Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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Nick empieza a trabajar con Ed el jueves por la mañana, y ordenar de nuevo las guías de teléfono es una tarea de proporciones tan enormes, tan colosales desde el punto de vista de la carga que hay que manejar -el volumen y el peso de los innumerables tomos de mil páginas que se deben sacar de su estantería y acarrear a otra zona del almacén para luego volver a cogerlos y colocarlos en otro estante-, que adelantan poco, mucho menos de lo que han previsto. Deciden seguir trabajando durante todo el fin de semana, y al miércoles siguiente (el mismo día que Eva entra en una tienda de fotocopias para componer el cartel con el cual difundirá la noticia de la desaparición de su marido, que también resulta ser el día en que Rosa Leightman vuelve a Nueva York y escucha los mensajes de amor de Bowen en el contestador automático) la creciente preocupación de Nick por la salud de Ed se transforma finalmente en angustia declarada. El antiguo taxista tiene sesenta y siete años y pesa unos treinta kilos de más. Fuma tres paquetes al día de cigarrillos sin filtro, le cuesta trabajo andar, respira con dificultad y tiene las arterias cada vez más llenas de colesterol. Víctima de dos ataques al corazón en el pasado, no se encuentra en condiciones de soportar el trabajo que ambos pretenden llevar a cabo. Incluso bajar y subir la escalera todos los días requiere una gran concentración y fuerza de voluntad, lo que pone a prueba sus energías hasta tal punto que apenas puede respirar cuando llega al primero o al último peldaño. Nick es consciente de ello desde el principio, y anima continuamente a Ed para que se siente y descanse un poco, asegurándole que es capaz de hacer el trabajo él solo, pero Ed es un individuo testarudo, una persona con una misión que cumplir, y ahora que su sueño de reorganizar su museo de guías telefónicas se está haciendo por fin realidad, no hace caso del consejo de Bowen y salta del asiento a la menor oportunidad para ayudarlo. El viernes por la mañana, las cosas empiezan finalmente a ponerse feas. Bowen vuelve de un trayecto al otro extremo de la sala, remolcando su caja de manzanas vacía, y se encuentra con Ed sentado en el suelo y la espalda apoyada en una estantería. Tiene los ojos cerrados y la mano derecha firmemente apretada contra el corazón.

Dolor en el pecho, observa Nick, llegando enseguida a la conclusión evidente. ¿Le duele mucho?

Déme un minuto, contesta Ed. Se me pasará.

Pero Níck no se conforma con esa respuesta e insiste en acompañarlo a las urgencias del hospital más cercano. Tras oponerse con una débil protesta por pura fórmula, Ed consiente en ir al hospital.

Pasa más de una hora antes de que se encuentren en el asiento trasero de un taxi camino del Saint Anselm's Charity Hospital. Para empezar, está el arduo problema de empujar el enorme y voluminoso cuerpo de Ed escaleras arriba y sacarlo a la superficie; luego, se presenta la tarea igualmente desesperada de encontrar un taxi en esa zona sombría y desolada de la ciudad. Nick echa a correr y tarda veinte minutos en encontrar un teléfono público que funcione, y una vez que por fin consigue ponerse en comunicación con la compañía de taxis Red and White (para la que trabajaba Ed), espera otros quince minutos hasta que se presenta el coche. Nick da indicaciones al taxista, encaminándolo a la vía férrea cerca del río. Recogen al languideciente Ed, que está tumbado sobre la grava y tiene considerables dolores (aunque está consciente, con la suficiente presencia de ánimo para hacer un par de bromas mientras lo ayudan a subir al taxi), y salen para el hospital.

