Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Lo condujeron al despacho de Schaefer y todos nos preguntamos por el motivo de la visita de aquel general mutilado.

Nos encerraron en nuestros barracones. Al cabo de una hora, un guardia vino en busca de Amelia y le ordenó que recogiera todas sus cosas. ¡Qué ironía! Allí carecíamos de todo, no había nada que recoger. Mi madre se puso a llorar temiendo que se la llevaran a algún otro campo, o con aquel coronel Winkler que tanto parecía odiarla. Salimos tras ella, y vimos cómo el guardia la acompañaba hacia la explanada. Allí estaba el comandante Schaefer junto al general que iba en silla de ruedas. Amelia caminaba indiferente, con la vista perdida, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le importara; así había sido desde el primer día en que llegó a Ravensbrück.

De repente se puso alerta, había algo en el general inválido que parecía atraer su atención. Recuerdo verla correr hacia él gritando «¡Max, Max, Max!» y que se cayó al suelo. El ayudante del general corrió hacia ella y la ayudó a levantarse.

Todas nosotras mirábamos asombradas la escena, no entendíamos nada. La española no había dicho ni una palabra desde su llegada a Ravensbrück. Cuando la torturaban por la noche, la oíamos llorar en silencio llamando a su madre, «mamá» fue la única palabra que pronunció en todo el tiempo que estuvo allí, y de repente gritaba repitiendo aquel nombre: «¡Max, Max, Max!».

El ayudante del general la condujo hasta donde estaba el oficial y ella se puso de rodillas suplicándole que la perdonara.

– ¡Perdóname, Max, perdóname! Yo no sabía… ¡Perdóname!

El oficial hizo una señal a su ayudante y éste la levantó del suelo y la llevó hasta el coche. Vimos a Schaefer cuadrarse de nuevo ante el general. Su ayudante regresó a por él, y con ayuda del chófer, la metieron en el coche. Se marcharon y nunca más la volvimos a ver.

Como podrá suponer, durante muchos días no hubo otro tema de conversación en el campo. No entendíamos quién era aquel militar mutilado, ni por qué la española se había arrodillado ante él pidiéndole perdón. Ni tampoco sabíamos adonde se la habían llevado.

Ni siquiera la enfermera pudo esta vez darnos razón de lo que había sucedido, sólo que el general traía una orden escrita para que la pusieran en libertad y que Schaefer no había tenido más remedio que entregársela. Supimos por la enfermera que, cuando se fueron, Schaefer llamó al coronel Winkler para explicarle lo sucedido, pero no pudo hablar con él.

Lo que paso después lo puede suponer. Poco antes de caer Berlín, mis compatriotas nos liberaron. La guerra llegaba a su fin. Nunca volvimos a saber nada de la española, de su bisabuela. Espero que sobreviviera, aunque en aquellos días…»Sofía se quedó callada y dejó vagar la mirada por sus recuerdos olvidándose de nosotros. Avi carraspeó para devolverla al presente.

– Muchas gracias, Sofía -le dijo mientras cogía su mano y se la apretaba cariñosamente.

– Señora, no sabe cuánto se lo agradezco, y… bueno, siento mucho por todo lo que tuvo que pasar -dije por decir algo, ya que estaba impresionado por el relato.

– ¿Señora? ¿Qué es eso de llamarme señora? Llámeme Sofía, todos me llaman así. ¿Sabe?, nunca imaginé que volvería a saber nada de la española, y de repente me llama Avi para decirme que un joven español busca información sobre Ravensbrück, que es el bisnieto de una prisionera española que estuvo allí… Nunca imaginé que pudiera suceder algo así. ¿Le ha servido de algo lo que le he contado? -Sofía ya había recuperado la firmeza en la voz.

– Me ha ayudado muchísimo; sin su relato, mi investigación no podría seguir. Usted me ha desvelado que Max estaba vivo, yo ya le creía muerto.

– ¿Quién era Max? -me preguntó con curiosidad.

– Un oficial que había sido opositor a Hitler antes de la guerra, un aristócrata prusiano al que le repugnaba el nazismo -expliqué intentando dejar a Max en buen lugar.

– No le debió de repugnar lo suficiente, porque vistió el uniforme alemán y mató defendiendo aquellos horribles ideales.

