Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– Es una pena que los mejores científicos alemanes vean frustradas sus investigaciones, y que algunos hayan sido obligados a marcharse a Rusia o a Estados Unidos para salvar la vida -dejó caer Amelia para evaluar el efecto que esa afirmación pudiera hacer en Wulff. Y efecto tuvo, porque no respondió, sólo la miró, y a continuación se puso a hablar con la mujer que tenía al otro lado.

Cuando llegaron a casa, Max parecía agotado.

– ¡Cuánta vulgaridad! -exclamó.

– Lo siento, es parte del trabajo.

– Lo sé, lo sé, y pienso que el dinero que nos dan nos lo hemos ganado. He tenido que soportar durante toda la noche las previsiones que ha hecho el señor Schneider sobre el futuro. Asegura que el nazismo no ha muerto, que son como esos juncos que crecen en las orillas del Nilo, que se pliegan ante la fuerza del viento y del agua pero permanecen firmes sin romperse jamás.

– No se han disuelto, Max, siguen ahí.

– No te entiendo…

– Han perdido la guerra, pero están dispuestos a seguir luchando por un futuro IV Reich. Ahora esconden la cabeza, pero para volverla a sacar cuando estimen oportuno. Volverán, Max, volverán. Lo que tenemos que averiguar es si están organizados, si son algo más de lo que parecen. Desde luego ése es el caso de Wulff, Albert me lo dijo.

– No soy un espía -respondió Max, incómodo-, y nuestro único compromiso consiste en hacer salir a Winkler de su escondite, si es que está aquí.

– Lo sé, pero no podemos desperdiciar la información que vamos obteniendo, puede ser valiosa. Quiero que me cuentes con detalle todo lo que has escuchado esta noche, luego escribiré un informe para Bob Robinson.

– ¿Eso es lo que hacías cuando me espiabas a mí?

Amelia bajó la cabeza, avergonzada. En algunas ocasiones Max la hacía sentirse una malvada. No es que él le hubiera reprochado nunca lo sucedido en Atenas, pero algunos comentarios, como el que acababa de hacer, le recordaban que él jamás olvidaría cuánto le había engañado.

– Me fumaré una pipa mientras te cuento todas las estupideces que he escuchado para tu informe, ¿te parece bien?

Una tarde, su vecino del tercero, el señor Ram, les propuso ir al Valle de los Reyes.

– Voy a llevar a mi familia, quiero que mis hijos conozcan el pasado de nuestro país. Yo hablo y hablo de ese pasado todos los días en la escuela, pero los niños lo comprenderán mejor si lo pueden tocar. He pensado que quizá les gustaría acompañarnos. Nos alojaremos en Luxor, en casa de unos familiares, que les acogerán encantados.

Amelia se entusiasmó con la invitación, pero Max se mostró contrario.

– ¿Crees que estoy en condiciones de hacer visitas arqueológicas? ¿Qué he de hacer? ¿Aguardar junto a Fátima a que tú y Friedrich vayáis de un lado a otro? No, no iré, pero me parece bien que tú y el niño acompañéis a la familia del señor Ram. Yo me quedaré aquí, con Fátima. Me cuidará bien.

Friedrich insistió que no iría a ningún sitio sin su padre. El niño no había superado el horror que había vivido cuando quedo solo con su madre muerta bajo los escombros. Cuando le rescataron, lo llevaron a una institución con otros huérfanos, hasta que dieron con su padre. Sus tías también habían muerto. No tenía a nadie excepto a su padre, y por nada del mundo consentiría que le separaran de él.

Finalmente Max cedió por Friedrich.

Por entonces parecía no tener demasiados problemas con el árabe, y comenzaba a entenderse con los otros niños y acudía contento a la escuela del señor Ram.

Max, por su parte, no hacía demasiados esfuerzos por aprender, a pesar de la paciencia del señor Ram, que todas las tardes acudía puntual a darles clases a Max y a Amelia. Pero mientras ella se aplicaba con interés en la tarea de aprender el idioma, Max parecía distraído e indiferente.

