Pero, a pesar de su deseo de morir, comenzó a recuperarse y mientras lo hacía pensaba en el momento en que el coronel Winkler volvería a aparecer para interrogarla. Se decía a sí misma que la habían rescatado de la muerte para volver a entregarla a la muerte, pues eso era lo que le esperaba a manos del coronel, pero no le importaba. Se decía a sí misma que merecía morir.
Tenía que hacer un esfuerzo para pensar, pero su intuición le dijo que era mejor anclarse en el silencio, que creyeran que no podía hablar a causa de la conmoción que había sufrido; mejor aún, que creyeran que había perdido la memoria.
El médico la examinaba todos los días y consultó con otros colegas el tratamiento más adecuado para sacarla de ese estado vegetativo en que parecía estar. Sospechaba que ella le oía, que le entendía cuando él le hablaba, pero que no quería responder, aunque tampoco podía asegurarlo.
Amelia procuraba tener la mirada perdida, como si estuviera ensimismada en su propio mundo.
– ¿Alguna novedad, enfermera Lenk?
– Ninguna, doctor Groener. Se pasa el día mirando al frente. Tanto le da estar en la cama como que la pasee; no parece enterarse de nada.
– Sin embargo… déjeme con ella, el doctor Bach necesita refuerzos en su sección, vaya a echarles una mano.
El doctor Groener se sentó en una silla frente a la cama de Amelia y la miró fijamente. Se dio cuenta de que imperceptiblemente los ojos de ella se movían intentando mantener su mirada vacía.
– Sé que está aquí, Amelia, que aunque parezca que no nos entiende, no vaga en la inconsciencia. El coronel Winkler llegará esta tarde para interrogarla. Yo tengo que darle el alta porque no puedo hacer más por usted. Recomendaré su ingreso en alguna institución, aunque su futuro no depende de mí, sino del coronel.
Amelia se pasó el resto del día rezando mentalmente para encontrar fuerzas con las que enfrentarse a Winkler. Sabía que el coronel la llevaría al límite del dolor para hacerla hablar, y que, lo consiguiera o no, la mataría.
Cuando recobró por completo el conocimiento, la sometieron a terapia para intentar que hablara. El doctor Groener decidió contarle cómo la habían encontrado desangrándose en aquella carretera donde un grupo de terroristas había atacado a un convoy del Ejército alemán.
La llevaron al hospital junto al resto de los soldados heridos, y allí la operaron. Una bala le había atravesado un pulmón. Pensaron que no sobreviviría, pero sobrevivió. Fue el coronel Winkler quien pidió a los médicos que hicieran lo imposible por salvarla, pues era de vital importancia poder interrogarla. De manera que se dejaron la piel por arrastrarla desde la orilla de la muerte hasta la de la vida.
Por la tarde, cuando el coronel Winkler se presentó en el hospital, el doctor Groener le acompañó a la habitación de Amelia y le aconsejó que no la presionara mucho puesto que aún estaba convaleciente.
– Usted haga su trabajo, doctor, que yo haré el mío. Esta mujer es una asesina, una terrorista, una espía.
El doctor Groener no se atrevió a pronunciar una palabra más.
Dos hombres de Winkler la trasladaron hasta los sótanos del hospital, a una sala donde aguardaban otros dos hombres uniformados. En una mesa alineada junto a la pared, había varios instrumentos de tortura colocados en perfecto orden.
Sentaron a Amelia en el centro de la estancia y el coronel Winkler cerró la puerta; se sentó detrás de una mesa al tiempo que la habitación quedaba a oscuras, salvo por un potente haz de luz que iluminaba a la prisionera.
Primero la desnudaron, a continuación le preguntaron por los nombres de los miembros de la Resistencia a los que había ayudado, luego por sus contactos en Londres, incluso la instaron a denunciar a Max por traidor. Cada pregunta venía seguida de un golpe, y tanto la golpearon, que en varias ocasiones perdió el conocimiento.
