Albert le contó que en realidad trabajaba para la OSS, que el periodismo era ahora una tapadera y que tenía la misión de encontrar a Fritz Winkler. Ella le escuchó en silencio, y sólo frunció el ceño, sorprendida, cuando él le confesó que era un agente, pero no dijo nada. Albert le expuso el plan de Turner y aguardó a que ella hablara.
– De manera que al final… en fin, lo entiendo, si yo me convertí en una espía, por qué no ibas a hacerlo tú.
– Mi país entró en la guerra y ya no podía ser un mero observador.
– Hiciste bien, me alegro de que dieras el paso.
– ¿Me ayudarás?
– No, no lo haré. Yo ya he terminado con todo eso, ya he tenido bastante, ¿no crees?
– Dime sólo si hay algo por lo que lo harías.
– No hay nada en el mundo por lo que yo pueda abandonar a Max, ni siquiera lo haría por mi propio hijo. ¿Te vale con esta respuesta?
– De manera que sólo lo harías por Max.
Amelia iba a responder pero se calló. Albert tenía razón, ella haría cualquier cosa por Max, pero buscar a un científico nazi nada tenía que ver con ellos.
– Amelia, Max y tú malvivís. Él lo ha perdido todo y tú no tienes nada. Friedrich carece de lo más esencial. Ha perdido a su madre, su padre es un inválido y hay días que se acuesta sólo con un té en el estómago.
– Lo mismo les sucede a otros muchos miles de niños alemanes -respondió ella, malhumorada.
– Te pagaremos bien, lo suficiente para que podáis vivir con desahogo al menos durante un tiempo. No te pido que lo hagas en nombre de ninguna idea, ni para salvar el mundo, te ofrezco un trabajo con el que ayudar a Max y a Friedrich, nada más.
– Así que me ofreces dinero… ¡Vaya! ¡Yo nunca he hecho nada por dinero!
– Lo sé, pero ya has vivido lo suficiente como para saber que el dinero es necesario. Tú lo necesitas ahora. ¿Qué harás cuando termines de vender lo poco que le queda a Max? Apenas os queda nada que vender, ¿una lámpara, los colchones en los que dormís, la ropa que llevas puesta? Enséñame lo que llevas para vender hoy en el mercado negro.
Amelia sacó del bolso media docena de servilleteros plateados.
– No son de plata -afirmó él.
– No, no lo son, pero son bonitos, supongo que algo me darán.
– Y cuando ya no quede nada, ¿qué harás? Ni siquiera… -se calló temiendo lo que iba a decir.
– Ni siquiera puedo prostituirme puesto que me han mutilado, ¿y quién querría pagar por una mujer mutilada? ¿Ibas a decir eso, Albert?
– Lo siento, Amelia, no quería ofenderte.
– Y no lo has hecho. Muchas mujeres se prostituyen en Berlín para poder dar de comer a sus familias. ¿Por qué iba a ser yo la excepción? Sólo que yo no tengo un cuerpo que ofrecer, porque Winkler se encargó de que me lo destrozaran.
– Entonces responde: ¿con qué darás de comer a Max y a Friedrich?
– ¿Crees que no lo pienso? No duermo por las noches preguntándomelo. Ya no sé qué cuento contar a Friedrich para que se duerma mientras en voz baja me dice que tiene hambre.
– Entonces piensa en mi oferta. Vienes a El Cairo conmigo, te dejas ver; si Winkler está allí, querrá matarte y saldrá de su escondrijo. Nosotros nos encargaremos de él, luego cogeremos a su padre, y asunto terminado.
– Así de fácil.
– Así de fácil.
– Max y Friedrich no pueden quedarse solos.
Albert reprimió una sonrisa. Veía que Amelia empezaba a no rechazar tan rotundamente la posibilidad de trabajar para él.
– Podemos buscar una mujer que se encargue de ellos, que cocine, que arregle la casa, que se haga cargo de Friedrich y de Max.
– No, Max no lo consentiría. No soportaría que una persona extraña le pusiera la mano encima. Sólo permite que le ayude yo. Es imposible, Albert; por mucho que me hayas tentado con el dinero, es imposible. Además, le juré que nunca le volvería a mentir, y que no trabajaría para ningún servicio de inteligencia bajo ninguna circunstancia.
