Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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Nick sigue las instrucciones de su nuevo jefe, y un momento después los dos hombres bajan por una escalera de hierro fijada a la pared de cemento. Llegan al fondo, a unos cuatro metros de la superficie. Gracias a la luz que entra por la trampilla abierta, Nick ve que se encuentran en un pasillo estrecho, delante de una puerta de contrachapado. No tiene pomo ni picaporte, pero hay un candado a la derecha, a la altura del pecho. Ed saca una llave del bolsillo y la inserta en la hendidura de la parte de abajo de la caja metálica. Una vez liberado el mecanismo del resorte, coge el candado con la mano, echa a un lado el pasador con el pulgar. y lo cuelga en la anilla de la puerta. Es un gesto ágil, experimentado, piensa Nick, sin duda fruto de incontables visitas a ese frío y húmedo escondite subterráneo a lo largo de los años. Ed da un pequeño empujón a la puerta, que gira sobre sus goznes mientras Nick atisba en la oscuridad que se abre ante él, incapaz de ver nada. Ed lo aparta suavemente con el codo, cruza el umbral y, un instante después, Nick oye que pulsa un interruptor, luego otro, después un tercero y tal vez incluso un cuarto. Entre una balbuceante sucesión de destellos y oscilantes zumbidos, varias hileras de luces fluorescentes van encendiéndose poco a poco en el techo, y Nick se encuentra de pronto en una nave amplia, una estancia sin ventanas que mide aproximadamente quince metros de' largo por nueve de ancho. Perfectamente alineadas a lo largo del local, una serie de estanterías metálicas de color gris ocupan todo el espacio del suelo al techo, que está a unos tres metros y medio de altura. Bowen tiene la impresión de haber entrado en el recinto de una biblioteca secreta, de una colección de libros prohibidos cuya lectura sólo está permitida a los iniciados.

La Oficina de Preservación Histórica, anuncia Ed, con un pequeño gesto de la mano. Eche una mirada. No toque nada, pero mire todo el tiempo que quiera.

Las circunstancias son tan extrañas, tan ajenas a todo lo que Nick esperaba, que ni siquiera se atreve a imaginar las sorpresas que le esperan. Recorre el primer pasillo y descubre que las estanterías están repletas de guías de teléfonos. Centenares de guías telefónicas, miles, organizadas alfabéticamente por nombres de ciudad y dispuestas en orden cronológico. Por casualidad se encuentra en la hilera que contiene Baltimore y Boston. Comprobando el lomo de las guías, ve que la más antigua de Baltimore corresponde al año 1927. A partir de ahí falta alguna que otra, pero desde 1946 la colección está completa hasta el año en curso, 1982. La primera de Boston es aún más antigua, data de 1919, y de nuevo falta una serie de volúmenes hasta llegar a 1946, pero a partir de entonces están todos los años. Con la solidez de esas escasas pruebas, Nick supone que Ed empezó la colección en 1946, un año después de concluida la Segunda Guerra Mundial, que por casualidad también es el año en que nació Bowen. Treinta y seis años dedicados a una empresa gigantesca y al parecer sin sentido, que abarca precisamente la totalidad de su existencia.

Atlanta, Buffalo, Cincinnati, Chicago, Detroit, Houston, Kansas City, Los Ángeles, Miami, Minneapolis, los cinco municipios de Nueva York, Filadelfia, Saint Louis, San Francisco, Seattle: hasta la última metrópoli norteamericana está a mano, junto con docenas de ciudades más pequeñas, condados rurales de Alabama, ciudades periféricas de Connecticut y territorios sin entidad administrativa de Maine. Pero la cosa no termina en Estados Unidos. Cuatro de las veinticuatro imponentes estanterías metálicas de doble cuerpo están dedicadas a urbes y ciudades de países extranjeros. Esos archivos no son tan completos ni exhaustivos como sus equivalentes nacionales, pero, además de Canadá y México, está representada la mayoría de los Estados de la Europa occidental y oriental: Londres, Madrid, Estocolmo, París, Munich, Praga, Budapest. Lleno de asombro, Nick comprueba que Ed se las ha arreglado para adquirir una guía telefónica de Varsovia de 1937/38: Spis Abonentów Warszawskiej Sieci TELEFONÓW. Mientras combate la tentación de sacar el volumen del estante, se le ocurre que casi todos los judíos relacionados en la guía ya están muertos desde hace mucho, asesinados antes de que Ed empezara siquiera su colección.