La excursión a Luxor les resultó emocionante a Amelia y a Friedrich, y Ram y su familia hicieron todo lo posible por agradar a Max.

La casa del hermano del señor Ram estaba situada a una distancia prudencial del Nilo, era una precaución ante las crecidas anuales del río. La familia del señor Ram vivía de la agricultura, y también de ayudar a las expediciones arqueológicas que hasta antes de la guerra eran habituales en aquella parte de Egipto. Franceses, alemanes e ingleses competían por revolver la arena del desierto para arrancarle sus secretos y sus tesoros escondidos.

El hermano del señor Ram acomodó a los visitantes en un cuarto fresco desde cuya ventana se veía el Nilo. A Fátima le asignaron un recodo del pasillo.

Era imposible que la silla de ruedas de Max no se quedara atascada en la arena, pero el señor Ram no estaba dispuesto a rendirse e improvisó unas parihuelas encima de un burro. El barón al principio se negaba, temía hacer el ridículo, pero fue tal la insistencia de Friedrich que decidió probar. Y así pudo adentrarse en el camino que conducía a las tumbas de los Reyes. Los sobrinos del señor Ram le ayudaban a bajar a algunas de las tumbas llevándole ellos mismos en las parihuelas.

Regresaron al cabo de cuatro días satisfechos de la excursión.

– Friedrich es feliz aquí -admitió Max.

– Come, juega, estudia, está con otros niños y te tiene a ti. Además, este sol le anima; ahora mismo debe de estar nevando en Berlín.

Amelia se impacientaba por la ausencia de noticias sobre Winkler. Por más que seguían asistiendo a veladas en las casas de los alemanes expatriados que habían ido conociendo, en ningún momento les habían hablado de ningún científico que se refugiara en El Cairo. Y, o bien Winkler no estaba allí, o bien simplemente apreciaba demasiado su vida y la de su padre como para exponerse intentando matar a Amelia.

– Tengo la sensación de estar malgastando vuestro dinero -confesó Amelia a Bob Robinson.

– No se crea, Amelia, sus informes nos están ayudando mucho.

– ¡Pero si no hay nada relevante en ellos! -protestó Amelia.

Un mes después Albert regresó durante unos días a El Cairo. Comentaba las noticias de Europa con Max, y éste le escuchaba atento.

– Tito ha creado una Federación de Repúblicas en Yugoslavia con Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro y Macedonia. Y la monarquía italiana puede tener los días contados, hay una corriente imparable a favor de la República.

No fue hasta mediados de abril cuando la señora Schneider le confesó a Amelia un secreto.

– Yo confío en usted, querida, y desde luego en el barón, que tanto ha sufrido por la guerra. Pero mi marido me tiene prohibido que les cuente algunas cosas.

– Yo también confío en usted, Agnete. A mí también me pide Max que sea prudente, dice que las mujeres hablamos demasiado. Pero realmente nosotras sabemos bien en quién podemos confiar y en quién no. Yo supe que usted sería mi amiga en cuanto la conocí. En realidad es mi mejor amiga aquí.

– ¡No sabe cómo me satisface escucharla! Es usted una gran señora. A mi Ernst le costó mucho terminar sus estudios, trabajaba para poder pagar la universidad. Ya éramos novios entonces, y le confieso que sentía envidia de aquellos jóvenes despreocupados que iban a clase con Ernst.

Aquella tarde Amelia hizo alarde de sus mejores dotes como agente logrando que la señora Schneider se «confesara» con ella.

Primero le dijo que tanto a ella como a Max les gustaría poder seguir contribuyendo a la grandeza de Alemania.

– Max ha pagado un alto precio por defender a la patria, y ahora añora poder hacerlo. Pero aquí poco podemos hacer, claro que es mejor estar aquí que en Berlín, expuestos a la persecución a la que están siendo sometidos los buenos alemanes. No imagina las veces que han interrogado a Max por haber sido un oficial de la Wehrmacht. Ni siquiera respetan su estado físico… -se quejó Amelia.

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