Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– ¿Y el niño?

– Friedrich es lo único que mantiene vivo a Max. Le adora.

– ¿Y la baronesa Ludovica?

– Murió durante uno de los bombardeos británicos contra Berlín. Friedrich sobrevivió de milagro. Sólo se tienen el uno al otro.

– Te tienen a ti.

– ¡Oh, yo sólo trato de hacerles más fácil la existencia! Lo han perdido todo.

– Y tú te sientes culpable y has decidido sacrificar el resto de tu vida dedicándosela a ellos. ¿Y tu hijo? ¿Y tu familia?

– A Javier le he perdido para siempre. Mi marido no me ha permitido acercarme al niño. Mi familia me echa de menos, seguro que sí, pero no me necesitan como me necesitan Max y Friedrich.

– ¿Saben que estás aquí y por lo que has pasado?

– No, no lo saben, ni quiero que lo sepan, es mejor así, sólo les provocaría sufrimiento.

– No crees que no saber nada de ti es lo que realmente les estará haciendo sufrir.

– Seguro que sí, pero por ahora no puedo hacer otra cosa que lo que estoy haciendo.

– ¿Los soviéticos no te han molestado?

– Tengo buenas credenciales, he estado dos veces prisionera de los nazis, primero en Varsovia, en Pawiak, y después en Ravensbrück, ¿qué más quieren?

– Además, siempre puedes exhibir tu carnet del Partido Comunista de Francia -dijo él con una sonrisa, intentando relajar la tensión de Amelia.

– ¿Crees que si se lo enseño a Walter Ulbricht me dará un buen puesto? ¿O quizá debería acercarme a Wilhelm Pieck? Son los que mandan aquí ahora, además de los soviéticos -respondió Amelia siguiendo la broma.

– Bueno, Ulbricht ha sido el jefe de los comunistas alemanes en el exilio, y Pieck es un hombre muy considerado por Moscú, es lógico que sean los hombres del presente. Pero dime, ¿cómo os las arregláis? Me refiero a si tenéis medios para vivir, estando Max así…

– Hacemos lo que podemos. Las posesiones familiares ya no existen, son escombros. En cuanto a los valores y el dinero, de poco valen. Hemos ido vendiendo algunas cosas, y si algún inquilino nos da algo, pues ese día es fiesta. A veces nos pagan en especies: una barra de pan, unas bolsitas de té, un trozo de carne de origen dudoso… lo que tienen.

– ¿Has hablado con los británicos?

– Sólo para arreglar mis papeles, y no creas que se han mostrado muy dispuestos a ayudarme. No entienden por qué quiero permanecer aquí. Pero cuéntame de ti, ¿te has casado?

– No, no he tenido tiempo de hacerlo, la guerra no es el mejor momento para hacerlo.

Albert se impuso como tarea cuidar de Amelia, de Max y del pequeño. Los visitaba a menudo; resolvió el papeleo para que no molestaran al barón, y además les solía llevar comida.

Le impresionaba ver a Amelia en actitud tan sumisa respecto a Max. Le trataba con reverencia y mimaba cuanto podía a Friedrich. Pero había cambiado, no era la joven llena de vida que había conocido, idealista, bella. Aquella mujer tenía poco que ver con la que él había amado, y sin embargo era la misma Amelia.

Albert habló con su tío y le informó de la presencia de Amelia en Berlín. Pero lord Paul le explicó que la mujer no estaba en disposición de volver a trabajar para ellos. No sólo había rechazado esa posibilidad, sino que además los hombres que habían contactado con ella escribieron en su informe que no parecía dueña de sí misma.

– ¿Y cómo estarías tú si te hubieran torturado durante meses? -preguntó, airado, Albert a su tío-. No tienes ni idea de lo que le hicieron en Ravensbrück.

Ella nunca le contó por lo que había pasado, pero Albert había leído informes con los testimonios de algunas supervivientes, y se estremecía al pensar que a ella le pudieron hacer lo mismo que a las otras mujeres. Todas habían sufrido mutilaciones, a todas las habían violado, y suponía que Amelia no había sido una excepción; pero ella no hablaba de lo que había pasado, como si su sufrimiento lo tuviera bien merecido, como si fuera parte del pago por lo que le había sucedido a Max.

