Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– No entiendo…

– Masajes, simples masajes. Kersten es un hombre amable, que sabe escuchar a sus pacientes, y antes de la guerra tenía clientes muy importantes en toda Europa. Al parecer, Himmler sufre fuertes dolores de vientre y sólo Kersten es capaz de aliviarle. Tiene una gran influencia sobre él. El jefe del servicio de información del Reichsführer, el Brigadeführer Walter Schellenberg, es el segundo hombre que influye sobre él.

– ¿Y has hablado con ellos?

– Tengo amigos que les conocen bien.

– Gracias, Max, gracias.

Mientras extendía una pomada sobre las piernas de Amelia, Max le advirtió:

– No creo que nos vuelvan a ayudar, de manera que… por favor, Amelia, ¡ten cuidado!

– Pero si no he hecho nada, Max…

– El coronel Winkler no parará hasta vengar la muerte de su amigo el coronel Jürgens y ha decidido que su muerte has de pagarla tú. Las SS se están haciendo cargo de los casos de espionaje y… bueno, Winkler está convencido de que eres una espía de los aliados.

– ¿Y tú te lo crees, Max?

– Cuando estuve en Berlín vi a Ludovica y a mi hijo Friedrich.

Quiero a mi hijo con toda mi alma, daría mi vida por él, sin embargo… sacrificaré poder estar con él el resto de mi vida con tal de no separarme de ti. Se lo dije a Ludovica.

Amelia rompió a llorar. Se avergonzaba por engañarle, por no poder serle totalmente leal y contarle su colaboración con los británicos. Max abominaba de aquella guerra pero no a costa de traicionar a Alemania. Por eso no podía explicarle lo que estaba haciendo.

– No llores, Amelia, no te sientas responsable.

– Lo soy, Max, lo soy; no debí dejarme llevar por mi amor por ti, sé mejor que nadie lo que significa renunciar a un hijo.

– Ludovica no podrá impedirme que le vea y participe en su educación. Pero eso será cuando termine la guerra.

– ¿Y tu familia, Max? ¿Y tus hermanas? Nunca me has dicho qué piensan ellas de que estés conmigo.

– Lo reprueban y jamás te aceptarán. Pero eso no debería preocuparnos ahora. Nuestro problema se llama Winkler.

– Y Hoth.

– Ése es sólo un policía ansioso por conseguir que las SS le den palmaditas en la espalda demostrando que puede ser igual de brutal que ellos.

Durante unos días Amelia no salió de la habitación. Apenas podía caminar, y Max la obligaba a estar sentada. Luego él mismo la ayudaba a dar sus primeros pasos por el vestíbulo del hotel. Amelia deseaba hablar con Dion, pero no encontraba la ocasión. Max no se separaba de su lado. La oportunidad llegó una tarde en la que entró en el bar su ayudante, el comandante Hans Henke, para anunciarle que le reclamaban con urgencia en el Estado Mayor.

– Te acompañaré a la habitación.

– ¡Por favor, Max, permíteme quedarme un rato! Aún es pronto, sólo el tiempo de terminar el té… -pidió ella con una sonrisa.

– No quiero que estés sola…

– Pero no me moveré de aquí, y estaré sólo unos minutos más. ¡Paso tanto tiempo en la habitación!

– De acuerdo, pero prométeme que te irás derecha a tu habitación.

– Te lo prometo.

Dion se acercó a ella nada más ver salir al barón.

– ¿Desea algo la señora?

– No… no… pero tengo algo para usted -dijo ella en voz baja, mientras él se inclinaba para recoger el servicio de té y, disimuladamente, recibía de la mano de Amelia un carrete fotográfico.

– Muy bien, señora, le traeré una jarra de agua.

Regresó y se inclinó para servirle el agua de la jarra.

– El pope quiere verla. Es urgente.

– ¿Urgente? Pero ya ve cómo estoy… y el barón no me permite salir…

– Tendrá que hacerlo. Pasado mañana, en la catedral. Ha habido una redada, y han detenido a Agamenón y a otros patriotas.