Amelia deseaba que la pegaran fuerte para caer así en la penumbra y no hablar. Pero no pudo resistirse al dolor y gritó, gritó a cada golpe, y más cuando uno de sus torturadores, con un bisturí, comenzó a levantarle la piel del cuello, despellejándola como si de un animal se tratara. Le levantaba las tiras de piel y la rociaba con sal y vinagre, mientras ella gritaba. Pero no habló, sólo gritó y gritó hasta quedarse ronca y perder la voz.
Llegó a perder el sentido del tiempo, no sabía si era de noche o de día, si llevaban muchas horas torturándola o le habían dado algún respiro. El dolor era tan potente que no lo podía soportar; sólo deseaba morir, y rezaba para que así fuera.
La única palabra que Winkler sacó de Amelia fue cuando gritó «¡mamá!».
Cuando se la devolvieron al doctor Groener, éste no pareció asombrarse al verla en un estado de nuevo más cercano a la muerte que a la vida.
– Ya le dije que sufre una conmoción cerebral y que pasará tiempo antes de que se recupere y vuelva a hablar. Si cree que lo que puede decirle es importante, déle ese tiempo.
– No se quedará aquí.
– ¿Y dónde piensa enviarla? ¿A Alemania?
– Sí.
– ¿A un campo?
– Estará con gente de su especie, criminales como ella, hasta que esté en condiciones de hablar.
– ¿Y si no habla nunca?
– Entonces la ahorcaremos por espía y terrorista. Dígame cuánto tiempo tardará en volver a hablar.
– No lo sé, puede que con el tratamiento adecuado… quizá unos meses, quizá nunca.
– Entonces esta asesina no dispone de mucho tiempo de vida.
Al día siguiente la metieron en un tren de ganado. Winkler se ocupó personalmente de que la enviaran al campo de Ravensbrück, que estaba situado a 90 kilómetros al norte de Berlín. Las instrucciones del coronel respecto a su prisionera fueron muy precisas: si en seis meses el médico del campo no le enviaba aviso de que Amelia estaba en disposición de hablar, entonces la prisionera debía ser ahorcada.»
El mayor William Hurley hizo una pausa en su relato para encender su pipa.
– Por favor, continúe -le rogué.
– En nuestros archivos figura que a Amelia la llevaron a aquel lager y que allí estuvo hasta el final de la guerra.
– Entonces sobrevivió -respondí, aliviado.
– Sí, sobrevivió.
– Exactamente, ¿cuándo llegó al campo?
– A finales de agosto de 1944.
– ¿Puede usted aportarme documentación sobre Ravensbrück?
– En detalle no, para eso tendría que ir usted a Jerusalén.
– ¿A Jerusalén? ¿Por qué a Jerusalén?
– Porque allí está el Museo del Holocausto y allí es donde tienen la información más precisa sobre lo que sucedió en aquellos años horribles en Alemania. En sus archivos cuentan con una base de datos sobre los supervivientes, quiénes estuvieron y en qué campo; gracias a ellos se ha podido reconstruir lo que fue el infierno de cada campo.
– Pero mi bisabuela no era judía.
– Eso no tiene nada que ver, en el Museo del Holocausto tienen información de todos los campos y de cuantos estuvieron allí.
– ¿Qué pasó cuando terminó la guerra?
Mi pregunta incomodó al mayor Hurley, que carraspeó.
– Todavía hay mucha información clasificada, a la que no hay acceso.
– Pero podría darme alguna pista, no sé, al menos saber dónde fue mi bisabuela.
– Intentaré ayudarle cuanto pueda. Pero he de hablar con mis superiores y ver si la información que ha sido desclasificada se puede poner a disposición de un particular como es su caso, que encima resulta que es periodista.
– Usted sabe que no tengo ningún interés periodístico en esta historia, se trata de mi bisabuela.
– De todas formas, tengo que consultar a mis superiores. Llámeme dentro de unos días.
Acepté sin rechistar. Estaba conmocionado por el relato del mayor Hurley. Imaginaba lo que para mi bisabuela debía de haber supuesto terminar con la vida del hombre que quería.
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