– Era médico, así que no creo que matara a nadie -continué exculpándole, pero Sofía había conocido al doctor Keifner, de manera que el que un oficial alemán fuera médico no significaba nada para ella. Su cuerpo mutilado era la prueba de lo que habían sido capaces de hacer algunos médicos alemanes.

– ¿Y qué pasó después? -preguntó para no seguir discutiendo.

– No lo sé, es lo que tendré que averiguar ahora, qué pasó después. La historia de mi bisabuela es como una de esas muñecas rusas, cuando uno cree haber llegado a la última, aún hay otra por descubrir. No sé qué pasó, ni si sobrevivieron. No lo sé.

– Él era general; busque en los archivos, puede que le juzgaran en Nuremberg -sugirió Sofía.

– Lo haré.

– O puede que muriera tranquilamente en la cama, como tantos otros militares alemanes -apuntó Avi Meir.

Sofía se empeñó en que almorzáramos con ella, aunque en realidad lo hicimos con todos los que vivían en el kibutz, en un comedor comunitario. La comida era sencilla pero sabrosa y todos se mostraron amables conmigo. Avi tenía razón, decía que era una síntesis del sueño comunista, de un comunismo utópico. Si en algún lugar el comunismo se había hecho realidad era en los kibutz. Pensé que mis amigos se sorprenderían si conocieran ese lugar y me pregunté cuántos de ellos, incluso yo mismo, serían capaces de vivir allí compartiéndolo todo, aceptando participar en todas las tareas, sin poseer nada que la comunidad no decidiera que era necesario comprar en función del dinero que hubiera en la caja y que había que gastar equitativamente. Allí nadie tenía más que nadie.

¿Vivir así? No, no sería capaz; era más cómodo hablar de igualdad en el plano teórico.

En un momento determinado Sofía me dijo al oído que si mi bisabuela hubiera sobrevivido, le habrían quedado secuelas de su paso por Ravensbrück.

– Después de que nos liberaran me tuvieron que operar. La Cruz Roja se hizo cargo de todas nosotras intentando remediar algunas de las barbaridades que nos hizo Kiefner. ¿Sabe?, nunca volví a ser una mujer normal… las secuelas de no tener pechos, o la vagina cosida… Usted no imagina lo que supone eso. Y su pobre bisabuela pasó por lo mismo… No sé si tuvo la suerte que yo. Claro que gracias a esas operaciones estuve hospitalizada durante mucho tiempo. Mi madre se recuperó antes que yo, y antes de regresar a Rusia le pidió a un médico estadounidense judío que me ayudara a venir a Israel. Ella estaba convencida que sería lo mejor para mí. Me sorprendió; yo creía que éramos felices en la Unión Soviética, que debíamos luchar por la revolución, y mi madre también lo creía así, de manera que nunca entendí por qué me pidió que intentara venir aquí. «Sofía», me decía, «que al menos una de las dos pueda ver Jerusalén». Yo le contesté que no teníamos Dios y que no había más patria que Rusia, pero ella insistió. Me lo hizo prometer. Lo conseguí… y nunca más volví a verla.

Eran más de las cuatro cuando regresamos al hotel. Avi se mostró igual de amable y comunicativo que la noche anterior.

– ¿Sabe por dónde continuar buscando? -me preguntó.

– En realidad, no; quizá el mayor Hurley pueda desvelarme lo que haya en sus archivos sobre Amelia.

Le expliqué quién era el mayor Hurley y cómo me había ayudado hasta el momento.

– En mi opinión, si su bisabuela trabajó para los británicos durante la guerra, puede que éstos le volvieran a dar trabajo… si es que sobrevivió. Tengo un amigo, es norteamericano aunque de origen alemán. Es historiador y lo sabe todo sobre lo que sucedió después de la guerra. Quiso alistarse para ir a luchar pero no se lo permitieron porque no tenía la edad, de manera que cuando pudo hacerlo, la guerra ya había terminado, pero aun así consiguió que le destinaran a Berlín. Sentía una rabia inmensa de que Hitler y sus secuaces hubieran manchado Alemania. Solía decirme: «Avi, por culpa de Hitler, la humanidad entera cree que todos los alemanes somos igual que ellos; llevaremos esa culpa como si se tratara del pecado original».

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