– Nada, nada, de ti sólo puedo decir cosas buenas. -Empecé a llorar temiendo haber vuelto a meter la pata.
– ¡Vamos, no llores! Estamos las dos muy sensibles, debe de ser el tiempo y la tensión política; las cosas no van bien, temo por el gobierno del Frente Popular.
– Tu madre está muy preocupada porque los campesinos ocupan tierras en Andalucía y Extremadura -respondí por decir algo.
– Mi madre es muy buena, y como ella se porta bien con todo el mundo cree que todo el mundo es igual, pero la gente vive en unas condiciones terribles… Además, no se trata de hacer caridad sino justicia.
– ¿Te vas a ir?
No sé por qué le hice esa pregunta, aún hoy sigo preguntándomelo. Amelia se puso seria y noté el temblor de sus manos y cómo intentaba no perder el control.
– ¿Adonde crees que me voy a ir?
– No lo sé… ayer Pierre te pidió que lo acompañaras a París… A lo mejor has decidido ir a trabajar allí…
– Y si lo hiciera, ¿qué pensarías?
– ¿Podría acompañarte?
– No, no podrías. Si me voy tiene que ser sola.
– Entonces no quiero que te vayas.
– ¡Qué egoísta!
Sí, tenía razón, era egoísta, pensaba en mí, en qué sería de mí si ella se iba. Bajé la cabeza, avergonzada.
– Si queremos que triunfe la revolución en todo el mundo no podemos pensar en nosotros, debemos ofrecernos en sacrificio.
– Pero tú no eres comunista -acerté a balbucear.
– ¿Se puede ser otra cosa?
– Siempre has simpatizado con los socialistas…
– Edurne, yo era tan ignorante como tú, pero he ido abriendo los ojos, dándome cuenta de las cosas, y admiró la revolución, creo que Stalin es una bendición para Rusia y yo quiero lo mismo para España, para el resto del mundo. Sabemos que es posible hacerlo, lo han hecho en Rusia, pero hay muchos intereses en juego, los de quienes no quieren ceder nada, los que defienden sus viejos privilegios… No será fácil, pero podemos hacerlo. Ahora, gracias a las izquierdas, a las mujeres nos consideran, antes no valíamos nada, pero aún no es suficiente, debemos luchar para conseguir la verdadera igualdad. En Rusia ya no hay diferencias entre hombres y mujeres, todos son iguales.
Le brillaban los ojos. Parecía haber caído en éxtasis mientras me hablaba de Stalin y de la revolución, y supe que era cuestión de tiempo, de días, de horas, que Amelia se fuera, pero al mismo tiempo intentaba convencerme de que no era posible, de que no se atrevería a dejar a Santiago y abandonar a su hijo.
Durante varios días Amelia continuó reuniéndose con Pierre en casa de Lola. Me dejaba acompañarla, pero en ocasiones, cuando llegábamos a la casa, me enviaba a hacer algún recado para quedarse a solas con él.
Los padres de Santiago fueron una tarde a ver a su nieto y decidieron esperar a que llegara Amelia. Como tardábamos, y eran más de las diez, Águeda y las otras criadas no tuvieron más remedio que confesar que a veces llegábamos pasada la medianoche.
Don Manuel y doña Blanca se fueron escandalizados, y Águeda nos contó que doña Blanca le iba diciendo a su marido que tenían que hablar con Santiago en cuanto éste regresara, antes de que su matrimonio se fuera a pique.
Mientras tanto, don Manuel decidió hablar con el padre de Amelia, y le instó a que metiera a su hija en cintura.
Don Juan y doña Teresa enviaron un recado a Amelia para que no saliera de casa porque irían a visitarla.
– ¿Por qué se meterán en mi vida? -se lamentaba Amelia-. ¡No soy una niña!
– Son tus padres y te quieren -intenté calmarla.
– ¡Pues que me dejen en paz! La culpa es de mis suegros, que lo lían todo. ¿Por qué se presentan a ver a Javier sin avisar?
– Te llamó doña Blanca -le recordé.
– Bueno, da lo mismo, son unos entrometidos, no sólo no ayudan a mi padre sino que además le piden que hable conmigo. ¡Pero quién se han creído que son!
