Conseguí el celo en otra parte y luego fui a Landolfi's a comprar un paquete de tabaco (Pall Mall, en honor al difunto Ed Victory) y unos periódicos para leer durante el almuerzo. A media manzana de la tienda de caramelos había una cafetería llamada Rita's, un local pequeño y bullicioso donde había pasado agradablemente el rato durante casi todo el verano. Hacía casi un mes que no aparecía por allí, y me gustó que la camarera y el que atendía la barra me saludaran calurosamente cuando me vieron entrar. Como no me encontraba bien aquel día, resultaba grato saber que no me habían olvidado. Pedí mi habitual sándwich de queso a la plancha y me puse a leer la prensa. Primero el Times, luego el Daily News para los deportes (los Mets habían perdido los dos partidos, el de ida y el de vuelta, con los Cardinals), y por último una ojeada al Newsday. Por entonces ya era un veterano en aquello de perder el tiempo, y con el trabajo en punto muerto y ningún asunto urgente que exigiera mi vuelta al apartamento, no tenía prisa por marcharme, sobre todo ahora que había empezado a llover y por pereza no había querido subir la escalera para coger un paraguas antes de salir a la calle.
Si no hubiera permanecido tanto tiempo en Rita's, pidiendo otro sándwich y una tercera taza de café, nunca habría visto el artículo impreso al pie de la página treinta y siete del Newsday. Justo la noche anterior había escrito varios párrafos sobre las experiencias de Ed Victory en Dachau. Aunque Ed era un personaje de ficción, la historia que contaba acerca de dar leche al niño muerto era real. La tomé prestada de un libro que leí una vez sobre la Segunda Guerra Mundial, [9]y mientras las palabras de Ed aún resonaban en mis oídos («Aquello era el fin de la humanidad»), me topé con una noticia torpemente escrita sobre otro niño muerto, otra información salida de las entrañas del infierno. La arranqué del periódico aquella tarde de hace veinte años y la he llevado en la cartera desde entonces.
TIRA AL NIÑO A LA BASURA
TRAS DAR A LUZ EN EL RETRETE
Según informó ayer la policía, una presunta prostituta de 22 años, bajo los efectos del crack, dio a luz en el cuarto de baño de la habitación de un hotel del Bronx y luego salió a la calle y tiró a su hijo muerto a un cubo de basura.
Según fuentes policiales, la mujer estaba manteniendo comercio carnal con un cliente hacia la una de la madrugada de ayer, cuando salió de la habitación del hotel que ocupaban, en Cyrus Pl. 450, y se dirigió al cuarto de baño para fumar crack. Sentada en el retrete, la mujer «siente que rompe aguas, nota que le sale algo», informó el sargento Michael Ryan.
Pero la policía añadió que la mujer -drogada de crack- no se percató de que estaba dando a luz.
Veinte minutos después, según dijo Ryan, la mujer vio al niño muerto en la taza, lo envolvió en una toalla y lo tiró a un cubo de basura. Luego volvió a la habitación para seguir manteniendo relaciones sexuales con su cliente. Pero poco después se suscitó una disputa relacionada con el pago y, según la policía, la mujer apuñaló en el pecho a su cliente alrededor de la una y cuarto de la madrugada.
Las mismas fuentes policiales afirmaron que la mujer, identificada como Kisha White, se dio a la fuga y se dirigió a su apartamento, en la calle Ciento ochenta y ocho. Más tarde, White volvió a recoger a su hijo de la basura. Pero un vecino la vio volver y avisó a la policía.
Cuando acabé de leer ese artículo por primera vez, dije para mis adentros: Ésta es la historia más horrible que he leído en la vida. Si ya era bastante difícil asimilar la información sobre el niño, cuando llegué al episodio del apuñalamiento en el cuarto párrafo, comprendí que estaba leyendo una historia sobre el fin de la humanidad, que aquella habitación del Bronx era el sitio exacto de la tierra donde la vida humana había perdido su significación. Me detuve unos momentos, intentando recobrar el aliento, tratando de dejar de temblar, y luego leí el artículo de nuevo. Esta vez los ojos se me llenaron de lágrimas. Fue algo tan súbito, tan inesperado, que inmediatamente me tapé la cara con las manos para que no me vieran llorar. Si la cafetería no hubiera estado llena de clientes, probablemente me habría derrumbado en un verdadero acceso de llanto. No llegué a ese extremo, pero tuve que emplear todas mis fuerzas para contenerme.