Era tan grande su remordimiento por aquella operación en Atenas, que Albert le recomendó que hablara con algún sacerdote.

– Necesitas que te perdonen, sólo así podrás recobrar la paz.

– Max me ha perdonado, es un ser excepcional.

– No es suficiente con su perdón, necesitas que te perdone Dios.

Nunca supo si acabó siguiendo su consejo, y tampoco volvió a insistir. Mientras tanto, en Berlín aumentaba la tensión entre los vencedores de la guerra. Las relaciones de las potencias occidentales con los rusos cada día eran más tensas. Habían combatido juntos pero ya no estaban en la misma trinchera.

En la OSS encargaron a Albert que buscara el rastro de un científico nazi que había huido antes de acabar la guerra. Muchos de los científicos que habían trabajado para Hitler habían aceptado gustosos trabajar para los norteamericanos o los rusos ya que con ello se garantizaban la impunidad. Pero no fue el caso de Fritz Winkler.

Albert no le había confesado a Amelia que trabajaba para la OSS; mantenía la farsa de que sólo era un periodista norteamericano deseoso de noticias, por eso decidió probar suerte con Max, quizá él había conocido o sabía de la existencia de Fritz Winkler. Al fin y al cabo, la familia de Max había estado muy bien relacionada y conocía a todo aquel que era alguien en Alemania. Quizá le diera una pista.

– Me han encargado un reportaje sobre científicos que trabajaban para Hitler. Algunos se han escapado y nadie sabe dónde están.

– Dicen que algunos se han pasado a vuestro bando y otros a los rusos -respondió Amelia.

– Puede ser que sea así, pero no todos. Al parecer el doctor Winkler logró salir de Alemania con la ayuda de su hijo, creo que era coronel de las SS y organizó su fuga; lo que no sé es dónde.

– ¿Winkler? -Max se puso tenso.

– ¿Estás seguro de que te han dicho «Winkler»? -quiso saber Amelia.

– Sí, al parecer es un científico que a pesar de haber sido reprobado por la Convención de Ginebra, trabajaba en un proyecto secreto de armas con gases. Su hijo era un coronel de las SS muy bien relacionado. A él tampoco le hemos encontrado. Han desaparecido los dos.

Por el silencio opresivo que se hizo en la sala, Albert dedujo que ambos debían de conocer a uno de los Winkler, o quizá a los dos. Max había vuelto el rostro, pero Amelia estaba pálida y quieta como si se hubiera muerto en ese instante.

– ¿Qué sucede? -preguntó sin dirigirse a ninguno de los dos en concreto.

Fue Max quien rompió el silencio.

– El coronel Winkler envió a Amelia a Ravensbrück. La odiaba por creer que asesinó en Roma a un oficial de las SS amigo suyo.

Albert no supo qué decir, pero pensó que su intuición había dado en la diana.

– ¿Dónde puede estar ahora? -preguntó haciendo caso omiso de la tensión.

– ¡Quién sabe! Se habla de que muchos jefes nazis han logrado huir, que tenían rutas de escape previstas en caso de que Alemania perdiera la guerra -fue la respuesta de Max.

– ¿Conociste a Fritz Winkler, Max? Cuentan que estaba muy bien relacionado y era recibido por algunas de las grandes familias alemanas que incluso antes de la guerra financiaban sus experimentos.

– No, no lo conocí. Desgraciadamente sí conocí en Roma a su hijo, el coronel Winkler, ya te he dicho que quería que ahorcaran a Amelia. Lo siento, no te puedo ayudar, no sabría cómo.

Albert estuvo a punto de preguntarle si lo haría en caso de que supiera dónde estaba Fritz Winkler, pero no lo hizo. Max vivía atormentado por haberse convertido en un inválido, pero a pesar de lo sufrido, mantenía una lealtad inquebrantable a sus compatriotas pese a las barbaridades cometidas por muchos de ellos.

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