Don Juan y doña Teresa acudieron a merendar, y mientras doña Teresa se entretenía con el pequeño Javier, don Juan aprovechó para hablar con Amelia.
– Hija, los padres de Santiago están preocupados y bueno… nosotros también. No quiero entrometerme en tus asuntos, pero comprenderás que no está bien que entres y salgas de casa como si no tuvieses ninguna obligación. Eres madre de familia, Amelia, y eso implica que no puedes hacer lo que te venga en gana, que tienes que pensar en tu marido y en tu hijo. Entiende que con tus salidas nocturnas dejas a Santiago en evidencia.
– ¿Y cómo me deja Santiago a mí con sus desapariciones? Hace diez días que se marchó y no sé dónde está. ¿Es que él no tiene obligaciones para conmigo y su hijo? ¿Es que por ser hombre todo le está permitido?
– Amelia, ya sabes que Santiago tiene esa costumbre de irse de viaje de improviso, también su madre se lo recrimina. Pero, hija, te guste o no, no es lo mismo; él es un hombre y no pone en juego ni su reputación ni la tuya.
– Papá, sé que no puedes entenderlo, pero el mundo está cambiando, y las mujeres conseguiremos los mismos derechos que los hombres. No es justo que vosotros podáis entrar y salir de casa sin dar explicaciones y nosotras estemos sujetas a la maledicencia.
– Aunque no sea justo, es así, y hasta que las cosas no cambien tú deberías ser prudente, por respeto a tu marido, a tu hijo y a nosotros. Sí, hija, tu comportamiento también nos perjudica a nosotros.
– ¿En qué puedo dañaros yo por ir a una reunión política?
– Creo que te estás implicando demasiado y, además, con los comunistas. Nosotros siempre hemos defendido la justicia pero no compartimos las ideas de los comunistas, y tú, hija, no sabes dónde te estás metiendo.
– ¡No soy una niña!
– Sí, Amelia, sí lo eres. Aunque te hayas casado y tengas un hijo, aún no has cumplido los diecinueve años. No creas que ya lo sabes todo y no te confíes tanto a los demás, eres un poco ingenua, como corresponde a tu edad, y yo creo que esa tal Lola te utiliza.
– ¡Es mi mejor amiga!
– Sí, no dudo que tú seas amiga de ella, pero ¿de verdad crees que ella te considera su mejor amiga? ¿Qué pasa con tu prima Laura? Antes erais inseparables y ahora apenas encuentras tiempo para verla. ¿Por qué?
– Laura tiene novio.
– Lo sé, pero eso no quita para que hayas dejado de ir a casa de los tíos y estar con tus primas como siempre has estado; ni siquiera vienes a casa a ver a tu hermana Antonietta, y ella cuando viene a visitarte nunca te encuentra. Me duele tener que decirte esto, pero creo que no estás siendo una buena madre, antepones la política a tu hijo, y eso, Amelia, no lo hace ninguna mujer de bien.
Amelia rompió a llorar. Las últimas palabras de su padre la habían herido profundamente. Tenía mala conciencia por no ser capaz de darle a su hijo lo que sí daba a su actividad política.
– ¡Vamos, no llores! Sé que quieres a Javier, pero tu hijo pasa más tiempo con Águeda que contigo, y eso no está bien.
Los sollozos de Amelia se hicieron más intensos porque sabía mejor que nadie que no era una buena madre y se dolía por ello aunque se veía incapaz de rectificar.
En ocasiones entraba en el cuarto de Javier, lo sacaba de la cuna y lo besaba y apretaba contra su pecho como si quisiera transmitirle lo mucho que le quería, pero sólo conseguía que el pequeño se asustara y se pusiera a llorar, la sentía como a una extraña, y alzaba las manitas buscando a Águeda.
Doña Teresa también hizo un aparte con su hija y repitió los argumentos de su marido, pero no consiguió mucho más que él, tan sólo que Amelia se sintiera culpable y no dejara de llorar. Cuando se iban, escuché cómo doña Teresa le decía a su marido: «Creo que Amelia está enferma, parece que la han embrujado… Esa Lola es un mal bicho, nos ha quitado a nuestra hija».
Читать дальше