería salir antes de haberse enredado en ellos. Mujeres que le miraban como diciendo: aprovechable, por el momento. Otras le agarraban firmemente del brazo desde el instante del primer beso y le hacían sentir, mientras retorcían los dedos en el hueco de su brazo, que le llevaban primero al altar y después a la tumba. Empezó a mirar a otros hombres con incomprensión y envidia. Sólo los valientes merecen a las bellas, según algún poeta estúpido de antaño. La vida real no era así. ¿Quién obtenía lo que ellos merecían? Mierdas y mujeriegos y horribles bastardos prepotentes se tiraban a las bellas mientras los valientes estaban en la guerra. Cuando el valiente volvía a su casa se servía el segundo plato. Los tipos como Paul tenían que conformarse con las sobras. Su destino era aceptarlo, asentarse y engendrar soldados de infantería para los valientes, o hijas incautas para que las asolaran los mierdas y los mujeriegos.

– volvió con Christine durante unas cuantas horas, lo que constituyó un claro error.

– pero Paul se resistía a su destino tácito, tanto en un sentido general como en la persona de Christine. No creía en la justicia por lo que atañía al sexo y al corazón: no había sistema que pudiese calibrar imparcialmente sus méritos como ser humano, compañero, amante, marido y demás. La gente -concretamente las mujeres- te lanzaba una rápida ojeada y pasaba de largo. No había manera de protestar, de tratar de entregarles una lista de tus atractivos ocultos. Pero si no había sistema, lógicamente tenía que existir la suerte, y Paul era un tenaz creyente en la fortuna. En un momento dado eres un empleado medio de Piteo y al siguiente estás de pie al lado de Sir Jack en los urinarios y casualmente él está entonando la tonadilla oportuna.

– la primera vez que posó los ojos en Martha, con su melena esculpida, su traje azul y sus silencios serenos pero desconcertantes, cuando se sorprendió pensando «tienes una voz castaño oscuro a juego con tu cabello y no es posible que tengas cuarenta años», y cuando la vio ejecutar un giro elegante y el revuelo de la capa ante las narices del piafante y resoplante Sir Jack, había pensado: parece estupenda. Se percató de que semejante reacción era bastante inapropiada y probablemente no la que debiera confesarle nunca a ella. O, si lo hacía, sin la anotación siguiente: después de haberse marchado de casa y haber reincidido en comprar revistas durante una temporada, gradualmente descubrió, mientras contemplaba a una mujer expuesta ante él en una página doble como la encarnación de lo disponible, que en su cerebro se colaba el pensamiento: «Ella parece estupenda.» Tal vez él no estuviese hecho para el sexo de revistas. Fóllame, parecían instarle las mujeres, y él contestaba una y otra vez: «Verás, en realidad antes me gustaría conocerte mejor.»

– antiguamente había advertido que estar con una mujer cambiaba la noción del tiempo: qué sumamente precario podía ser el presente, qué patoso, qué elástico el pasado, qué proteico el futuro. Sabía mejor aún que no estar con una mujer modificaba el sentido del tiempo.

– así que cuando Martha, la primera vez que se vieron, le preguntó qué había pensado de ella, él quiso decirle: intuí que ibas a cambiarme irrevocablemente la noción del tiempo, que el futuro y el pasado estarían comprimidos en el presente, que una nueva e indivisible trinidad santa de tiempo estaba a punto de formarse, como nunca había sucedido en la historia de la creación. Pero como esto no era enteramente cierto, mencionó la clara sensación que había experimentado en el doble cubo del despacho de Sir Jack y la posterior, cuando estaban sentados uno frente al otro en la vinatería y cayó en la cuenta de que ella dirigía levemente la conversación. «Me pareciste estupenda», dijo él, demasiado consciente de que no era la clase de hipérbole que utilizaban los mierdas y los mujeriegos y el horrible elenco de bastardos prepotentes. Parecía, no obstante, que era exactamente lo que había que decir, o lo que debía haber pensado, o ambas cosas.