La visita dura diez o quince minutos, y adonquiera que va Nick, lo sigue Ed con una sonrisita en la cara, disfrutando del visible desconcierto de su invitado. Cuando llegan a la última hilera de estanterías al fondo de la estancia, Ed dice al fin:

El tío no sale de su asombro. No hace más que preguntarse: Pero ¿de qué coño va esto?

Es una manera de decirlo, responde Nick.

¿Alguna idea…, o no hay más que confusión?

No estoy seguro, pero tengo la impresión de que esto es algo más que una distracción para usted. Eso por lo menos lo entiendo. No es de esos que acumulan cosas sólo por afán de coleccionar. Tapones de botellas, cajetillas de tabaco, ceniceros de hotel, elefantitos de cristal. Hay gente que se pasa el tiempo buscando toda clase de chucherías. Pero esto no es lo mismo. Las guías significan algo para usted.

Esta habitación contiene el mundo, responde Ed. O parte del mundo, al menos. Los nombres de los vivos y de los muertos. La Oficina de Preservación Histórica es la casa de la memoria, pero también el templo del presente. Juntando esas dos cosas en un solo sitio, me demuestro a mí mismo que la humanidad no se ha acabado.

Me parece que no lo entiendo.

Yo he visto el fin de todo, Hombre Fulminado. He bajado a las entrañas del infierno, y he visto el final. Quien vuelve de un viaje así, por mucho que siga viviendo, es consciente de que una parte de sí mismo ha muerto para siempre.

¿Cuándo ocurrió eso?

En abril de 1945. Mi unidad combatió en Alemania, y nos tocó liberar Dachau. Treinta mil esqueletos respirando. Usted lo conoce por fotografías, pero con las fotos no se hace uno idea de lo que era aquello. Había que estar allí y olerlo directamente, había que estar allí y tocarlo con las propias manos. Seres humanos hicieron aquello a sus propios semejantes, y lo hicieron con plena conciencia de lo que hacían. Aquello era el fin de la humanidad, señor Zapatos Buenos. Dios apartó la vista de nosotros y abandonó el mundo para siempre. Y yo estuve allí para presenciarlo.

¿Cuánto tiempo estuvo en el campo?

Dos meses. Era cocinero, de modo que hacía servicio de cocina. Mi tarea consistía en dar de comer a los supervivientes. Estoy seguro de que ha leído historias de cómo algunos no podían dejar de comer. Los más famélicos. Llevaban tanto tiempo pensando en la comida, que no podían remediarlo. Comían hasta que se les reventaba el estómago, y entonces se morían. A centenares. El segundo día se me acercó una mujer con un niño en brazos. Había perdido la cabeza, aquella mujer, se le veía, se sabía por la forma en que sus ojos no dejaban un momento de revolverse en sus cuencas, y qué delgada estaba, tan desnutrida que no sé cómo lograba mantenerse en pie. No pedía de comer, sólo quería que le diera leche al niño. Yo iba a complacerla con mucho gusto, pero entonces me entregó al niño y vi que estaba muerto, que llevaba varios días muerto. Tenía la cara reseca y arrugada, ensombrecida, más negra que la mía, una criaturita que no pesaba nada, que no era más que piel arrugada y pus seco y huesos vacíos. La mujer seguía pidiendo leche, así que vertí una poca en los labios del niño. No se me ocurrió otra cosa que hacer. Vertí leche en los labios de la criatura, y entonces la mujer volvió a coger a su hijo: satisfecha ya, tan feliz que empezó a tararear, casi a cantar, en serio, a cantar de esa forma jubilosa con que se arrulla a un niño. No sabría decir si en la vida he visto a alguien más feliz que aquella mujer en aquel momento, alejándose con su hijo muerto en brazos, cantando porque al fin ha conseguido darle un poco de leche. Me quedé allí parado, mirando cómo se alejaba. Caminó unos cinco metros a trompicones hasta que le cedieron las rodillas y, antes de que pudiera salir corriendo para sujetarla, cayó muerta en el barro. Eso fue lo que me movió a hacer esto. Cuando vi morir a la mujer, supe que tenía que hacer algo. No podía volver tranquilamente a casa después de la guerra y olvidar todo lo que había pasado. Debía mantener ese lugar en la memoria, seguir pensando en ello todos los días durante el resto de mi vida.

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