Esa urgencia médica es la responsable de que Rosa Leightman no llegue a ponerse en contacto con Ed ese mismo día. El individuo que se hace llamar Victory, pero cuyo nombre es Johnson según figura en el permiso de conducción y la tarjeta de seguridad social, ha sufrido su tercer ataque al corazón. En el momento en que Rosa lo llama desde Nueva York, él ya está internado en la unidad de cuidados intensivos del Saint Anselm's y, según los datos cardiovasculares anotados en el gráfico que cuelga a los pies de su cama, no volverá a su pensión en mucho tiempo. Desde ese miércoles hasta que salga para Kansas City el sábado por la mañana, Rosa lo sigue llamando a todas horas del día y de la noche, pero allí no hay nadie para oír el timbre del teléfono.

En el taxi, camino del hospital, Ed se está adelantando a los acontecimientos, preparándose para los malos augurios, aunque siga fingiendo que no está preocupado. Soy un tío gordo, le dice a Nick, y los gordos nunca mueren. Es una ley natural. Si el mundo nos da un puñetazo, nosotros no lo acusamos. Para algo tenemos todo este relleno…, para que nos sirva de protección en momentos como éste.

Nick le dice que no hable. Ahorre fuerzas, le aconseja, y mientras Ed trata de aguantar el dolor que le quema el pecho, que le baja por el brazo izquierdo y le sube hasta la mandíbula, sus pensamientos vuelven a la Oficina de Preservación Histórica. Probablemente voy a pasar un tiempo en el hospital, dice, y me fastidia pensar que se interrumpa el trabajo que hemos empezado. Nick le asegura que está dispuesto a seguir haciéndolo solo y Ed, conmovido por la lealtad de su ayudante, cierra los ojos para contener las lágrimas que involuntariamente se le agolpan en los párpados y le asegura que es una buena persona. Entonces, como está demasiado débil para hacerlo por sí mismo, dice a Bowen que le meta la mano en el bolsillo para cogerle la cartera y el llavero. Nick le saca las dos cosas del pantalón, y un momento después Ed le dice que abra la cartera y coja el dinero que hay dentro. Sólo déjeme veinte pavos, le dice, y quédese con lo demás: un adelanto por servicios prestados. Entonces es cuando Nick se entera de que su verdadero nombre es Johnson, pero enseguida decide que ese descubrimiento no tiene gran importancia y no hace observación alguna. En cambio, cuenta el dinero, que asciende a más de seiscientos dólares, y se guarda el fajo en el bolsillo derecho del pantalón. Y después, en una especie de jadeante letanía, esforzándose por hablar a pesar del dolor, Ed le especifica de dónde son las llaves del llavero: el portal de la pensión, la puerta de su habitación del último piso, el cajetín de la estafeta de correos del barrio, el candado de la puerta de madera de la Oficina y la puerta del apartamento subterráneo. Mientras Bowen introduce en el llavero su propia llave del apartamento, Ed le comunica que esa semana está esperando un envío de guías de teléfono europeas, por lo que Nick no debe olvidarse de pagar cuando haya llegado. Sigue un largo silencio a esa observación, mientras Ed se recluye en sí mismo y lucha por recobrar de nuevo el aliento, pero justo antes de llegar al hospital abre los ojos y dice a Nick que si quiere puede quedarse en su habitación de la pensión mientras él está en el hospital. Nick lo piensa un momento y luego rechaza el ofrecimiento. Es muy amable por su parte, le dice, pero no hay necesidad de cambiar nada. Estoy contento de vivir en mi agujero.

Permanece unas cuantas horas en el hospital, pues antes de irse quiere asegurarse de que Ed se encuentra fuera de peligro. Han previsto operarlo a la mañana siguiente para hacerle un triple bypass, y a las tres de la tarde, cuando sale del Saint Anselm's, Nick tiene plena confianza en que en su próxima visita Ed estará en vías de franca recuperación. O eso le induce a creer el cardiólogo. Pero nada es seguro en el reino de la medicina, y mucho menos si hay cuchillos que se abren camino entre la carne de cuerpos enfermos, y cuando Edward M. Johnson, más conocido como Ed Victory, expira en la mesa de operaciones el jueves por la mañana, el mismo cardiólogo que ofreció a Nick tan prometedor diagnóstico no puede hacer otra cosa que reconocer que se había equivocado.

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