Paul Auster - La Noche Del Oráculo

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Sidney Orr es escritor, y está recuperándose de una enfermedad a la que nadie esperaba que sobreviviera. Y cada mañana, cuando su esposa Grace se marcha a trabajar, él, todavía débil y desconcertado, camina por la ciudad. Un día compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que le seduce, y descubre que puede volver a escribir. Su amigo John Trause, también escritor, también enfermo, también poseedor de otro de los exóticos cuadernos azules portugueses, le ha hablado de Flitcraft, un personaje que aparece fugazmente en El halcón maltés y que, como Sidney, sobrevivió a un íntimo roce con la muerte, creyó comprender que no somos más que briznas que flotan en el vacío del azar, y abandonó, sin despedirse, mujer, trabajo, identidad y se inventó otra vida en otra ciudad. En la novela que Sidney Orr está escribiendo en su cuaderno azul, Flitcraft se ha convertido en Nick Bowen, un joven editor que, tras salvarse por un pelo de la muerte cuando una gárgola de piedra se desprende de un viejo edificio y cae donde él había estado un segundo antes, también parte sin despedidas rumbo a Kansas, llevándose el manuscrito de una novela inédita y perdida durante mucho tiempo de una escritora famosa en los años veinte, y cuyo título es La noche del oráculo. Y en paralelo a la novela de Nick, Orr va contando la novela de su propia vida, de su encuentro y su matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

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Nick sigue sin comprender. Puede captar la enormidad de la experiencia por la que pasó Ed, entender el sufrimiento y el horror que siguen persiguiéndolo, pero la forma en que esos sentimientos encuentran expresión en la absurda empresa de coleccionar guías de teléfono supera su capacidad de comprensión. Puede imaginarse otras cien maneras de trasladar la experiencia de un campo de concentración a una actividad que ocupe toda la vida, antes que aquel extraño archivo subterráneo lleno de nombres de gente de todo el mundo. Pero ¿quién es él para juzgar la pasión de nadie? Bowen necesita trabajo, le gusta la compañía de Ed y no tiene ningún reparo en pasar unas semanas o unos meses ayudándolo a reorganizar el sistema de almacenamiento de las guías, por inútil que parezca la tarea. Así que llegan a un acuerdo sobre el sueldo, el horario y demás cuestiones laborales, y luego se estrechan la mano para cerrar el trato. Pero Nick sigue encontrándose en la embarazosa situación de tener que pedir un anticipo a cuenta. Necesita ropa y un sitio para vivir, y los sesenta y tantos dólares que lleva en la billetera no bastan para cubrir esos gastos. Su nuevo jefe, sin embargo, se le adelanta. Hay una organización benéfica que vende ropa de segunda mano a menos de dos kilómetros de donde se encuentran, le informa, y esa misma tarde Nick puede hacer allí una buena provisión de prendas de vestir por unos cuantos dólares. Nada de finuras, desde luego, pero lo que va a necesitar es ropa de trabajo, no trajes de calle. Además, de ésos ya tiene uno, y si alguna vez le da por marcharse de la ciudad, lo único que ha de hacer es volvérselo a poner.

Solucionado ese problema, Ed inmediatamente le resuelve también el del alojamiento. Hay una habitación disponible en el recinto, le anuncia, y si a Nick no le espanta la idea de pasarse la noche bajo tierra, se puede quedar allí sin tener que pagar nada. Haciéndole una seña para que lo siga, Ed camina inseguro por uno de los pasillos centrales, avanzando cautelosamente con sus tobillos doloridos e hinchados, hasta que llega a la pared de bloques grises del lado izquierdo de la estancia. A veces me quedo a dormir aquí, dice, mientras se mete la mano en el bolsillo para sacar las llaves. Es un cuartito muy agradable.

Hay una puerta metálica empotrada en la pared, y como no sobresale y es del mismo tono gris del muro, Nick no ha reparado en ella cuando ha pasado por allí unos minutos antes. Al igual que la puerta de madera de entrada situada al otro extremo de la estancia, ésta no tiene pomo ni picaporte, y Ed la abre hacia dentro con un suave empujón de la mano. Sí, dice cortésmente Nick al entrar, es una habitación cómoda, aunque la encuentra más bien deprimente, sin adornos y con tan pocos muebles como el cuarto de la pensión de Ed. Pero dispone de todo lo necesario; salvo de ventana, claro está, de la posibilidad de mirar hacia fuera. Cama, mesa y silla, frigorífico, hornillo, retrete, aparador lleno de latas de conservas.

No es tan horrible, verdaderamente, y además ¿qué otra cosa puede hacer Nick sino aceptar el ofrecimiento del antiguo taxista? Ed parece encantado de que Nick esté dispuesto a quedarse allí, y cuando cierra la puerta y ambos tuercen por el pasillo para dirigirse a la escalera que volverá a llevarlos a la superficie, cuenta a Nick que empezó a construir aquella habitación hace veinte años. En el otoño del sesenta y dos, puntualiza, en plena crisis de los misiles cubanos. Pensaba que nos iban a tirar uno gordo, y decidí tener un sitio para ocultarme. Ya sabe, un refugio de ésos, como se llamen.

Un refugio antiatómico.

Eso. Así que hice un agujero en la pared y añadí esa pequeña habitación. La crisis concluyó antes de que yo hubiera acabado, pero nunca se sabe, ¿verdad? Esos locos que dirigen el mundo son capaces de cualquier cosa.