– con Martha se sentía más inteligente, más maduro y divertido. Christine le reía todos sus chistes, lo que al final le hizo concebir la sospecha de que no poseía sentido del humor. Más tarde conoció la humillación de la ceja arqueada y del implícito «No los cuentes si no sabes contarlos.» Durante una temporada desistió de contar chistes, salvo entre dientes. Con Martha volvió a contarlos, y ella se reía cuando le hacían gracia y no se reía cuando no se la encontraba. A él le pareció extraordinario y magnífico. Y asimismo simbólico: hasta entonces él había vivido para sus adentros, sin atreverse a expresar su vida en voz alta. Gracias a Sir Jack, tenía un empleo decente; gracias a Martha tenía una vida digna, una vida en voz alta.

– no acertaba a creer que haberse enamorado de Martha volviese las cosas más sencillas. No, no era ésa la palabra exacta, a menos que «sencillas» incluyese también el sentido de más ricas, más densas, más complejas, con foco y con eco. En la mitad de su cerebro latía una incredulidad boquiabierta por su suerte; la otra mitad la ocupaba un sentimiento de realidad largo tiempo buscada y llameante. Ésa era la palabra: estar enamorado de Martha transformaba las cosas en reales.

Dos

La elección que Sir Jack hizo de la isla no había sido un exponente de zahorismo cartográfico. Hasta sus caprichos entrañaban dispendio. En el caso presente, los factores determinantes habían sido: el tamaño, la ubicación y los accesos de la isla, amén de la suma improbabilidad de que la Unesco la catalogase como patrimonio universal. Acceso al mercado laboral, elasticidad de la normativa urbanística, ductilidad de los lugareños. Sir Jack no preveía excesivos problemas en encandilar a los isleños: su experiencia del mundo en vías de desarrollo le había enseñado a explotar el resentimiento histórico, e incluso a engendrarlo. Además tenía en el bolsillo a los parlamentarios de la isla. Una serie de inversiones realizadas a bombo y platillo en el distrito electoral, además de la declaración de tres chaperos de Londres, firmada y guardada en la caja de caudales de un abogado de cerca del Inn Fields de Lincoln, garantizaban que Sir Percy Nutting, consejero de la reina y diputado del Parlamento, continuaría mostrando el entusiasmo debido. La zanahoria y el palo siempre funcionaban; el palo y la zanahoria, mejor todavía.

Al principio proyectaba simplemente adquirir la isla. Habían comprado varios miles de hectáreas a fondos de pensiones y comisionados de la Iglesia a cambio de bonos en la nueva empresa; el siguiente paso era convencer a Westminster de que le vendiese la soberanía. El plan no parecía inverosímil. Las últimas migajas del Imperio se estaban repartiendo por entonces de una manera que Sir Jack juzgaba enteramente racional. Las antiguas colonias se habían perdido en una ráfaga de principios súbitos acelerada por guerras de guerrillas. A los últimos enclaves se les aplicaron criterios económicos sensatos: Gibraltar fue vendido a España, las islas Malvinas a Argentina. Claro que ni el vendedor ni el comprador presentaron las cesiones como tales; pero Sir Jack tenía sus fuentes de información.

Esas mismas fuentes informaron del hecho decepcionante de que Westminster había endurecido su postura respecto a vender la isla de Wight a un particular. Habían puesto reparos especiosos de integridad nacional. Pese a la presión ejercida por un grupo de diputados leales a Sir Jack, el gobierno se negó de plano a poner precio a la soberanía. No está en venta, dijeron. Este rechazo, al principio, enfurruñó un poco a Sir Jack, pero enseguida recuperó el humor. En definitiva, había algo inherentemente insatisfactorio en la misma naturaleza del trato. Querías comprar algo, el propietario fijaba un precio y al final lo obtenías por menos. ¿Dónde estaba la gracia?

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