Amelia regresó a su habitación dándole vueltas a cómo actuar. Tenía que convencer a Max de que le permitiera salir. Ya se encontraba mejor, podía andar, y la hinchazón de las piernas había desaparecido. Sí, debía convencerle para que le permitiera volver a la normalidad.

Cuando Max regresó aquella noche, Amelia se deshizo en carantoñas.

– ¡Vamos, dime ya qué es lo que quieres! -dijo Max riendo.

– Salir, necesito salir, me ahogo en esta habitación. Permíteme pasear, ir a la catedral, ya sabes lo que me gusta ir a recogerme allí, volver a visitar los restos arqueológicos; cualquier cosa menos estar aquí.

Al principio él se resistió, pero acabó cediendo.

– Tienes que prometerme que no hablarás con ningún desconocido y que me dirás siempre adónde vas.

– Te lo prometo -aseguró ella, rodeándole el cuello con sus brazos.

No vio al pope al entrar en la catedral. Varias mujeres encendían velas y otras, sentadas, parecían ensimismadas en sus oraciones. Buscó un lugar oscuro y discreto para sentarse. Sin darse cuenta comenzó a rezar. Dio gracias a Dios por haberla salvado de las garras de la Gestapo, por contar con el amor inmenso de Max, por estar viva. La voz profunda del pope la devolvió a la realidad.

– Han llegado órdenes para usted desde Londres. La felicitan por lo de Madrid, sea lo que sea lo que usted haya hecho allí; pero necesitan saber el despliegue de las tropas alemanas en la frontera con Yugoslavia.

– Haré lo que pueda -dijo Amelia.

– Nosotros también necesitamos su ayuda, ¿está dispuesta? Han detenido a Agamenón y a algunos amigos, pero resistirán, no hablarán aunque eso implique la muerte.

– ¿Qué he de hacer?

– ¿Sabe conducir?

– Sí, aunque no lo hago muy bien porque apenas he tenido tiempo de practicar.

– Es suficiente. Tenemos que recoger armas que nos envían sus amigos británicos. Las trajo un pesquero hace unos días de un submarino cerca de Creta. El pesquero viene hacía aquí, llegará mañana. Necesitamos esas armas para la Resistencia. Dentro de unos días saldrá hacia el norte un convoy alemán con tanques y armas pesadas, van a reforzar la frontera de Yugoslavia con Italia. Nosotros haremos que no lleguen a su destino. Por eso es importante el cargamento de los británicos, nos envían un buen paquete de explosivos y detonadores, con ellos atacaremos ese convoy. Será un golpe para los alemanes, y nuestra respuesta a las detenciones de los patriotas.

– ¿Dónde llegará el pesquero?

– Al norte de Atenas, iremos con barcas a descargar al mar.

– ¿Saben en Londres que me han pedido que les ayude en esta misión?

– No, Londres no tiene nada que ver, se lo estoy pidiendo yo.

– Será muy peligroso.

– Todo lo es. ¿Está dispuesta?

– Sí, pero aún no me ha dicho qué he de hacer.

– Unirse a nuestro grupo. Nos falta gente, necesitamos otro conductor.

– De acuerdo, pero… no sé si podré escaparme por la noche. No es fácil salir del hotel.

– No tendrá que escaparse por la noche. Nosotros desembarcaremos las armas y las esconderemos en un lugar seguro cerca de la playa. Las armas serán distribuidas a pequeños grupos. Usted debe conducir a dos amigos hasta allí y luego regresar con ellos a Atenas. Nada más. Ellos la guiarán.

– ¿Ninguno de esos dos hombres sabe conducir?

– No, no saben. No todo el mundo sabe. Ya le he dicho que ha habido detenciones, tenemos bajas.

– Muy bien. ¿Y qué más?

– Ya le diré el día y el lugar al que debe acudir para ayudarnos.

Amelia salió a pasear cerca de la Acrópolis tal y como le había ordenado el pope. No sabía ni quién ni en qué momento se pondrían en contacto con ella, sólo que debía caminar.

Un coche se paró a su lado y vio el rostro de una mujer y escuchó una voz instándola a subir. Lo hizo instintivamente.

– Échese al suelo -ordenó la mujer que iba junto al conductor.

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