Volví a casa bajo la lluvia. Una vez que me despojé de la ropa mojada y me puse algo seco, me dirigí a mi cuarto de trabajo, me senté al escritorio y abrí el cuaderno azul. No en la historia que estaba escribiendo antes, sino en la última hoja, en la página anterior a la cubierta. El artículo me había dejado con tal nudo en el estómago que sentí la necesidad de escribir una especie de respuesta, de enfrentarme cara a cara al dolor que me había causado. Seguí en ello alrededor de una hora, escribiendo hacia atrás en el cuaderno, empezando en la página noventa y seis, pasando después a la noventa y cinco, y así sucesivamente. Cuando terminé mis pequeñas diatribas, cerré el cuaderno, me levanté de la mesa, salí al pasillo y me dirigí a la cocina. Me serví un vaso de zumo de naranja, y cuando volví a guardar el envase de cartón en la nevera, dirigí casualmente una mirada al teléfono que estaba sobre una mesita en un rincón de la estancia. Para mi sorpresa, la luz del contestador parpadeaba. Cuando volví de almorzar en Rita's no había ningún mensaje, pero ahora había dos. Qué raro. Un hecho insignificante, quizá, pero extraño. Porque el caso era que no había oído sonar el teléfono. ¿Había estado tan absorto en lo que estaba haciendo como para no oír nada? Probablemente. Pero, de ser así, era la primera vez que me pasaba eso. Nuestro teléfono tenía un timbre especialmente sonoro, y siempre se oía por el pasillo y en mi cuarto de trabajo, incluso con la puerta cerrada.
El primer mensaje era de Grace. Tenía que terminar un trabajo a tiempo y no podía salir de la oficina hasta las siete y media o las ocho. Si tenía hambre, me decía, podía cenar sin esperarla, ya se calentaría ella los restos cuando llegara.
El segundo era de mi agente, Mary Sklarr. Al parecer, la acababan de llamar de Los Ángeles para preguntarle si me interesaría escribir otro guión, y quería hablar conmigo para explicarme los detalles. [10]La llamé, pero dio un rodeo antes de entrar en materia. Como cualquiera de mis amistades, Mary empezó la conversación interesándose por mi salud. Todos mis amigos me habían dado por muerto, y aun después de salir del hospital y llevar ya cuatro meses en casa seguían sin creer que estaba vivo, que no me habían enterrado a principios de año en algún cementerio perdido.
– De primera -contesté-. Con algún que otro altibajo de vez en cuando, pero en general, bien. Mejor cada día.
– Por ahí corre el rumor de que has empezado a escribir algo. ¿Verdadero o falso?
– ¿Quién te ha dicho eso?
– John Trause. Me ha llamado esta mañana, y tu nombre ha salido a relucir.
– Es verdad. Pero todavía no sé adónde voy a ir a parar, A ningún sitio, podría ser.
Tabula rasa había sido una producción sindical, y para que figurara en los títulos de crédito como autor del guión me vi obligado a hacerme miembro de la Asociación de Escritores. La pertenencia a la Asociación conllevaba el abono de una cuota trimestral y la entrega de un porcentaje de las ganancias profesionales, pero entre las contrapartidas había una póliza de seguro de enfermedad bastante decente. Si no hubiera sido por eso, al salir del hospital habría ido de cabeza a la cárcel por impago. La mayoría de los gastos quedaban cubiertos, pero como ocurre con todos los seguros de enfermedad, había que tener en cuenta una infinidad de cuestiones: franquicias que había que asumir, cargos suplementarios por tratamientos experimentales, crípticos porcentajes y cálculos a escala móvil por medicamentos diversos y material desechable, una pasmosa serie de facturas que me habían endeudado por la friolera de treinta y seis mil dólares. Esa era la carga que Grace y yo debíamos soportar, y cuanto más recobraba las fuerzas, más me preocupaba el medio de liberarnos de la deuda. El padre de Grace nos había ofrecido ayuda, pero el juez no era rico, y con las dos hermanas pequeñas de Grace aún en la universidad, ni se nos pasaba por la cabeza aceptarla. En cambio, pagábamos una pequeña cantidad todos los meses, con idea de ir socavando poco a poco aquella montaña, pero al paso que íbamos, seguiríamos pagando después de jubilarnos. Grace trabajaba en una editorial, lo que significaba que su sueldo era escaso, por no decir otra cosa, y, en cuanto a mí, hacía casi un año que no recibía ingreso alguno. Unos cuantos derechos de autor, microscópicos, adelantos de alguna publicación en el extranjero, pero eso era todo. Lo que explica por qué devolví la llamada a Mary inmediatamente después de escuchar su mensaje. No había pensado escribir más guiones, pero si recibía un encargo bien pagado, no tenía intención de rechazarlo.
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