Nick siente una leve punzada de alarma cuando oye a Ed hablar así. No es que no comparta su opinión sobre los dirigentes mundiales, sino que se pregunta si no ha hecho causa común con algún maniático, con una persona desquiciada o completamente enloquecida. Es muy posible, dice para sus adentros, pero Ed Victory es la persona que le ha deparado el destino, y si piensa atenerse a los principios del desprendimiento de la gárgola, debe seguir adelante y mantener el rumbo que ha tomado; para bien o para mal. De otro modo, su marcha de Nueva York se convertirá en un gesto vacío, infantil. Si no es capaz de aceptar lo que está pasando, de aceptarlo y asumirlo activamente, debería reconocer la derrota y llamar a su mujer para anunciarle que vuelve a casa.

A la larga, esas preocupaciones resultan infundadas. Pasan los días y, mientras ambos trabajan juntos en la cripta bajo la vía férrea, llevando de un lado a otro de la estancia guías de teléfono que colocan en cajas de manzanas montadas en patines, Nick descubre que Ed es una persona íntegra, un hombre de palabra. Nunca pide a su ayudante que explique sus circunstancias ni que le cuente su historia, y Nick llega a admirar esa discreción, sobre todo en alguien tan parlanchín como el antiguo taxista, que por todos los poros destila curiosidad hacia el mundo. Ed tiene unos modales tan refinados, en realidad, que ni siquiera le pregunta su nombre. En un momento dado, Bowen sugiere a su jefe que le llame Bill, pero, sabiendo que ese nombre es pura invención, Ed rara vez se molesta en hacerlo, y prefiere dirigirse a su empleado con el apelativo de Hombre Fulminado, Nueva York o señor Zapatos Buenos. A Nick le parece perfecta la solución. Vestido con los diversos atuendos adquiridos en la tienda de ropa de segunda mano (camisas de franela, vaqueros y pantalones del ejército, calcetines elásticos blancos y raídas botas de baloncesto), piensa en los primeros dueños de las prendas que ahora lleva. La ropa desechada sólo puede tener dos orígenes, y únicamente puede regalarse por dos motivos. Alguien pierde interés por una prenda y la dona a una organización benéfica, o bien una persona muere y sus herederos se deshacen de sus pertenencias a cambio de una exigua deducción fiscal. A Nick le entusiasma la idea de andar por ahí con la ropa de un muerto. Ahora que ha puesto término a su vida anterior, parece adecuado ponerse la ropa de alguien que también ha dejado de existir: como si esa doble negación borrara su pasado de manera más completa, más permanente.

Pero Bowen, a pesar de todo, no debe bajar la guardia. Su jefe y él hacen frecuentes pausas en el trabajo, y a Ed, cada vez que interrumpen la actividad, le encanta pasar el tiempo charlando, a veces entremezclando sus observaciones con un trago de cerveza. Nick se entera entonces de la historia de Wilhamena, la primera mujer de Ed, que desapareció una mañana de 1953 con un vendedor de bebidas alcohólicas de Detroit, y de la de Rochelle, sucesora de Wilhamena, que le dio tres hijas y luego murió de un infarto en 1969. A Bowen le parece que Ed sabe contar anécdotas, pero se guarda mucho de hacerle preguntas sobre detalles concretos: para no dar pie a que le formule cuestiones personales. Han establecido un pacto de silencio para no sondear sus respectivos secretos, y por mucho que Nick desee saber si Victory es el verdadero nombre de Ed, por ejemplo, o si es realmente dueño del local subterráneo que alberga la Oficina de Preservación Histórica o simplemente se ha apropiado del almacén sin que lo hayan pillado las autoridades, no dice ni palabra de esos asuntos y se contenta con escuchar lo que Ed le ofrece por iniciativa propia. Más peligrosos son los momentos en que Nick casi se descubre a sí mismo, y cada vez que eso ocurre, se hace la advertencia de tener más cuidado con lo que dice. Una tarde, cuando Ed está hablando de sus experiencias de soldado en la Segunda Guerra Mundial, saca a relucir el nombre de un joven recluta que se incorporó a su regimiento a finales del cuarenta y cuatro, John Trause. Dieciocho años recién cumplidos, prosigue Ed, pero el tío más listo e inteligente que he conocido en la vida. Ahora se ha convertido en un escritor famoso, explica, y no es de extrañar cuando se piensa en el cerebro tan potente que tenía aquel chaval. Entonces es cuando Bowen da un patinazo casi catastrófico. Lo conozco, anuncia, y cuando Ed levanta la vista y le pregunta qué tal le va a John, Nick procede inmediatamente a despistarlo puntualizando su afirmación. No en persona, aclara. Me refiero a sus libros, he leído sus novelas y entonces dejan el tema y pasan a otra cosa. Pero lo cierto es que Nick trabaja con John y se dedica a actualizar el catálogo de su obra. En realidad, el mes pasado sin ir más lejos terminó de trabajar en una serie de encargos para las cubiertas de las ediciones de bolsillo de sus novelas. Hace años que lo conoce, y el principal motivo por el que solicitó el puesto en la editorial donde trabaja (o trabajaba hasta hace unos días) fue que las novelas de John Trause estaban publicadas allí.

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