– Entonces, déjame que hable con él, se lo propondré, que decida él.
– No, por favor, no lo hagas, pensaría que hemos estado conspirando a sus espaldas. Las cosas no son fáciles entre nosotros… nos queremos, pero no sé si alguna vez me podrá perdonar lo que le he hecho.
– Eres tú la que no te puedes perdonar, él ya lo ha hecho. ¿Crees que te hubiera sacado de Ravensbrück si no te hubiera perdonado?
– Ojalá tuvieras razón.
– Vete a vender tus servilleteros, yo iré a ver a Max, no le diré que hemos hablado.
– Sí, sí se lo dirás, no quiero engañarle nunca más.
– Iré a verle ahora mismo.
Max le escuchó sin interrumpirle, pero Albert podía sentir la furia que se iba acumulando en aquel cuerpo mutilado.
– ¿Te parece poca la contribución de Amelia para que vosotros ganarais esta guerra? ¿Aún queréis más? ¿Qué pretendes, Albert? ¿Recuperarla para ti? -Max no podía ocultar su rabia.
– No, no intento recuperar a Amelia. Tú sabes que ella nunca me quiso lo suficiente y no dudó en dejarme por ti. No te negaré que me costó olvidarla, que durante semanas y meses sufrí el dolor de su ausencia, pero lo logré, y ahora el amor que sentí por ella es sólo un lejano recuerdo, ni siquiera quedan brasas de aquel sentimiento.
Se quedaron en silencio midiéndose el uno al otro. Albert sentía que la furia del barón se iba apaciguando lentamente y esperó hasta que su respiración se calmó.
– Pero hablemos de ti, Max. ¿De verdad la quieres? ¿Acaso le estás haciendo pagar lo que hizo? Tú eras un soldado y los soldados saben que pueden morir o que les puede pasar lo que a tite pasó. La culpa no es de quien dispara la bala o coloca el explosivo, la culpa es de quien ha provocado la maldita guerra, de quien no va al frente pero envía los hombres a morir. No le hagas pagar a Amelia por la guerra, tú sabes que el culpable fue Hitler, y sólo él, aunque puede que el resto del mundo debió de pararle los pies mucho antes, como pedías tú y aquellos amigos tuyos de la oposición. No, Max, tú no estás en esa silla de ruedas porque Amelia fuera una agente británica que colaboraba con la Resistencia griega; el culpable de que tú estés así fue tu Führer, Adolf Hitler, que espero que Dios no perdone por los crímenes que cometió.
Volvieron a quedarse en silencio. Max rumiando las palabras de Albert, y Albert sintiendo el dolor del alemán.
– Iré con ella, ésa es la condición. Friedrich y yo iremos con ella a El Cairo.
Albert no supo qué decir. De repente Max había aceptado que Amelia sirviera de anzuelo para encontrar a Fritz Winkler a través de su hijo, pero ponía una condición que difícilmente aceptarían sus jefes de la OSS, aunque no se atrevió a contrariarle.
– Hablaré con mi gente; si aceptan tu condición, te lo diré.
– Si no la aceptan, no habrá trato. Iré con Amelia donde quiera que vaya. Y si vamos a El Cairo vosotros nos proporcionaréis una casa y un colegio para Friedrich mientras estemos allí. En cuanto al dinero, háblalo con Amelia.
Justo en aquel momento llegó Amelia con gesto contrariado, pues apenas había logrado unas monedas por los servilleteros, y con ellas había comprado media barra de pan.
Miró a los dos hombres esperando a que le dijeran algo, notaba la tensión entre ambos.
– Max te explicará. Ahora me voy, puede que regrese más tarde, o si no mañana. ¿Eso es todo lo que has conseguido? -dijo señalando la media barra de pan.
– Esto es todo, sí -respondió ella, conteniendo la rabia.
Cuando Albert salió, Max le pidió a Amelia que se sentara a su lado. Hablaron mucho tiempo y ella lloró al reconocer que necesitaban desesperadamente dinero, que Friedrich le suplicaba que le diera algo de comer, pero que sólo lo hacía cuando su padre no podía escucharle, para así no entristecerle.
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