Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Supongo que sobreviví porque era joven y quería vivir, y además contaba con mi madre; sin ella no lo habría logrado.

Pero estoy contando lo que me sucedió a mí, y no es eso lo que ha venido a buscar; usted lo que quiere es que le hable de la española. Llegó a principios de septiembre del cuarenta y cuatro, estaba enferma y la destinaron a nuestro barracón. La recuerdo muy bien. Apenas podía andar, se notaba que no hacía mucho que la habían torturado. Casi no podía abrir el ojo derecho y tenía la cara amoratada por los golpes recibidos. Estaba extremadamente delgada y tenía el cuello y la espalda surcada por las huellas de los instrumentos de tortura.

Recuerdo como si fuera ayer aquel primer día en que la vi…

– ¡Ponte donde puedas, cerda! -El guardia le dio un empujón para que entrara en nuestro barracón.

Amelia apenas dio unos pasos y se sentó en el suelo sin mirar a ninguna parte, como si no nos viera o no le importara quienes estábamos allí. Mi madre se acercó a ella y le habló, pero no obtuvo respuesta.

– No sabemos de dónde es, no parece rusa -dijo una mujer.

No sé por qué a mi madre le conmovió la española, pero el caso es que la arrastró hasta nuestro lado, y la acomodó sobre una esquina del colchón. Ella se dejaba hacer sin mostrar ninguna emoción.

– La ropa que lleva está muy sucia, pero es buena -comentó otra de las presas.

Desde aquella noche Amelia durmió a nuestro lado. Mi madre parecía haberla adoptado.

Creíamos que no nos hablaba por no entender el ruso, pero a los dos días de haber llegado mi madre me dijo al oído que la había sorprendido mirándola cuando hablaba con otra mujer acerca de ella, como si las entendiera.

Pasaron varios días antes de que el comandante Schaefer la llamara a su presencia.

Como apenas se sostenía de pie, mi madre decidió ayudarla a caminar para que llegara hasta el despacho de Schaefer.

Mi madre regresó pero a la española no la volvimos a ver hasta dos días más tarde, cuando se abrió la puerta y uno de los guardias tiró al centro del barracón lo que parecía un fardo de ropa vieja.

La habían violado. Era lo habitual cuando llegaba una prisionera. Si era joven, el primero en violarla era Schaefer, o en ocasiones el propio doctor Kiefner. Pero incluso las más viejas sufrían esa humillación ya que Kiefner disfrutaba metiéndoles por la vagina todo tipo de objetos.

– Aquí ninguna os podréis quejar, todas recibís vuestra ración para calmar los ardores femeninos -decía, riéndose.

Cuando la trajeron estaba en muy mal estado, pero no dijo nada, continuaba sin hablar, incluso lloraba en silencio. Le caían las lágrimas y apretaba las mandíbulas como si quisiera reprimir el grito que anudaba su garganta.

Mi madre le limpió como pudo las heridas, y al hacerlo, comprobó que en algunos lugares le habían arrancado la piel.

Vinieron a por ella en más ocasiones para interrogarla. Pronto supimos que un coronel de las SS había ordenado a Schaefer que la hiciera hablar utilizando los métodos que quisiera. La enfermera del doctor Kiefner contó a otra presa que había oído decir al doctor que Amelia era una asesina, una terrorista. Al parecer la acusaban del asesinato de un oficial de las SS y de participar en secuestros y atentados.

Parecía imposible que aquella joven de aspecto tan frágil pudiera haber hecho nada de todo aquello. Era un saco de huesos y creo que aunque hubiera estado en mejor estado, mucha carne no le habría sobrado. Mi madre la llamaba «la muñeca rota».

Pero a pesar de su estado, sobrevivió. Fue un milagro. Y eso que un día se presentó en el campo aquel coronel que tenía cuentas pendientes con ella. Aún recuerdo su nombre: Winkler; Schaefer se puso muy nervioso cuando le anunciaron su visita. Todas pensamos que si Schaefer temblaba ante Winkler, eso significaba que éste era aún peor, y todas sentimos más miedo.

Winkler se marchó y pensamos que la española habría muerto. La enfermera nos dijo que el coronel Winkler se había encerrado en una habitación con ella y que los chillidos de Amelia no parecían los de un ser humano.

Cuando volvimos a verla era un amasijo de carne ensangrentada donde era difícil distinguir si tenía rostro. Durante varios días luchó entre la vida y la muerte, y mi madre pensó que no sobreviviría. Tenía las piernas y los brazos rotos, los pies aplastados y no había un solo centímetro de su piel sin huellas de quemaduras de cigarrillos. Escondiéndose entre las sombra la enfermera vino aquella noche a nuestro pabellón. Le limpió con cuidado las heridas y extendió una pomada por todas las quemaduras. Después, con ayuda de mi madre, intentó colocarle los huesos que tenía rotos. También trajo un frasco que contenía un calmante fuerte.

– No he podido hacerme con más -dijo-, pero es muy potente, debéis dárselo poco a poco. Y que no se mueva, es la única manera de que los huesos no se suelden del todo mal.

Supimos por ella que el coronel Winkler se había marchado sin conseguir su objetivo.

– Esta mujer tiene la mente en el más allá, no está aquí, y por eso, aunque la torturen hasta matarla, nunca hablará.

Aquella noche escuchamos su voz por primera vez. Mi madre creyó oír un sonido y acercó su oído a la boca de Amelia.

– Dice «mamá», llama a su madre.

Yo me acurruqué en brazos de la mía; tenerla allí conmigo me hacía más fuerte. De otra manera no habría podido soportar las torturas y las humillaciones a las que me sometían.

Cada día aumentaba el número de prisioneras que morían en la «camilla» de experimentos del doctor Kiefner. Su última canallada consistió en coser parte de la vagina de las prisioneras más jóvenes, tal como había leído que hacían en algunas tribus africanas para evitar que pudieran sentir ningún placer en las relaciones sexuales.

– No, aquí no habéis venido a gozar, sino a pagar por vuestros crímenes, de manera que evitaré que sintáis placer -decía mientras preparaba el material con el que nos cosía.

Nos mutiló a todas, también a Amelia, y algunas murieron por la infección.

Luego, cuando él o alguno de los guardias nos violaban, el dolor resultaba insoportable. No sé cómo sobrevivimos a ello.

Antes de que llegara la primavera, hablo de febrero de 1945, nos llegó la noticia de que los rusos estaban cerca. Escuchamos cómo hablaban de ello nuestros guardias, y la enfermera checa nos lo confirmó. Estábamos expectantes, ansiosas de que el rumor fuera cierto.

Los alemanes temían a los rusos. Sí, nos temían porque nosotros respondíamos con la misma brutalidad que habían mostrado los alemanes al invadirnos.

No había soldado ruso que no hubiera perdido a un hermano o un padre, que no supiera de un amigo al que los alemanes no hubieran violado a su madre o a su hermana. De manera que en cada palmo de terreno que el Ejército soviético reconquistaba, los soldados se vengaban de los alemanes sin contemplaciones ni remordimientos. Creo que fue a principios de marzo cuando llegó al campo aquel hombre, un alemán mutilado vestido de oficial. Estábamos en el patio cuando nos apartaron del camino para que un coche negro circulara sin obstáculos hasta el pabellón de Schaefer.

Mi madre dijo que el comandante estaba nervioso; yo no lo recuerdo bien.

Vimos a Schaefer abrir la puerta y saludar intentando parecer marcial ante aquel hombre al que otro oficial ayudaba a salir del coche. Antes había sacado una silla de ruedas donde depositó al hombre ante el que se cuadraba Schaefer.

Era un oficial de la Wehrmacht que llevaba la gran cruz de hierro y otras condecoraciones prendidas en la guerrera. A pesar de ir en silla de ruedas, el porte aristocrático de aquel militar imponía. Bajo la manta que le tapaba se ocultaban los muñones de lo que habían sido sus piernas. Era poco más que un tronco.

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